Centro de Estudios
Cívicos
Cicerón enunciaba
la regla de doubus malis minus est semper eligendum (De officiis); y Santo Tomás
afirma que: Cuando es forzoso escoger
entre dos cosas, que en cada una de ellas hay peligro, aquélla se debe elegir
de que menos mal se sigue. Por cierto que nunca es lícito, ni aún por
razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto
de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado. La
prudencia permitirá “saber elegir entre las distintas posibilidades prácticas,
de modo que se consiga el mayor bien posible o se evite el mal mayor, y siempre
sin utilizar el mal de un modo activo: no hay que hacer nunca el mal, aunque
sea para conseguir un gran bien”.
Explica Fernández
Sánchez que, en un sentido amplio, el principio del mal menor significa que,
cuando se prevén males inevitables, es preferible permitir, mediante nuestra
decisión aquel de ellos que es el menor, para evitar el que es mayor. En
sentido estricto, dicho principio significa que, cuando en apariencia todas las
posibles decisiones que se pueden tomar son malas, y no puede evitarse decidir,
hay que hacerlo por lo menos malo. En ambos casos, la aplicación del principio
tiene límites éticos; pero el mal menor tiene categoría de bien, en relación
con un mal mayor, por lo tanto es preferible, porque el bien que se pierde con
el mal mayor es más valioso.
El riesgo siempre
latente es el subjetivismo, pues la buena intención no autoriza a hacer ninguna
obra mala; sin una “determinación racional de la moralidad del obrar humano,
sería imposible afirmar un orden moral objetivo”.
En la actualidad,
muchos intelectuales y dirigentes promueven la abstención en la vida cívica,
por rechazo al régimen político vigente, que consideran debe ser modificado de
raíz pues impide un gobierno que garantice el bien común. Procurar el reemplazo
de los procedimientos actuales de selección de gobernantes, por otros que se
consideran mejores, constituye un noble esfuerzo, siempre que la alternativa
propuesta sea factible y no una fórmula teórica, para ser aplicada en un futuro
indefinido. Si se sostiene que no se puede -o no se debe- actuar dentro del
sistema político vigente, pues el sistema es la enfermedad, quedamos
paralizados de entrada.
El sistema
institucional actual nos incluye, mal que nos pese, puesto que somos ciudadanos
de éste Estado, y debemos sujetarnos a las normas y trámites oficiales. “En política es preciso tratar de las cosas
no como deberían ser, no como se desean, sino como son; lo demás es una política
hipotética, no positiva…”. Además, el poder no admite quedar vacante, debe ser
ejercido.
La única manera
efectiva de procurar que mejore la realidad política es participando
activamente en la vida cívica. Pero para eso, se debe partir de dos premisas
doctrinarias: la licitud moral del voto, y la obligación de respetar el régimen
institucional vigente, sin que ello implique avalar las imperfecciones que
atribuyamos al sistema electoral y a la Constitución vigentes.
No se trata, por
cierto, de intervenir en la vida pública, para adaptarse a lo que sostiene la
mayoría circunstancial, sino, precisamente, para defender y procurar aplicar,
con firmeza, la propia doctrina.
La doctrina
clásica siempre ha considerado válido cualquier sistema político que asegure el
bien común; por eso, cada persona tiene derecho a preferir uno en particular.
Pero es obvio, que en un país como el nuestro, donde rige el sistema
republicano desde hace dos siglos, no habrá posibilidad de cambiarlo por otro,
a menos que sea interviniendo en el régimen vigente o utilizando la fuerza.
De las dos
premisas indicadas, se infiere la necesidad de actuar en política, utilizando
las herramientas que permite la legislación, sin desconocer las dificultades
que conlleva esa decisión.
Algunos sostienen
que, como existe un oligopolio partidocrático, que restringe las chances
electorales a dos o tres partidos o alianzas, es un esfuerzo inútil aceptar el
combate electoral, con el consiguiente desgaste de dinero y energías que
podrían ser mejor empleadas.
Entonces, aducen,
mientras no cambie el panorama, conviene concentrar el esfuerzo en el combate
intelectual, formando a los jóvenes que en el futuro podrán ocuparse de la
política.
La acción cultural
no debe descuidarse, por el contrario debe acentuarse, perfeccionando los
instrumentos correspondientes. Pero, como enseña la doctrina y demuestra la
historia, en última instancia es el poder político el que determina, incluso,
las posibilidades de la acción cultural. Refugiarse en cenáculos intelectuales,
hasta que se produzca el cambio que soñamos, es caer en la utopía. Según Thomas
Molnar: “La visión del utopista está señalada por el desprecio hacia el
presente, así como por aquellos sucesos de la Historia que separan a la
humanidad de la meta deseada, pues él escoge concentrarse alrededor de la
llegada misma y desdeñar todo lo referente al modo de llegar”.
Que la política
contemporánea ofrece un panorama desolador, nadie lo puede negar, pero ante
este horizonte, consideramos que no basta con trabajar en el campo de la
cultura, y criticar la realidad presente, esperando que se produzca espontáneamente
un cambio positivo, puesto que: “El poder es la facultad de mover la realidad,
y la idea no es capaz por sí misma de hacer tal cosa”. Mientras esperamos que
mejoren las circunstancias, ¿qué hacemos? Acota el Dr. Hernández que el Estado
dicta las normas para la sociedad, de modo que para influir en el gobierno “hay
que poder dictar las normas, o influir en el dictado de dichas normas o que las
normas no se ejecuten, lo cual generalmente se impide a través de otras normas”.
Si desde hace un
siglo se ha producido el alejamiento de las personas de la actividad política,
ello se debe a un menosprecio de la misma -la "cenicienta del
espíritu", según Irazusta- y a una cierta pereza mental que impide
imaginar soluciones eficaces para enfrentar los problemas espinosos que plantea
la época. Asumir una posición rigorista en temas de procedimiento, implica
colocar a quien defiende la necesidad de actuar en la vida cívica, pese a las
dificultades, en una situación casi herética.
El enfoque
realista en materia política ha sido destacado por Joseph Ratzinger:
“Ser sobrios y
realizar lo que es posible en vez de exigir con ardor lo imposible ha sido
siempre cosa difícil… El grito que reclama grandes hazañas tiene la vibración
del moralismo; limitarse a lo posible parece, en cambio, una renuncia a la
pasión moral, tiene el aspecto del pragmatismo de los mezquinos”.
También los
consejos de Santo Tomás Moro, Patrono de los Gobernantes y Políticos, nos
estimulan a continuar el arduo camino de servir al bien común con los
instrumentos disponibles: “La imposibilidad de suprimir enseguida prácticas
inmorales y corregir defectos inveterados no vale como razón para renunciar a
la función pública. El piloto no abandona su nave en la tempestad, porque no
puede dominar los vientos”.
Bibliografía:
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Aquino. “Del gobierno de los príncipes”; Buenos Aires, Editorial Cultural,
1945, Vol. 1ro., p. 35.
Soria Saiz, J. L.
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Pablo VI,
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social y económico –tanto nacional como internacional-, la decisión última
corresponde al poder político” (p. 46).
Molnar, Thomas.
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Hernández, Héctor.
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Ratzinger. “Cristianismo
y política”; Revista Internacional Communio, julio/agosto, 1995.
Moro Tomás. “Utopía”,
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