Mons. Héctor Aguer
La Prensa,
23.05.2023
Los Salmos
bíblicos del Libro del Salterio abrigan la conciencia de la brevedad de la vida
y una reflexión sobre ella mediante comparaciones con lo que hay de frágil y
provisorio en la naturaleza.
El Salmo 89 (90)
expresa un término en la duración ante la eternidad de Dios: “Nuestra vida dura
apenas 70 años, y 80 si tenemos más vigor” mientras se dice al Creador: “Mil
años son ante tus ojos como el día de ayer, que ya pasó”, como una de las
vigilias en que se computaba la noche.
No falta en este
poema el juicio sobre la condición de la medida humana: nuestros años (70 u 80)
“en su mayor parte son fatiga y miseria, porque pasan pronto y nosotros nos
vamos”.
También es muy
elocuente el Salmo 101 (102), enumerado por la Tradición como uno de los
“salmos penitenciales”; es lamento y súplica a la vez.
La comparación
apela a varias imágenes: “Mis días son como una sombra que se alarga”; el
orante se va secando como la hierba. Otras figuras con las que se identifica en
su penuria: “una lechuza del desierto, un búho entre las ruinas, un pájaro
solitario en el tejado”, días que son “como una sombra fugaz, como el humo que
se disipa”. No se advierte en esta constatación un nihilismo incrédulo, según
se afirma, porque Dios piensa en el ser humano y lo cuida (Salmo 143) (144). Se
pide al Señor su compasión, la alegría que compense la aflicción; Él nos sacia
con su amor, es nuestro refugio “a lo largo de las generaciones”, aunque
nuestra existencia es como nada ante Él. En el Salmo 39, 5 se expresa la
búsqueda de la sabiduría: “Señor, dame a conocer mi fin y cuál es la medida de
mis días, para que comprenda lo frágil que soy”.
Es sobre todo en
los Libros Sapienciales de la Escritura en los que se desarrolla una verdadera
antropología realista, que resulta a mitad de camino, pero por elevación, tanto
del nihilismo como del idealismo orgulloso que despistan a la filosofía
moderna.
EL ANTIGUO LIMITE
Es oportunísimo
reflexionar sobre la revelación contenida en estos Salmos, cuando el rodar
imparable de la vida me ha traído al antiguo límite de los 80 años. Desde esta
cima puedo arriesgar una mirada sobre los pasos transcurridos. Digo bien
arriesgar, porque la vida es libertad de elección, verdad y error, amor y
riesgo.
Cornelio Fabro es,
en mi opinión, el máximo filósofo católico del siglo XX, intérprete eximio de
Tomás de Aquino, y a la vez traductor y estudioso seguidor de Kierkegaard. En
su Libro de la existencia y de la libertad vagabunda, que es una colección de
aforismos, leo el aforismo 477: “Los años del cuerpo pasan, pero los años del
espíritu se inscriben en la conciencia de la libertad, en las creaciones y en
las elecciones obradas”.
A la luz de este
principio quiero exponer algunas de esas creaciones y elecciones de mi vida.
Solo algunas –no podría ser de otra manera-, pero que estimo me dan a conocer,
porque en ellas se refleja y cumple mi yo, finitud que ha optado por el
Infinito.
Apunto un diálogo
con Benedicto XVI, siendo él ya emérito. “Santidad –dije yo- me he pasado la
vida estudiando teología, y tengo la impresión de que cada vez entiendo menos”.
Con una sonrisa, me respondió: “Siempre es así”. Quedo bastante tranquilo,
porque de esa poquedad conseguida he procurado compartir a través de mi
predicación y enseñanza, y he recibido plácemes agradecidos, críticas y
repudios que no han podido empañar mi conciencia de haber buscado la verdad.
Nuestro saber –el
que nos da, por ejemplo, la teología- es una pizca de la Sabiduría del Maestro.
No soy doctor, apenas licenciado. Habiendo obtenido ese grado con gran
esfuerzo, mientras ejercía el ministerio pastoral como simple vicario
parroquial, recibí una invitación –una posible beca- para estudiar en la
Universidad suiza de Friburgo, que cuenta con una Facultad de Teología a cargo
de los dominicos. Me comuniqué entonces con el Decano, que era el excelente
teólogo Jean-Hervé Nicolas, sugiriéndole un proyecto de investigación sobre las
Quaestiones Disputatae “De Veritate”, de Santo Tomás. Me respondió
afirmativamente.
Restaba entonces
la autorización de mi obispo. “Mis sacerdotes solo estudiarán en Roma;
consíguete una beca en Roma”, esa fue su respuesta. Me quedé en casa. Pero a
los pocos meses se abrió una impensada y providencial oportunidad. Fue creada,
en 1978, la diócesis de San Miguel, sufragánea de Buenos Aires, y el flamante
pastor designado me pidió que lo acompañara para ayudarlo. Mi propio obispo me
permitió el traslado, aunque lamentando mi partida, según me dijo.
Es así como pasé
14 años en esa diócesis, del Gran Buenos Aires, donde se me encomendó organizar
el Seminario, del cual fui rector durante una década. De allí me sacó el
arzobispo de Buenos Aires, Cardenal Antonio Quarracino, para hacerme Obispo
Auxiliar. ¿Qué puedo decir más que “Dios es grande”, como afirman en su
alabanza los musulmanes?
Las peripecias ya
recordadas hicieron que mi atención y mis trabajos se dirigieran a la formación
sacerdotal. En diversas oportunidades comenté detenidamente el Decreto
Presbyterorum Ordinis, el documento del Concilio Vaticano II sobre el segundo
grado del sacerdocio. Esa inquietud, además, se amplió en mi estudio y difusión
de la doctrina filosófica y teológica de Santo Tomás de Aquino, que me interesó
siendo muy joven, antes de entrar al Seminario. Me puso en contacto con ellas
el Padre Julio Meinvielle, a quien debo mucho de mi formación.
EN LA PLATA
Siendo Arzobispo
de La Plata, durante 20 años acudía todos los sábados al Seminario Mayor San
José: daba una conferencia y celebraba la Santa Misa. De paso, puedo decir que
cuidé la solemnidad, exactitud y belleza de la praxis litúrgica, y solía cantar
en latín la Plegaria Eucarística.
Mis vacaciones las
tomaba junto a los seminaristas en la Casa de Campo, cerca de la ciudad de
Tandil. En ese período ordené para la arquidiócesis a 49 sacerdotes. Cada caso
ha sido una experiencia espiritual conmovedora.
Soy arzobispo
emérito de La Plata, después de 20 años de ejercicio de la función como
arzobispo metropolitano (incluyendo el año y medio en que fui coadjutor de mi
ilustre predecesor). De acuerdo con la prescripción canónica firmé mi renuncia
el 8 de mayo de 2018, Solemnidad de Nuestra Señora de Luján. Cumplí 75 años el
24 de ese mes, memoria de María, Auxilio de los Cristianos; dos días hábiles
después de mi renuncia fue aceptada, y debí abandonar el palacio arzobispal.
Quise residir en
el Seminario, pero mi sucesor no lo vio bien; evidentemente pensaba, o traía el
encargo de cambiar la orientación formativa de la institución. Después de un
tiempo de residencia en una parroquia de la periferia de La Plata, decidí venir
al Hogar Sacerdotal de Buenos Aires, donde transcurren las últimas jornadas de
mi vida, pero con una atención alerta a la marcha de la Iglesia.
LA ALTERACION DE
LA MISION
En estas
elecciones de los “años del espíritu” que dice el aforismo de Fabro, se ha ido
formando una conciencia de la misión de la Iglesia Católica y de su sentido.
Advierto el influjo en esa conciencia de mi estudio de las Cartas de San
Ignacio de Antioquía, y de la obra de San Agustín, en especial su concepción
del Christus Totus. Uno de los problemas principales que afronta actualmente la
Katholiké es la alteración de la misión esencial de acuerdo con la instrucción
de Jesús y su mandato a los apóstoles: “Vayan por todo el mundo y hagan que
todas las naciones –panta ta ethnē- sean discípulos míos.
No se debe, no se
puede, rebajar esta misión a procurar que la gente –quienes creen en Cristo y
las multitudes del mundo que aún no están evangelizadas- mejore su suerte
intramundana. Ya hay otras instituciones y misiones que se ocupan de esto,
apartando incluso al género humano de la orientación hacia el Señor de la
historia y por tanto de la salvación, que no es cosa de este mundo.
UNA ESPIRITUALIDAD
La forma concreta
del vivir cristianamente, como discípulo, se configura como una espiritualidad.
La cual no es unívocamente una, y ha revestido, y reviste, rostros diversos
según los tiempos y lugares. No es esta la oportunidad de formular un juicio
sobre las espiritualidades con vigencia actual. Me limito a una de las formas
que ostenta la Gran Tradición Eclesial de Oriente y de Occidente. La llamaré
espiritualidad del abandono en Dios, del reposo en su voluntad omnipotente y
misericordiosa, amiga de los hombres.
Sus formas
antiguas han sido expuestas antaño por Ascetas y Místicos, Padres de la
Iglesia. Una expresión a la vez clásica y moderna es la que ofreció el Cardenal
Pierre de Bérulle en el siglo XVII, el gran siècle francés, y que se extendió
en la obra de Olier y la tradición sulpiciana. Recorre los siglos y recibe una
realización cercana a nosotros en la experiencia de San Carlos de Foucauld.
Hunde sus raíces en la antigüedad, en la fórmula mínima y a la vez plenaria:
“¡Señor, ten misericordia de mí!”. Es un Kyrie eleison en el que se recoge la
súplica del Buen Ladrón: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”.
Podemos decir que esta plegaria nos introduce en el Reino (cf. Lc 23, 41-43),
en la basiléia, y nos hace vivir con Jesús hoy – sēmeron – en el Paraíso.
Encuentro que esta es una espiritualidad plenamente evangélica y válida para
todas las edades.
Desde esta
perspectiva que me otorga el 80° aniversario, puedo advertir cómo se ha
cumplido en mi vida la vocación propiamente humana de la felicidad. Aristóteles
descubrió esta vocación como el fundamento de la ética. No se puede excluir
totalmente en la existencia una cuota de frustración y de desdicha.
Cornelio Fabro ha
observado con singular perspicacia el derrotero de la “libertad vagabunda”. En
su aforismo 484 escribió: “Si la libertad se realizase en la intensidad, en la
totalidad de su requerimiento, nosotros estaríamos en posesión de la
felicidad”.
La infancia comporta,
en la medianía de su conciencia, alternativas de gozo y de desdicha. No es
posible juzgar desde la altura de la vejez si uno ha sido realmente feliz;
basta reconocer que no ha sido desdichado.
Héctor Aguer
Académico de
Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.