por Carlos Daniel Lasa
Parece que el problema que tenía el fiel católico (determinar qué filosofía resulta más apta para comprender la fe sin corromper su esencia), se ha convertido en este otro: ¿cómo transformar la fe para que sea una con el mundo?
Unas breves notas, sabiendo que el formato impide un desarrollo de cada uno de los puntos considerados. Sin embargo, lo hice pensando en que, incluso de esta manera, podía echar un poco de luz en este momento de confusión por el que está atravesando la Iglesia católica.
Al respecto, recuerdo el
título de un artículo que escribiera el destacado filósofo alemán Robert
Spaemann a raíz de un análisis que hiciera de la Encíclica Amoris Laetitia: «El
caos erigido en principio».
De la comprensión a la revolución
El destacado filósofo italiano Augusto Del Noce nos ha enseñado, entre otras cosas, que Carlos Marx ha producido un cambio epistemológico en la noción misma de filosofía. Marx ha abandonado la idea de filosofía como comprensión para pensarla como revolución o transformación del mundo (tesis XI sobre Feuerbach). Y esta idea de Marx no hace acepción de personas; por el contrario, ha copado las conciencias de no pocos prelados.
Consecuentemente, el problema que tenía el fiel católico (determinar qué filosofía resulta más apta para comprender la fe sin corromper su esencia), se ha convertido en este otro: ¿cómo transformar la fe para que sea una con el mundo?
Esta nueva conciencia cristiana está obsesionada con una única cuestión: ¿qué forma otorgarle a la fe para que sea aceptada por la cultura actual? Este error inicial, que fue muy importante durante y después del Concilio Vaticano II, va a transformase en un gran error terminal que ha explotado de manera virulenta en nuestros días.
Basta advertir que el rostro del nuevo catolicismo cree más en la conciencia histórica que en la revelación divina. Cuando hablo de «conciencia histórica» estoy pensando en aquella perspectiva que asume como criterio absoluto de verdad este apotegma: «tanto el conocedor como lo conocido, tanto el sujeto como el objeto no se dan ‘ónticamente’, sino ‘históricamente’» (Hans-Georg Gadamer. El problema de la conciencia histórica. Madrid, Tecnos, 1993, p. 25).
El amor no está puesto ya
en la revelación divina sino en una afirmación de la razón humana.
Una nueva universalidad
El intento de transformar la realidad, en lugar de dejar que la misma se me manifieste tal como es, es una muestra harto palmaria del abandono definitivo de la metafísica.
Sucede que el nuevo dogma, el de la conciencia histórica, exige suprimir todo anclaje (léase: el ser). Claro está que esto no implica el abandono de la idea de universalidad. La nueva universalidad ya no estará fundada en el ser (el cual se hace presente en todo lo que es), sino que será una universalidad sui generis. La misma se fundará en una realidad puramente contingente, es decir, histórica.
De este modo, dejando de lado aquello que está presente en todo lo que es (verdadera universalidad) se pasa a asumir determinado modo de ser, haciendo brotar de él las leyes de carácter universal. La elección del modo de ser, obviamente, debe guardar perfecta consonancia con la forma mentis de la cultura dominante, aquí y ahora.
Esta nueva y falsa universalidad es propuesta en la actualidad desde la misma Roma. Su nombre es «la teología del pueblo». La misma es el claro resultado de ese espíritu ocupado no en comprender la revelación, sino en transformarla.
Para lograr este cometido,
se emplea y menea hasta el hartazgo la categoría «pueblo». A partir de ella se
establecerán las nuevas leyes universales que habrán de regir todo lo que es,
incluida la mismísima fe católica.
Las nuevas leyes y el nuevo catolicismo
Las leyes universales que emanan de la categoría pueblo son, a mi juicio, fundamentalmente tres: a) la historicidad de todo lo que es; b) la asunción de la categoría relación en lugar de la de sustancia; c) la apoteosis de lo vivencial de la fe en desmedro de lo doctrinal.
De la aplicación de estas leyes surge el nuevo catolicismo. El mismo se caracteriza por:
1. El abandono de la pretensión de aquello que indica el mismo nombre de catolicismo: la universalidad. Si la nueva ley del ser es el devenir, si todo es histórico, entonces la religión se convierte en una de las diversas expresiones que tienen los pueblos. Y no solo en relación a aquello que consideran Dios, sino en lo que concierne al modo propio de relacionarse con él.
2. El privilegio otorgado a la comunidad en detrimento de la persona humana. La idea de comunidad da cuenta de la centralidad de la idea de relación; por el contrario, la de persona remite a la idea de sustancia.
De ahora en más, el sujeto de la fe deja de ser la persona humana, y pasa a serlo el pueblo. Esta posición ha conducido, entre otras cosas, a la renuncia por parte de la Iglesia católica de la acción de educar las conciencias de los hombres. Solo va a interesar la masa.
3. El reemplazo de la preocupación doctrinal por una concepción vitalista de la fe. De este modo, la doctrina es una expresión, siempre inadecuada, de una fe cuya esencia es su continuo hacerse. «La doctrina falsea esa fe genuina» ‒afirman los mentores del nuevo catolicismo‒. Ese continuo hacerse pretende fijarse, anquilosarse a través de fórmulas (tal como lo ha hecho, de manera totalmente errónea, la Iglesia católica durante más de dos mil años).
4. La politización absoluta de la Iglesia católica. Este resultado ya se encuentra en el mismo punto de partida: si la intentio originaria es «hacerse mundo» para alcanzar una perfecta sintonía con el mismo, entonces el contenido del nuevo catolicismo deberá identificarse, in totum, con la dimensión política.
Los criterios para determinar qué acciones son buenas, y cuáles malas, tanto por parte de los que se dicen cristianos como de los que no lo son, se extraerán de otro lado. Ya no son los diez mandamientos ni las bienaventuranzas del Nuevo Testamento las fuentes, sino las exigencias dictadas por la política.
El obrar de un católico será moralmente bueno si está a favor de los migrantes, si apoya a un presidente que privilegia las libertades civiles por encima de todo, si asume la conciencia de clase poniéndose en favor de los más pobres, si apoya la globalización, si es partidario de movimientos políticos que son expresión del «pueblo», etc.
De ahora en más, la religión no salva al hombre ya que este cometido es misión exclusiva de la política.
5. La eliminación, del seno de la Iglesia, de todos aquellos que pretendan una comprensión católica del cristianismo. No hay cabida para ellos dado que son el katejón (obstáculo) que impide o demora el maridaje definitivo con el mundo.
Tengo ante mis ojos el prefacio escrito por el Padre Enrico Rosa S.J. a diversos estudios y comentarios respecto de la Encíclica Pascendi del Papa Pío X. El Padre Rosa afirma que el modernismo se ha erigido no ya en una herejía de escuela sino en un cristianismo nuevo que amenaza con suplantar al antiguo (Cfr. Enrico Rosa. L’Enciclica Pascendi e il modernismo. Studii e commenti. Seconda edizione corretta e accresciuta. Roma, Civiltá Cattolica, 1909, p. III).
Creo que lo sostenido por el Padre Rosa, hace ya más de cien años, se está cumpliendo en nuestros días. En la actual Iglesia católica ya no podemos decir que los católicos creemos lo mismo. La unidad de fe se ha convertido en una rapsodia que exige un gobierno sostenido por el miedo y no por una caridad fundada en la Verdad.
La adoración de la historia
no puede desembocar más que en este nuevo catolicismo que, como refiere Del
Noce, no se presenta ni como acrecentamiento, ni como explicación de las
virtualidades presentes en la fe católica. Todo lo contrario, se trata de algo
absolutamente nuevo, configurado a partir de una ruptura radical con el
catolicismo de siempre (Cfr. Augusto Del Noce. I cattolici e il progresismo.
Milano, Leonardo, 1994, p. 214).
Fuente:Infocatólica,
13/11/20