Raíces teológicas del antropocentrismo eclesial

Por Monseñor Héctor Aguer

Arzobispo Emérito de La Plata-Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas-Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro-Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma)


En numerosos pasajes del Antiguo Testamento se encarece la dignidad del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; esta referencia es su composición y fábrica, la hechura que lo define. No puedo ofrecer en este artículo un amplio desarrollo bíblico del tema; me limito a un solo ejemplo, el Salmo 8, que en una visión teocéntrica del mundo afirma que la grandeza o pequeñez de una criatura proceden de la relación que tenga con Dios. El mundo de los astros -que actualmente nosotros conocemos con una amplitud y profundidad que el salmista no hubiera podido sospechar- es grande porque fue creado a imagen de la inmensidad de Dios, de quien recibe la propiedad de imponer al hombre una respetuosa admiración. El ser humano -Adam- es grande en cuanto que Dios lo creó a imagen de su inteligencia, prerrogativa única en el universo: «Lo hiciste poco inferior a un dios (elohîm), lo coronaste de gloria (kabod) y esplendor (hadar); le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies» (Sal 8, 6 s.). La versión de los LXX lee: «Poco inferior a los ángeles» (brajý ti par' angélous); la Vulgata sigue esta lectura. Este poema ratifica el relato del Génesis: «Dios dijo: 'Hagamos al ser humano (adam) a nuestra imagen (selem), según nuestra semejanza (demut)' »; la traducción griega vierte, respectivamente, ánthrōpos, eikṓn, homóiosin (Gén 1, 26). El verso siguiente reza: «Y Dios creó al ser humano (adam) a su imagen (selem); lo creó a imagen de Dios, los creó varón (zajar) y mujer (nequebá)» (Gén 1, 27); según los LXX: ánthrōpos, eikṓn, ársen, thely.

En otro salmo aparece un contrapeso; la súplica incluye una advertencia razonable contra la desmesura: «Levántate, Señor, que los hombres ('enôsh) no se envanezcan (según el griego:que no se haga fuerte el ánthrōpos, que no prevalezca, que no triunfe), que aprendan que no son más que hombres ('enôsh)», Sal 9, 20-21.

La malicia del hombre pecador se multiplica en el Adam exiliado del Paraíso, a partir del fratricidio cometido por Caín; el Antiguo Testamento abunda sobre este argumento, y los escritos proféticos impugnan la ingratitud y la permanente rebeldía del pueblo de Dios. En los libros sapienciales se ofrece una ponderada reflexión sobre el argumento, según la cultura de cada época. Basten estas pocas referencias bíblicas.

Santo Tomás de Aquino recoge la rica tradición patrística. El hombre es un microcosmos; se lo llama minor mundus, porque en él se encuentran de algún modo todas las criaturas del orbe (I, q. 91, 1c.); le compete el dominio de las criaturas inferiores del mismo modo que él domina lo que encuentra en sí mismo (I, q. 96, 2c.). Estudiando la Encarnación del Verbo de Dios, el Doctor Angélico afirma que convenía que la causa universal de todo asumiera en la unidad de su persona divina aquella criatura que tiene una mayor comunicación con todas las demás criaturas. Como el hombre está constituido por la naturaleza espiritual y la corporal, resulta una especie de confín (confinium) por su cercanía, proximidad y vecindad entre ambas naturalezas (CG IV cap. 55, ad tertiam rationem). El destino de la criatura humana, su fin, lo exalta por sobre todo; respecto de algunas condiciones de vida es inferior a algunas criaturas, incluso puede asimilarse a las ínfimas. Sin embargo, según el orden del fin, nada hay superior a él, que está llamado a la felicidad, sino solo Dios, en quien consiste la perfecta felicidad del hombre (perfecta hominio beatitudo, CG IV cap. 54).

En 1974, el eximio filósofo Cornelio Fabro, restaurador de la metafísica tomista, publicó su libro L' aventura della teologia progressista, en el cual analiza ampliamente el abandono de la tradición bíblica y patrística acerca de la debida posición del hombre respecto de Dios; sobre la base de una secularización radical, y más concretamente por la asunción del principio del trascendental moderno se produjo el «giro antropológico» de la teología. El autor principal de la nueva postura fue Karl Rahner, el pensador jesuita que elaboró una hermenéutica inmanentista de Santo Tomás en varias publicaciones basadas en dos obras principales suyas: «Espíritu en el mundo» (Geist in Welt, 1939), y «Oyente de la Palabra» (Hörer des Wortes, 1941). Fabro describe exactamente la torcedura en que consiste la operación rahneriana (die anthropologisce Wende): reemplazar la «antropología teológica» de la teología tradicional -fundada sobre la trascendencia metafísica de Dios, y sobre la realidad sobrenatural de la redención en Cristo- por la «teología antropocéntrica», fundada sobre el principio moderno de inmanencia. Habría que superar lo que los autores progresistas llamaban el objetivismo teológico tradicional, porque este no diría nada al hombre contemporáneo. Así se propone una nueva gnosis, en la que el misterio de Dios queda reducido al significado que tiene para el hombre mediante una hermenéutica existencial.

Entre 1965 y 1983 el Padre Pedro Arrupe y Gondra fue Prepósito General de la Compañía de Jesús; en ese período el pensamiento de Rahner se convirtió de hecho en una especie de doctrina oficial de la Compañía, afectando seriamente la formación de esas generaciones, precisamente cuando numerosos jesuitas abandonaron el ministerio. Además, la doctrina rahneriana fue seguida por otros teólogos, que enseñaban en seminarios y facultades de Teología; el daño acompañaba las arbitrariedades que se cometían en nombre del «espíritu del Concilio», contrariando el magisterio de Pablo VI.

Fabro los caracteriza: «Los nuevos teólogos se sintieron autorizados a presentarse como los únicos intérpretes y árbitros de la fe, y los hermeneutas intocables de la Palabra de Dios. Más todavía, no solo se comportaron con escritos y con hechos como si el magisterio no existiese, sino que no hesitaron -Rahner a la cabeza- en discutir abiertamente los actos formales: por ejemplo, el Syllabus, de Pío IX, la Pascendi, de Pío X, la Humani generis, de Pío XII, la Humanae vitae y el Credo de Pablo VI, exigiendo de este último la retractación...».

Podemos añadir que se asumió la hybris de la cultura moderna, y su orientación inmanentista; la hermenéutica existencial reduce a Dios al verificarse de un encuentro que nos transforma, otorgando una importancia desmesurada a las condiciones de apropiación a través de las cuales el sujeto se apropia de la realidad de Dios. Según la herencia kantiana, se tiende a reducir a Dios al postulado de la acción moral; la teología progresista encuentra plena realización en la «teología de la liberación», y en la «teología del pueblo», ambas con proyecciones sociales y políticas; en estas expresiones el antropocentrismo es evidente. En mi opinión, se verifica en este caso una alteración doctrinal, no un mero aggiornamento de la presentación de las verdades. En Gaudium et spes 62 el Concilio distinguía entre el «depósito» de las verdades católicas, y el modo en que se las enuncia, manteniendo siempre el mismo sentido profundo, su significado; proponía actualizar el modo de exponer esas verdades, tomando en cuenta los hallazgos de las ciencias profanas, en primer lugar la psicología y la sociología. San Vicente de Lerins lo manifestó cabalmente en el siglo V: «Cum dicas nove, nos dicas nova»; decir de un modo nuevo, no decir cosas nuevas.

Fabro observa que el Concilio, sobre todo en la Constitución Lumen gentium, según la regla de aquel monje galo-romano, opta por un tradicionalismo eclesial dinámico, más allá de un estatismo o fijismo racionalista, y del historicismo romántico. Después del Concilio algunos autores hablaron de una «revolución copernicana» en el campo de la teología, y causa inquietud que en la actualidad se continúe afirmando que el Vaticano II fue «en cierto modo una revolución», sin advertir que se ha ido verificando en la cultura eclesial, por influjo de la cultura secular inspirada en la filosofía moderna, un vaciamiento de los dos pilares que son la trascendencia de Dios, y el carácter sobrenatural de la fe y de los misterios del cristianismo.

El Concilio de los Papas Juan y Pablo en sus documentos está en plena continuidad con la tradición. En la Constitución Gaudium et spes la antropología atiende debidamente a la situación histórico-existencial del hombre, y la ilumina con una inspiración eminentemente bíblica. Es, según indica Fabro, «antropología teológica» fundada en la Revelación, no «teología antropológica», que disuelve la Palabra de Dios mediante el discurso de las ciencias humanas. El hombre, creado a imagen de Dios, domina a todas las criaturas y ha de servirse de ellas para gloria de Dios; el pecado original inicia la dialéctica de la historia como lucha entre el bien y el mal; Cristo Redentor asume al hombre en su misericordia, y lo encamina a la vida futura; ya desde ahora, mediante la fe, puede contemplar y gustar el misterio divino; se afirma la existencia de la ley moral, escrita por Dios en el corazón del hombre; la gracia divina le hace posible superar la herida del pecado, que menoscaba su libertad; la realidad insoslayable de la muerte es transfigurada por la esperanza de la resurrección. Nada hay en esta exposición que autorice el giro antropológico rahneriano.

En su largo pontificado, Juan Pablo II ha ofrecido a la Iglesia y a la cultura contemporánea un amplísimo magisterio sobre todos los aspectos de la realidad humana, una antropología teológica con base en la tradición de la filosofía cristiana, enriquecida con el aporte filosófico moderno en consonancia con aquella. En la encíclica Dives in misericordia (§1, in fine) expresa la necesidad de articular, de manera orgánica y profunda, antropocentrismo y teocentrismo, lo que encontrábamos en las referencias al Salmo 8. Benedicto XVI ha subrayado la importancia de la noción de naturaleza, de ley natural, y orden natural, con el objetivo de perfilar un auténtico humanismo, sensible a la cuestión de la verdad y del bien como realidades objetivas, que tienen su fundamento en Dios. Nada más lejano del moralismo jesuítico de cuño kantiano, que se afianzó como consecuencia del «giro antropológico», y que asoma en las propuestas culturales y sociales del antropocentrismo eclesial: Dios y la religión encerradas en el ámbito de la «razón práctica». Además, como he podido comprobarlo personalmente, ese moralismo es, con frecuencia, relativista. La cuestión de la pobreza y la crítica de sus causas ocupa la máxima atención; se descuida el conjunto de los mandamientos de la Ley de Dios, y el Sexto no aparece en la predicación ordinaria, porque ya no se advierte su incidencia social, y su valor en la tutela de la familia, como Juan Pablo II lo formuló en catequesis que no habría que olvidar, puesto que conservan una permanente actualidad. Peor todavía: se descuida el anuncio explícito de Jesucristo, y de los misterios de la fe y la necesidad del culto de Dios.

La Iglesia se ocupa del cambio climático, la deforestación, el peligro de la proliferación de las armas nucleares, la violación de los derechos humanos y las injusticias sociales, el tráfico de personas y la situación de la mujer, temas sin duda ineludibles de nuestra Doctrina Social. Pero ¿qué lugar le destinamos al clarísimo mandato del Señor registrado en el final de los Evangelios de Mateo y de Marcos, que señala otras prioridades, cada vez más urgentes en un mundo que ha desplazado a Dios? Las palabras de envío pronunciadas por Jesús dirigen la misión de los Apóstoles a todos los pueblos -pánta tà éthne, Mt 28, 19- para hacerlos discípulos, cristianos, bautizarlos y enseñarles a cumplir los mandatos que Él ha establecido. Son enviados a todo el universo -eis tòn kósmon hápanta, Mc 16, 15- para anunciar el Evangelio a toda la creación -páse tà ktísei, ib-. Con la previsión del posible resultado: «El que crea y se bautice, se salvará; el que no crea se condenará» (Mc 16, 16, versículo que suele ser omitido cuando se cita el pasaje). El caso es serio, es der Ernstfall, al que se refería Hans Urs von Balthasar en su libro «Córdula o el caso auténtico». Ciertamente, el tenor del envío no fue: «Todos los hombres son cristianos anónimos -Rahner dixit-, ustedes háganles mejor, más feliz, la vida en este mundo».

 

Fuente: Infocatólica, 24/11/20