Cada
generación ha disfrutado de una calidad de vida superior creada por sus
congéneres anteriores. Pero la Agenda 2030 está a punto de cambiar esa
ecuación.
Hace un poco más de dos siglos, en 1798,
un intelectual y clérigo anglicano llamado Thomas Robert Malthus creyó haber
entendido que era inexorable el colapso de la humanidad como resultado del
desequilibrio que se producía entre el exceso de personas y los recursos disponibles
para alimentarlas. Ese desequilibrio hacía que la existencia de la humanidad no
fuera “sostenible”. Según su Ensayo sobre el principio de la población (An
Essay on the Principle of Population) mientras la producción de alimentos crecía
en proporción aritmética la población lo hacía en proporción geométrica. Poca
gente ha sido tan enormemente exitosa propagando una idea tan falsa.
Seguramente sin saberlo, el buen Malthus iniciaba una poderosa tradición que
hoy es todo un éxito: la de alarmar a la población con predicciones falsas,
acomodar los datos para no cambiar las predicciones y desprestigiar a quienes
cuestionen la alarma y las predicciones.
Malthus creía que la sobreexplotación de
los recursos naturales conduciría a la miseria. Su ensayo, si bien establecía
una serie de catástrofes, carecía de datos que sostuvieran la argumentación
general, lo que explica su rotundo fracaso. Pero el empecinamiento de Malthus
por sostener sus tesis lo llevaron a hacer modificaciones entre las diferentes
ediciones adecuando las argumentaciones a las conclusiones, y no al revés. Como
sea se equivocó, los recursos disponibles no crecieron en forma aritmética,
sino que se multiplicaron de una manera tan asombrosa que superaron lo que se
necesita para alimentar a todos los terrícolas. Para la época en que escribió
su ensayo más del 90% de la población era pobre, mientras que apenas dos siglos
después menos del 10% de la humanidad vivía en esas condiciones.
"Una poderosa tradición que hoy es
todo un éxito: la de alarmar a la población con predicciones falsas, acomodar
los datos para no cambiar las predicciones y desprestigiar a quienes cuestionen
la alarma y las predicciones."
Según los datos de FAO, actualmente es menor a un dígito el porcentaje de
la población que pasa hambre y esto no es por falta de alimentos sino por
factores relacionados con la guerra, la logística, etc. La humanidad se
ha multiplicado, pero sin embargo vive mucho más y en mejores condiciones. La
amenaza de que la superpoblación haría escasear los recursos y el espacio ha
sido rotundamente desmentida por los hechos. Malthus no pudo prever que la
economía crecería mucho más que la población, generando una gran cantidad de
riqueza en un período brevísimo. Respecto del espacio, utilizamos sólo una pequeña parte del
planeta, aun descartando zonas inhóspitas. Las alarmas encendidas
por Malthus no tuvieron en cuenta la increíble capacidad humana para crear
ciencia y tecnología que adaptara el espacio y los recursos, de manera que no
existe un solo indicador que mida el bienestar humano que no haya mejorado en
los últimos dos siglos.
Sin embargo, a pesar de ser los humanos
una especie generadora de semejantes proezas, triunfan en el mundo ideologías
que nos consideran como agentes contaminantes, viles ofensores de un planeta
que padece nuestra existencia. Poco difiere el fallido argumento malthusiano de
la prédica ecologista ligada a las políticas que proponen desandar el camino de
crecimiento, confort y calidad de vida humanos para evitar, de nuevo, el
apocalipsis de insostenibilidad generado por el Homo sapiens. Se trata de un
denodado ejercicio de autohumillación.
El relato que describe a la humanidad
como un parásito del planeta es recurrente y volvió con renovados bríos en el
emblemático año 1968 cuando Paul Ehrlich publicó “La bomba de población”, libro
tan exitoso como su par malthusiano y que sostenía la misma tesis.
Algo muy interesante sucedió cuando el
economista contemporáneo Julian Simon sostuvo justamente lo contrario: que el
crecimiento de población es la base de la abundancia de recursos porque es la
gente la fuente de las innovaciones y cuanta más haya, mayor cantidad de
recursos y mayor eficiencia en su uso. Simon le hizo una apuesta a Ehrlich: que eligiera una
canasta con materias primas que creyera que iban a ser menos abundantes y, por
tanto, más caras a futuro. Si realmente esa canasta se volvía más costosa en
diez años, Ehrlich habría ganado la apuesta, caso contrario el victorioso sería
Simon. Ehrlich eligió cobre, cromo, níquel, estaño y tungsteno. En el período
de la apuesta, para la década del 80 del siglo pasado, la población mundial
aumentó en más de 800 millones de personas, pero los cinco materiales estaban
más baratos. Simon tenía razón.
Otro ejemplo del mismo dogma malthusiano
se encuentra en el resumen anual del Foro Económico Mundial, más conocido como
Foro de Davos (sí, sí, ese de “no tendrás nada y serás feliz») de 1973, en el
que se comenzaron a discutir cómo establecer nuestros “límites para el
crecimiento”. Unos años antes se había fundado el Club de Roma, otro grupo de
expertos e iluminados que encargó en 1972 un texto que justamente se llamó “Los
límites del crecimiento”. La alarma era la misma: la gente vs. el ambiente y
sus recursos. El texto anunciaba catástrofes que, por supuesto, jamás se
concretaron, pero las soluciones propuestas para el futuro seguían siendo las
mismas: reducir la población y el nivel de consumo. Tal cual le pasó a Malthus,
su fracaso predictivo fue un éxito editorial, traducido a 30 idiomas y vendido
por millones.
"Poco difiere el fallido argumento
malthusiano de la prédica ecologista ligada a las políticas que proponen
desandar el camino de crecimiento, confort y calidad de vida humanos para
evitar, de nuevo, el apocalipsis de insostenibilidad."
Lo que la humanidad debería revisar, más
que su huella planetaria, es su apego a los embaucadores y a las predicciones
fracasadas. El neomalthusianismo está más vivo que nunca en el ecologismo
político que propone limitar el crecimiento y el desarrollo para evitar un
desequilibrio que, como se ha demostrado, carece de asidero. Las políticas
ecologistas proponen recuperar la sostenibilidad limitando el bienestar.
Calefaccionarse menos, comer peor, viajar menos, producir y consumir menos
energía. Y desde ya, estas propuestas se erigen como leyes de sostenibilidad
mundial. Si bien el fracaso de la
planificación centralizada es una constante en la historia, la excusa ecológica
ha servido para que reviva la idea de una política pública global de control
sobre todos los ciudadanos del mundo, la Agenda 2030.
Las ediciones sucesivas de las cumbres,
foros y congresos que concentran cientos de jefes de Estado son un aquelarre
destinado a afirmar, en cada ocasión, que el mundo está en grave peligro. En la
misma tónica el
Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU (IPCC) se ha
convertido en la autoridad encargada de avalar este alarmismo a pesar de que
existen cientos de científicos desmontando una tras otra todas sus tesis.
Es abrumadora la lista de predicciones del IPCC no cumplidas, pero
curiosamente, pasa lo mismo que con las voces catastrofistas del pasado, sus
yerros son venerados por la prensa y los gobiernos. Las predicciones de la ONU
fallaron una y otra vez, las climáticas, las alimenticias, las sanitarias. Sin
embargo, no han cambiado su prédica contraria al libre desarrollo humano.
Los malthusianos, los de antes y los de
ahora, han descartado siempre la masiva capacidad de crear prosperidad de la
especie que más detestan: la humana. El periodismo alarmista es parte de este
problema, toman fragmentos de titulares, buscan el escándalo y jamás dicen que
los escenarios cataclísmicos tienen una probabilidad minúscula de ocurrir, ¡y
eso consta incluso en los informes del IPCC! Los desastres naturales han
disminuido en un 90% en el último siglo, pero los titulares de los periódicos
se regodean con las imágenes de incendios o inundaciones como si fueran plagas
divinas, venganzas de la madre Tierra. Omiten decir que padecemos menos las inclemencias
porque somos más ricos y desarrollados, y, por ende, podemos defendernos mejor.
Son nuestras adaptaciones las que nos protegen, no las que nos condenan. Pero
esta difusión ignorante y alarmista es la base de las creencias del público
masivo.
Esto ocurre porque la ideología de la ecología política no tiene por
objetivo el progreso científico, si así fuera, no silenciarían ni
desprestigiarían a quienes debaten con sus teorías científicas. Se trata sólo
de dar soporte narrativo para el intervencionismo creciente, y si la evidencia
no se amolda, peor para la evidencia, lo político es sagrado y está primero.
El ecologismo político es
sistemáticamente anticapitalista. Sospechosamente, va contra el sistema que en
200 años generó tanta prosperidad que dio por tierra con el ensayo de Malthus,
casi parece una venganza. Ve, en el desarrollo y el crecimiento que
consiguieron que la vida sea más larga, un mal por sus efectos sobre la
naturaleza. El problema es mayúsculo porque se trata de la ideología predominante
y está creando pesimismo y aprensión respecto del fu-turo, afectando
particularmente a las nuevas generaciones que se perciben como enemigas del
planeta. El alarmismo climático está provocando depresión y angustia en los
niños obligados a consumir este dogma permanentemente: en la escuela, en las
redes, en los medios, en el marketing, en el deporte. Un relato verde destinado
a proyectar vergüenza y culpa, adoctrinando a los niños para que sean agentes
de su ideología.
El ecologismo neomalthusiano cree que
las soluciones provienen de la imposición de multas, cupos y restricciones al
crecimiento, siempre por medio del control y la regulación del Estado. Cada
reunión de líderes mundiales reclama mayores intervenciones para frenar nuevos
apocalipsis siempre inminentes. Pareciera que la creencia en el apocalipsis
ambiental les proporciona un propósito místico, un modo de elevación espiritual
y se consideran a sí mismos como semidioses que crean el bien a costa de
sacrificar la vida de muchos, pero nunca la propia. Por eso usan sus jets privados para reunirse y
decir que los simples mortales debemos dejar de usar el combustible de un
simple automóvil. Más y más
intervención de los expertos iluminados para amoldar el comportamiento de los
ciudadanos. Más y más ingeniería social que es, ni más ni menos, que más poder
para regular nuestras vidas.
Como cada vez que se juntan los líderes
atacados por el neomalthusianismo, la conclusión a la que llegan es que la
única forma de resolver estos grandes problemas es a través de una gobernanza
centralizada de expertos. Tal es la propuesta de la Agenda 2030 y del famoso
Gran Reinicio. El ecologismo político cree que debemos cambiar nuestro modo de
vida de manera radical y ese dogma no puede ser cuestionado.
La Agenda 2030 es un libro sagrado rubricado por la inmensa mayoría de los
líderes y poderosos del mundo. El enemigo es, claro está, el ser humano libre,
capaz de elegir por sí mismo su futuro.
Pocas espadas más eficientes al servicio
del colectivismo como la narrativa verde, no existe gobierno, plataforma
electoral, organización o empresa que no la tenga como fin y misión. Todo, por
supuesto, ha de ser sostenible, palabra mágica que no dice mucho, pero que lo
es todo. Tenemos
políticos e influencers dándonos sermones en los que nos culpan, como especie,
de ser responsables de catástrofes que no se han cumplido ni por aproximación.
Pero no hay caso, el ecologismo neomalthusiano, pese a los datos que desmienten
tanto a su precursor como a sus sucesivos profetas, siguen anunciando peligros
que son causados por la intervención humana sobre la naturaleza. Es evidente
que el verdadero enemigo es, para los neomalthusianos, la humanidad misma.
Privilegian a la naturaleza como a una diosa, antes que a la humanidad.
Asistimos inermes, mientras tanto, a
políticas de decrecimiento, que es eso que llaman “sostenible”. Propuestas que
detienen o ralentizan el crecimiento económico y que estancan a los países más
pobres. No existe forma de que los países salgan del subdesarrollo sin fuentes
de energía sólidas como la fósil o la nuclear, oponerse a ellas es lisa y
llanamente ecocolonialismo y es criminal. Las alarmas ambientales de cualquier
índole no se evitan empobreciendo la calidad de vida, sino apostando a las
soluciones que la humanidad, libremente, va a encontrar como lo viene haciendo
desde que es especie.
Afortunadamente, todas las predicciones
de que la existencia de la humanidad empeoraría han sido un rutilante fracaso.
No hay apocalipsis en el horizonte, estamos mejor que hace dos siglos y, si
somos libres, estaremos mejor en el futuro. Los humanos no nos resignamos,
creamos, somos pensantes, encontramos soluciones. Por eso, cada generación ha
disfrutado de una calidad de vida superior creada por sus congéneres
anteriores. Pero la Agenda 2030 está a punto de cambiar esa ecuación ¿Dejaremos
que el ecologismo neomalthusiano consiga que nuestros hijos vivan peor que
nosotros?
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(Fuente: Faro Argentino, abril 24, 2022)