Por Hugo Wast
Para comenzar digamos
algo que probablemente nunca se ha dicho: los patriotas del año X no entendían
la palabra “pueblo” como quieren entenderla ciertos admiradores de la
Revolución Francesa falsificadores de la nuestra ahora.
Los demagogos mutilan
el sentido de esa palabra. Para ellos solamente es “pueblo” la masa plebeya,
informe y enorme, caprichosa, infalible, sacrosanta, poseedora de todos los
derechos y no atada por ninguna obligación. Es decir, la parte primitiva de la
sociedad, más fácil de ser manipulada, engatusada con discursos y ganada con
privilegios.
Para los patriotas del
año X “pueblo” no era solamente la plebe, sino el conjunto de los habitantes
del país, ignorantes e instruidos, ricos y pobres, capaces e incapaces de
pensar por su cuenta, sacerdotes, militares, hacendados, abogados,
comerciantes, artesanos, menestrales, pulperos, sirvientes, esclavos… iguales
todos en sus derechos específicos, a los ojos de Dios, que los había creado y
redimido con la sangre de Jesucristo, pero desiguales en sus aptitudes y en sus
derechos sociales, conforme a las circunstancias en que vivían.
Los hombres de mayo,
que sabían su catecismo y por ello conocían esa igualdad esencial y esa
desigualdad accidental, cuando trataban de resolver problemas de gobierno, que
en aquellos tiempos se resolvían a menudo en asambleas del pueblo o cabildos
abiertos, jamás convocaban a la plebe, a los esclavos, los sirvientes, los
menestrales, casi siempre analfabetos y a quienes tampoco les atraía el meterse
en tales honduras.
Convocaban a los que
las solemnísimas actas de dichas asambleas llaman “vecinos de calidad”, o “vecinos
de distinción”, o como reza la más solemne de todas, la del 25 de mayo de 1810,
“la parte sana y principal del vecindario”, que representaba por derecho
natural, no por elección de nadie a la totalidad del pueblo.
Y esto sucedió no solo
en Buenos Aires sino en todas las ciudades y villorrios del virreinato.
Los patriotas del año
X, cuyo espíritu buscan afanosamente ciertos historiadores, deseándolo hallar
distinto de cómo fue, no creían que las discusiones y resoluciones de aquellas
asambleas de vecinos de distinción, pequeña minoría en comparación de los
vecinos que no habían sido convocados, habrían de mejorar por que interviniera
en ella la parte menos principal del vecindario, es decir la turba multa que es
la inmensa mayoría.
Esa inmensa mayoría sentíase
perfectamente representada por aquella minoría selecta, que conocía sus
problemas y sabia defender sus intereses.
Se ve pues, que los
hombres de mayo, aunque tenían un concepto del “pueblo” más amplio y generoso
que el que tienen los demagogos actuales no eran partidarios del sufragio universal
sino del voto calificado.
¡Horrenda blasfemia! Y
bien, ya está dicha y vamos a decir otra peor, con la ayuda de Mitre.
Para mejor vulgarizar
la fisonomía del 25 de mayo de 1810, los demagogos nos describen, palabra más
palabra menos, una plaza hirviente de frenéticos descamisados con el puño en
alto.
Ya no las anacrónicas
figuritas pedagógicas de ciudadanos encapados y con paraguas. Ahora prefieren
algo moderno y se les ocurre más argentino: una revolución en mangas de camisa,
a pesar del frio y de la famosa lluvia de aquel glorioso 25 de mayo.
Siempre la imaginación,
nunca la verdad.
Por la historia sabemos
que durante siglos lucharon crudamente en Roma los patricios, especie de
nobles, descendientes de las familias fundadoras de la ciudad, y los plebeyos
que eran el populacho sin abolengo. En otras naciones antiguas se han producido
estas mismas luchas, de la nobleza contra la plebe.
Traemos este recuerdo
porque es conveniente, cuando queramos descubrir el verdadero espíritu de mayo,
no olvidar que el principal cuerpo de tropas en que se apoyó la revolución, fue
el regimiento de Patricios, cuyo solo nombre es una definición.
La revolución de mayo
fue militar y católica y popular, vale decir, correspondió a los anhelos
profundos de los criollos ansiosos de gobernarse ellos mismos, sin abandonar
sus tradiciones.
En ningún momento
plebeya; y fue aristocrática, porque la hicieron verdaderos señores, que
supieron imprimirle la impronta de su cultura, con un señorío que no apostató
de su credo ni de la historia de España, de la que ellos fueron y nosotros
queremos seguir siendo continuadores.
Y aquí cedamos la
palabra a nuestro historiador.
“Tanto los patriotas
que encabezaban el movimiento revolucionario –expresa Mitre-, como los
españoles que en el cabildo abierto habían cedido al empuje de la opinión,
todos pertenecían a lo que podría llamarse la parte aristocrática de la
sociedad. Las tendencias de ambas fracciones eran esencialmente conservadoras
en cuanto a la subsistencia de orden público y esto hacia que se encontrasen de
acuerdo en un punto capital, cuál era el impedir que el populacho tomase en la
gestión de los negocios públicos una participación activa y directa” (1).
Así se hizo la nueva y
gloriosa nación, que ahora quieren deshacer bastardeando su espíritu.
¿Y en esta revolución
sin crímenes, que fue la nuestra, se pretende encontrar un retoño de la
francesa, que se prostituyo a los pies de la diosa razón y asesinó, fusiló,
guillotinó a millares de ciudadanos, hombres, mujeres y hasta niños? (2)
¡Y estos jacobinos eran
los oráculos de Moreno! ¡Y estos los modelos que nos proponen!
¡Que aberración! El
historiador que diga otra cosa, no sabe lo que dice. O no dice lo que sabe.
Solo olvidando las
causas, los métodos y los resultados de la Revolución francesa, puede comparársela
con la Revolución de Mayo.
La Revolución francesa
se hizo en contra del absolutismo de los reyes y los privilegios de los nobles
y, agréguese, en contra de la Iglesia romana.
En el Rio de la Plata
no había ni nobles ni reyes. Gobernaban el país, mal o bien, un virrey que no
tenía nada de absoluto y el Cabildo, genuina y antiquísima autoridad de origen
popular, que “la parte sana y principal” del vecindario elegía libremente.
La sencillez de las
costumbres y la pobreza del país, facilitaban la convivencia social.
La Revolución francesa
fue republicana, mientras que la revolución argentina fue en sus comienzos
abiertamente monárquica.
La Revolución francesa
fue enemiga de la religión católica, desalojo a N.S. Jesucristo de los altares
y puso en ellos a la diosa Razón, simbolizada por una prostituta a la que
paseaban desnuda en un carro con un crucifijo a los pies. (3)
La Revolución de Mayo
fue católica. El 30 de mayo de 1810, a los cinco días de la revolución,
concurre la Junta Gubernativa, con toda solemnidad, a una misa de acción de
gracias, celebrando el cumpleaños del Rey y La instalación de un nuevo
gobierno. (4)
Poco después, el 18 de
julio, el gobierno provee de sacerdotes capellanes al cuerpo expedicionario que
marcha al interior, nombrando al efecto al Dr. D. Manuel Albariño y a fray
Manuel Ezcurra, de la orden de la Merced.
Nosotros, que tenemos
una gesta cristiana, sin crímenes, bendecida unánimemente por todos los argentinos,
¿Por qué habríamos de envidiar a Francia aquella sangrienta bacanal, maldecida
según antes dijimos, por los más autorizados historiadores y sociólogos
franceses y hasta por escritores modernos de la izquierda?
Los que se empeñan en
probar este bastardo parentesco, nos pintan al pueblo de Buenos Aires, nutrido
por el dogma de la soberanía popular, agolpándose en la plaza para arrancar su
renuncia al Virrey e imponer su voluntad al Cabildo, que representaba al
vecindario de la ciudad, es decir, al pueblo mismo.
Y a fin de marcar mejor
el aspecto plebeyo de nuestra Revolución nos refieren que fue incruenta, con lo
cual quieren decir desarmada y anti militarista.
Podría creerse, al
leerlos, que, en toda revolución hecha por gente de sable, la sangre corre a torrentes,
y que, a la inversa, cuando solo interviene el pueblo, aquello es un agua de
malva; no se esgrimen otras armas que las lenguas, y solo se lucha con honrados
argumentos y con votos conscientes. ¡Rusia, Méjico, España, Cuba, son ejemplos
de lo incruentas que son las revoluciones no hechas por militares!
La Revolución francesa,
modelo del movimiento demagógico, fue, según la fuerte metáfora de Barbey
D´Aurevylle, una ancha zanja de sangre que corto en dos la historia de Francia.
¿Debemos agradecer a nuestros
historiadores el que por hacer más simpática (no sabemos a quiénes) la
Revolución de Mayo, la despojen de todo carácter militar y nos la describan
como un torneo de discursos entre cabildantes y abogados?
Eso es falsificar la
historia, y dar a las generaciones actuales y futuras una lección de ingratitud
hacia los principales actores de nuestra Revolución, que fueron militares.
La verdad histórica,
nuestra verdad, es mucho menos enfática y mucho más hermosa.
La grandeza de la
emancipación argentina aparece cuando se la cuenta con limpia sencillez, no
cuando se la enturbia atribuyéndole un contenido demagógico que no tuvo ni pudo
tener.
La Revolución argentina
no es una jamona sin hogar venida a nuestras playas desde las orillas del Sena,
despechugada y ronca, embardunadas las mejillas con hez del vino de los
bistrots parisienses, empuñando con la mano izquierda el Contrato Social, y
empujando con la derecha el carretón de la guillotina.
Nuestra Revolución es
una hermosa y valiente muchacha, hija legitima de familia hidalga, nacida aquí
mismo, en las orillas del Plata, y que apareció por primera vez en las calles
de Buenos Aires, con los cabellos adornados de diamelas criollas, empujando un
cañón para tirar sobre los herejes invasores; y más tarde, en la plaza de la
Victoria, blandiendo la espada que le entrega Saavedra, de dulce y pulido acero
toledano, arma que en su mano parecía una joya, y que los historiadores han
pretendido arrebatarle, ofreciéndole en cambio una traducción marchita del
libro de Rousseau hecha por Mariano Moreno.
¡No! La Revolución de
Mayo es netamente argentina y nada tiene que ver con la Revolución francesa, y
es indigno de historiadores criollos buscar agua en el Sena, para bautizarla
cuando la tienen a mano y más abundante en el Rio de la Plata.
Desde luego las fechas
delatan el anacronismo.
Cuando estalló nuestra
Revolución ya habían pasado veinte años sobre la francesa, que en 1810 estaba
harto desacreditada en el mundo, y especialmente en la América española, por
sus crímenes y por sus resultados: después de Robespierre, y como reacción
contra los desvaríos del pueblo soberano: Napoleón.
1)B. Mitre, Historia de
Belgrano y de la independencia argentina (Carlos Casavalle, Bs As 1876), T. 1, pág.
273.
2)“según Collor D´Herbois,
que tenía la imaginación a veces pintoresca <la transpiración política debía
ser bastante abundante para no detenerse hasta la destrucción de doce a quince
millones de franceses>.
Artículo de Guffroy en
su diario Le Rougiff: <Francia tendrá bastante con cinco millones de
habitantes>
Taine, Les origines de
la France contemporaine, tomo VIII, La Revolución, pág. 133
3)Laharpe, Du fanatisme
dans la langue revolutionnaire, Paris, Migneret, 1797, pág. 54.
4)Registro oficial de
la República Argentina, tomo 1, pág. 28.
Fuente: Crítica revisionista, 25 de mayo de 2014.Tomado de: Año X, cap.
2.)