Por Monseñor
Héctor Aguer
Los términos «indietrismo» e
«indietrista» ya ocupan un lugar en el lenguaje eclesiástico, en el más alto
nivel. Obviamente, se los ha acuñado y se los emplea según una interpretación
peyorativa, y aún despectiva. No habría vicio peor en la Iglesia que esa
presunta rémora al cambio y al progreso. Yo, en cambio, los comprendo
atribuyéndole un sentido elogioso. El italianismo puede expresarse en un
castizo axioma italiano: Per andare avanti bisogna prima tornare indietro.
¿Cómo se explica esta paradoja? ¡Para avanzar es preciso retroceder!
Refiriéndonos a la marcha de la Iglesia, se puede decir: al verdadero progreso
(un progreso no progresista), el católico se dirige hundiendo sus raíces en la
gran Tradición eclesial. Los «indietristas» van acompañados en la vituperación
por los «restauracionistas». El equívoco consiste en que no es menester
restaurar la Tradición, que ella es siempre vital y actual; no es una pieza de
museo. Restaurar significa reconocerla, otorgarle el valor que la caracteriza
como totalidad, rechazando las pretensiones progresistas.
Tornare indietro no equivale a
retroceder hacia el refugio de un pasado mítico, sino a encaminarse
esperanzadamente a un futuro que no es una gnosis progresista, sino que se
enfila homogéneamente en la línea de la gran Tradición. Ésta, siempre actual,
utiliza un lenguaje renovado (habla nove) pero no introduce la heterogeneidad
de cosas nuevas (nova). La distinción procede del siglo V; su autor es San
Vicente de Lerins, un monje galo-romano, obispo y Padre de la Iglesia. Su
fórmula reza, en buen latín, que la enseñanza, la liturgia, las instituciones
eclesiales, se desarrollan in eodem scilicet dogmate, eodem sensu, eademque
sententia. Eodem es la mismidad. La heterogeneidad, la intromisión en la vida
eclesial y en su marcha de la cultura secular, o los inventos que mentes
eclesiásticas calenturientas pretendan transmitir al futuro constituyen el
error, la herejía. En aquellos términos del Lerinense, o en otros sinónimos se
ha expresado siempre la ortodoxia de la Gran Iglesia, la Katholiké, repudiando
toda división (hairesis), toda herejía. Es oportuno, al modo de una rápida
digresión, reconocer que se llama ortodoxia no sólo a la rectitud (ortós)
doctrinal, sino también al verdadero culto, a la adoración, la Gloria de Dios.
Dóxa, en el Nuevo Testamento es la Gloria, que cantaron los pastores y los
ángeles en Belén ante el asombroso Misterio de la Encarnación.
En los años ’50 del siglo pasado, más o
menos, el dominico Marín Sola proponía «la evolución homogénea del dogma
católico», y en 2007, Benedicto XVI, en su motu proprio Summorum Pontificum,
ponía en legítima circulación la Misa de siempre, que nunca había sido abolida.
Estos datos explican el auténtico sentido del «indietrismo». Entre paréntesis,
cabe pensar que el motu proprio Traditiones custodes se opone a la unánime
Tradición de la Iglesia, y descarta las decisiones de los papas San Juan Pablo
II, y Benedicto XVI. Muchísimos obispos no lo toman en cuenta, y a modo de un
indulto permiten a sacerdotes y fieles celebrar con el Misal aprobado, en 1962,
por Juan XXIII.
Desde hace una década, el clima se ha
enrarecido en la Iglesia. Con el pretexto de afirmar el valor y vigencia del
Concilio, que algunos inquietos impugnan, se difunde el contrabando, la
mercadería falsa del posconcilio, que es la deformación del Vaticano II. No
viene al caso --quiero decir que es ajeno a mi propósito en estas líneas-
discutir si en efecto Concilio y posconcilio difieren, y en qué medida. Los
historiadores, dentro de un siglo por lo menos --recién ha transcurrido poco
más de medio siglo desde 1965, año en que se clausuró aquella gran asamblea-,
estudiarán con la perspectiva y objetividad que el tiempo concede el Concilio
de los papas Juan y Pablo; y establecerán si fue una jornada gloriosa de la
Iglesia, o una auténtica calamidad, al igual que otras que se padecieron en el
pasado. Aunque diversos grupos discuten ya sobre este problema, conviene
recordar que Benedicto XVI ha señalado que el Concilio son los 16 documentos
promulgados, votados por una mayoría que en algunos casos se acercaba a la
unanimidad. Asimismo, habría que evocar los dichos del papa Montini: «Nosotros
esperábamos una floreciente primavera, y sobrevino un crudo invierno»; «por
alguna rendija el humo de Satanás se introdujo en la Casa de Dios». La Iglesia
es un Misterio; está integrada por santos y pecadores. Si subsiste siempre
siendo ella misma, es por la presencia de Jesús --que Él nos ha asegurado- y la
unión de los miembros santos con Él, los santos del Cielo y los que, en la
secreta hondura de Ella, viven en la Tierra. Así ha afrontado los más
tormentosos avatares.
Lo que vengo escribiendo parece un largo
proemio; espero con él haber dado razón de la existencia del «indietrismo» y
los «indietristas», que lejos de desaparecer serán siempre más, porque la
mayoría de ellos son jóvenes que atraerán a otros jóvenes. El «indietro»
asegura el «avanti». Es un juego desconcertante de la Providencia de Dios.
La fisonomía espiritual del
«indietrista» tiene idealmente por base la fe en la unicidad e identidad de la
Iglesia, y el amor a ella, a pesar de las apariencias contrarias que exhibe el
progresismo. Como se ha dicho, Cristo y los santos del Cielo y de la Tierra,
unidos a Él constituyen la Iglesia. Según el Misterio de la Encarnación y su
lógica en la que cabe la infirmitas Christi, la Iglesia que como dijo Pascal es
«Cristo extendido y perpetuado», soporta inviernos y noches, la historia lo
muestra. Esta realidad --las limitaciones- no pueden conmover la fe de un «indietrista»,
ni recluirlo en la amargura de una crítica resentida, despiadada. Al contrario,
la consideración de aquellas lo impulsan a amarla con dolor penitencial, y a
orar por todos sus miembros. La súplica tendrá por objeto la deseada Luz de la
Verdad, y la superación de las circunstancias negativas, con la conversión de
los responsables de las aflicciones. De un modo particular, ha de rezar por los
pastores del Pueblo de Dios, para que lo apacienten con caridad según la
voluntad del Señor. La mirada de la Fe se posa en el Resucitado, y lo contempla
en medio de los siete candelabros de oro, como Señor de la Iglesia (cf. Ap 1,
12ss.). La humildad y la caridad --suelo y cima- sostienen esa mirada propia de
la Fe.
Dos dimensiones que expresan la rectitud
de la Fe o bien su caída en el relativismo son la Liturgia y la cultura
cristiana. El Culto Divino está desviado en el culto del hombre; la
banalización y la degradación de la Liturgia son prácticamente universales. Me
detengo en unos pocos ejemplos que muestran el extremo al que se puede llegar.
Dos hechos se registraron en este rincón sureño que es la Argentina: un obispo
celebrando misa en la playa, sin ornamentos, salvo la estola sobre su hábito
playero y un mate en lugar del Cáliz; y un sacerdote celebrando disfrazado de
payaso. Para muestra basta un botón, reza el refrán, aunque la pérdida de
exactitud, solemnidad y belleza son generales. En Italia un caso recentísimo:
un párroco ofició el Santo Sacrificio en el mar, en una colchoneta inflable,
con jóvenes feligreses en traje de baño, que asistían desde la costa. Parece
que su obispo se limitó a reprenderlo, pero la Fiscalía local abrió una
investigación de oficio por el delito de «ofensa a la Religión», penada por la
legislación italiana. Se dirá que son casos insólitos, pero ¿hubieran ocurrido
50 o 60 años atrás? Además, se destacan en medio de una banalización general:
la Liturgia exige que quien asiste se sienta bien, y pase un buen rato.
La Fe es el fundamento de una cultura
cristiana, una visión del mundo y del hombre -Weltanschauung, dicen los
alemanes- En el proceso de evangelización se recrea de continuo lo que lleva el
sello del cristianismo, y que implica un juicio sobre los valores y antivalores
vigentes en la sociedad que recibe el Evangelio, para resolver acerca de su
compatibilidad y para purificarla de los errores y defectos que contenga.
Actualmente la autoridad de la Iglesia se acusa de imponer una cultura ajena al
pueblo evangelizado, y pide perdón por ello. Este es el momento de observar que
la Fe llega en el «envase» de una cultura: las verdades de la Fe están
formuladas según la síntesis del pensamiento judío y la metafísica griega,
desposorio que ya había comenzado en el período del Antiguo Testamento, como lo
demuestra la traducción de los LXX, que vertió en la lengua griega la Torá, los
Nebiyim, y los Ketuvim, de Israel. El Señor encomendó a los Apóstoles hacer
discípulos (mathēteusate, Mt 28, 19) en todos los pueblos (panta ta ethnē, Mt
28, 19). La enseñanza y el Bautismo van constituyendo una manera de pensar,
sentir y obrar; no se trata de una ideología ni de una gnosis, como lo son los
«nuevos paradigmas» preconizados por el progresismo. No toda cultura ancestral
es compatible con la novedad de la Fe y la vida cristiana; la inculturación del
cristianismo transmite una Tradición que purifica los valores vigentes y asume
lo mejor de ellos sin que aquella tradición sea menoscabada o alterada.
Me detengo ahora en dos cuestiones
finales que preocupan a los «indietristas» y los afligen a causa de las más
recientes posiciones de Roma. La primera es el relativismo en la expresión de
la doctrina y la casuística laxista que pretende revisar las posiciones
tradicionales en materia de Teología Moral. El caso más notorio es el propósito
de cambiar la prohibición de la anticoncepción artificial, decidida por Pablo
VI en la encíclica Humanae vitae (1968). El nombramiento de Mons. Vincenzo
Paglia al frente del organismo correspondiente (Pontificia Academia para la
Vida) es una movida inicial en la dirección predicha. Ahora se agita la
cuestión de la infalibilidad de la que no goza el texto del Papa Montini. Es
verdad que el Pontífice no declaró hacer uso de esa prerrogativa, pero el
contexto indica la voluntad de establecer una doctrina definitiva ante una
opinión contraria a la Tradición que se había difundido bajo el viento del
«espíritu del Concilio». Es doloroso recordar que la posición errónea sostenida
en la cultura contemporánea había penetrado en la Iglesia; varias Conferencias
Episcopales se declararon contra la Humanae vitae. Ahora Roma pareciera querer
sumarse al error contra el Orden Natural, hacia lo cual apunta el nombramiento
del obispo Paglia. Lo que corresponde --lo digo modestamente, y con todo
respeto- es que el Sumo Pontífice ratifique la enseñanza de su predecesor, pues
se trata de una cuestión indiscutible.
El otro tema es la afirmación de la
Verdad y la unicidad de la Religión Católica como la única verdadera Religión.
Muchos comentarios al Concilio Vaticano II han apuntado a una interpretación
relativista del diálogo interreligioso. Próximamente se realizará una reunión
de líderes religiosos de todo el mundo; el Papa ha sido invitado, y participará
de ella. ¿Qué mensaje puede transmitir esa reunión cumbre, sino que todas las
religiones son igualmente válidas? En la senda del Vaticano II habría que
aclarar que, aunque las diversas religiones contengan algunos valores, la
Católica es la única verdadera querida por Dios. Puede afirmarse esta doctrina
tradicional sin ofender a nadie. También en este caso el «indietrismo» recupera
una afirmación que era indiscutible 60 años atrás. Ese tornare indietro asegura
el futuro del catolicismo, ¡siempre avanti!
Infocatólica, 23/08/22