Ricardo Andrés
Torres (*)
La pobreza
escogida con la libertad de los hijos de Dios es una condición para la vida
consagrada, y por lo tanto constituye una decisión virtuosa, sin lugar a dudas
porque revela que para muchos espíritus superiores lo material no es la
realidad última de la vida sino que hay una trascendencia que coloca al dinero
y las posesiones en un plano inferior y meramente instrumental para los bienes
espirituales, el verdadero tesoro que es digno de cultivar.
Esto no significa
que la Doctrina Social de la Iglesia no considere legítimo y encomiable que
todo hombre procure trabajar para subvenir a sus necesidades y las de su
familia y lograr de tal manera un desarrollo pleno de su persona, lo cual está
gravemente dificultado cuando hay miseria o indigencia, por ejemplo. Esto nos
coloca de frente con una realidad circunstancial de este tiempo en Argentina:
aún quien trabaja “en blanco” no necesariamente puede acceder a la Canasta
Básica, es decir, no puede darle a su familia alimentación, vestido, educación,
salud, esparcimiento con un nivel mínimo de dignidad. Y en general, no se trata
de una pobreza asumida y voluntaria, una decisión virtuosa, sino una calamidad
que empuja a la pobreza involuntaria a millones de compatriotas. Esta situación
no tiene ni justicia ni virtud.
La Doctrina Social
Cristiana tampoco condena a las riquezas en sí, porque éstas son solo un medio
que puede usarse para el bien o para el mal. Y no se cansa la Iglesia tampoco
de ayudar a los pobres, (“la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los
fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos,defenderlos
y liberar a los oprimidos por la miseria”), de proponer a los gobernantes
orientaciones para que se alcance un desarrollo económico de los pueblos, de
todos los pueblos.
La insidiosa idea
que subyace en muchos es que la Iglesia quiere que haya más pobres para
favorecer su manipulación. Se habla en ese sentido de “pobrismo” un nuevo
cliché acuñado por los fervientes predicadores de la prosperidad dineraria,
partidarios del “Pare de Sufrir” que cifra toda la felicidad en el éxito
material, en sintonía con el espíritu de mera “acumulación de riquezas”
fomentado por la ética calvinista, irradiada por todo el mundo anglosajón.
Para nuestra
Doctrina buscar el lucro no es algo malo por sí mismo. Lo malo es poner la
riqueza o el dinero por encima de las personas, porque entonces ya no es un
medio sino un fin. Esa inversión es anticristiana.
Cada vez que se
habla de “pobreza evangélica” o “amor por los pobres” se confunde a creyentes y
no creyentes señalando que la Iglesia incentiva la pobreza e insinuando que
odia la prosperidad y el progreso material. Quien sea un atento lector de la
verdadera Doctrina sabe que esto no es así y que si la prosperidad y el
progreso material están al servicio de las personas, de su desarrollo integral,
no sólo son lícitos sino que son nobles objetivos.
Como bien explica
el maestro Carlos Sacheri, citando a Pio XI: La redención del proletariado
(redemptio proletariorum) ha sido desde siempre una de las consignas
fundamentales del pensamiento social de la Iglesia desde el surgimiento de la
“cuestión social” moderna. “Tal es el fin que nuestro predecesor proclamó
haberse de lograr: la redención del proletariado [...] Ni se puede decir que
aquellos preceptos han perdido su fuerza y su sabiduría en nuestra época, por
haber disminuido el “pauperismo”, que en tiempo de León XIII se veía con todos
sus horrores” (Quadragesimo Anno, 26). Tanto la felicidad temporal como el
destino mismo de las almas depende en gran medida de la solución que se dé a
este gravísimo problema, instaurando en todos los campos y niveles una
auténtica promoción obrera. Acusar a la Iglesia de haberse limitado a “consolar
a los afligidos”, “aconsejar la sumisión y paciencia”, etc., es algo aberrante
y no puede ser afirmado sin ignorancia culpable o por verdadera malicia, como
es el caso de la prédica marxista y progresista.
Otra cosa es la
utilización de los pobres para el poder de turno o el tirano de la hora. Esa
detestable práctica, el clientelismo de los pobres e indigentes, nada tiene que
ver con las enseñanzas del cristianismo, y quienes identifican a dichas
prácticas con el mensaje de Cristo lo hacen por supina ignorancia o por directo
odio a la Iglesia. Y, ya sabemos, hay muchos y muchas que la odian.
(*) Abogado