Nos corresponde reflexionar sobre la
Doctrina Social de la Iglesia (DSI), que es, según el Cardenal Martino, “el
secreto mejor guardado de la Iglesia Católica”; precisamente, Renato Martino
presidía el Pontificio Consejo Justicia y Paz que redactó el Compendio de esta
rama de la teología moral.
El Compendio dedica su capítulo séptimo
a la Vida Económica, que comienza
señalando las dos posturas del Antiguo Testamento frente a los bienes
económicos y la riqueza: la primera, considerando una bendición de Dios la
disposición de los bienes materiales necesarios para la vida; la segunda,
condenando los bienes económicos y la riqueza cuando hay mal uso. En
consonancia con el antecedente bíblico, la DSI enseña que la economía posee una
connotación moral, en lo que se diferencia sustancialmente con las teorías
contemporáneas más conocidas.
Es que, desde el Renacimiento, la ética
dejó de vincularse con la economía, en un proceso que llega a expresar, con
Keynes: Por tanto, después de todo, las
tasas reales de ahorro y gasto totales no dependen de la precaución, la
previsión, el orgullo o la avaricia. La virtud y el vicio no tienen nada que
ver con ellos.
En una conferencia, el entonces Cardenal
Ratzinger, criticó la perspectiva de Adam Smith de que: “cualquier acción moral
voluntaria contradice las reglas del mercado”. Por el contrario, las reglas
sólo funcionan cuando existe un consenso moral que las sostiene. Pues si el
individuo carece de una regulación moral adecuada, tiende a subordinar a sus
intereses egoístas el uso de los bienes que posee. Este egoísmo -alentado por
el individualismo- trae aparejada toda clase de abusos e injusticias. Quien
posee tiende a imponer condiciones injustas a quienes no poseen bien alguno,
con el objeto de aumentar las propias ganancias, como lo atestigua la historia.
La Iglesia siempre ha defendido, con
energía, que la propiedad privada de los bienes materiales es un derecho
natural de la persona, cuyo respeto y protección es fundamental para la paz y
la prosperidad sociales. En efecto, si el hombre es un ser racional, libre y
responsable, la primera proyección de su naturaleza en el campo de los bienes
económicos, de los cuales ha de servirse para vivir y alcanzar su plenitud, es
precisamente la propiedad privada y personal sobre tales bienes.
No obstante lo señalado, el derecho de
propiedad es un derecho secundario o derivado. De la tendencia natural a
nuestra conservación, deriva el derecho de todo hombre a la libre disposición
de los bienes necesarios a dicha subsistencia; este derecho es anterior al
derecho de propiedad privada sobre los mismos. Esta reflexión pone de
manifiesto la gravedad del error liberal, según el cual la propiedad no admite
limitación alguna so pena de verse destruida en los hechos. Por el contrario,
el orden natural señala que este derecho no es un derecho absoluto sino
subordinado a otro aún más fundamental y anterior (MM, 43).
Si el liberalismo fue sensible al hecho
de que, si se traba la iniciativa privada, no habrá producción abundante de
bienes económicos, las corrientes socialistas reivindicaron otra verdad
parcial, a saber, que el uso de los bienes ha de ordenarse a las necesidades
sociales. El error de ambos planteos, es haber desconocido que ambas
afirmaciones no son excluyentes sino absolutamente complementarias.
Tales situaciones parten del
desconocimiento de la función social de la propiedad. Este concepto complementa
y equilibra la función personal antes explicada. Siendo la propiedad un derecho
derivado, su ejercicio efectivo ha de ordenarse no sólo a la satisfacción de
las necesidades individuales, sino también al bien común de la sociedad
política. Los bienes de los particulares deben contribuir a solventar todas
aquellas actividades y servicios de utilidad común, que son indispensables a la
buena marcha de la sociedad. Ello requiere una justa distribución de los
ingresos, cuyo arbitraje supremo deberá ser ejercido por la autoridad política.
Por eso, Juan Pablo II, en el discurso inaugural de la Conferencia Episcopal de
Puebla (1979), afirmó que sobre toda propiedad privada grava una hipoteca
social.
En el orden nacional, el Estado deberá
cuidar que todos los miembros de la comunidad reciban y puedan obtener con
facilidad, los bienes necesarios. Y sobre los superfluos, podrá orientarlos
cuando vea que la distribución no se hace con la debida facilidad, a través de
la aplicación por parte de los mismos propietarios, al fin social. Cuando el
propietario descuida el compartir sus bienes o la discreción en el uso de los
mismos, la sociedad tendrá derecho a intervenir en defensa de la destinación
universal de los bienes. De aquí nace la función rectificadora del Estado
acerca de la propiedad privada.
No basta, por cierto, reconocer
jurídicamente el derecho de propiedad, sino se verifica en la realidad el
derecho a la propiedad (MM, 113). Hoy, más que nunca, existe la posibilidad de
difundir la propiedad, pues los recursos técnicos y el mayor dominio de los
recursos naturales, lo permite, si se aplica una adecuada política económica y
social (MM, 115). Pues las relaciones económicas no surgen de hechos fortuitos,
sino como resultado de la conducta humana. No hay fatalidad en la economía. Si
bien la ciencia económica, posee sus propias leyes y métodos, la economía como
actividad humana debe estar subordinada a la política y a la moral, para que
sea posible un recto Orden Económico. Recordemos que ordenar es disponer las
cosas a un fin; es una operación de la inteligencia, no de la voluntad.
Desde una perspectiva doctrinaria,
podemos mostrar las alternativas que puede presentar un orden económico, según
el enfoque intelectual y político que se elija. Seguimos de cerca la
clasificación del Prof. Palumbo.
i) Algunos consideran que el Orden Económico surge sólo, por interacción de
los factores. Es la hipótesis liberal de la “mano invisible”, que va
disponiendo las cosas de tal modo que se produce un equilibrio de intereses en
el mercado.
La Iglesia rechaza esta hipótesis, que
no se ha verificado nunca en la historia. Por el contrario, considera que:
“No se puede confiar el desarrollo ni al
solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la
sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de
falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre
de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la
persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción.”
(GS, 65)
ii) Cuando el Orden Económico es diseñado por el Estado y realizado por él
mismo, se cae en el estatismo. El párrafo citado anteriormente explica
los motivos del rechazo de esta posición, por parte de la Iglesia. La
experiencia histórica demuestra que una economía estatizada anula la libertad
de los ciudadanos y de los grupos sociales, además de resultar ineficiente en
el largo plazo.
iii) El Orden Económico diseñado por el Estado, pero realizado por los
particulares, con la mayor libertad posible, es el promovido por la Iglesia.
No corresponde al Estado “hacer” en
materia económica, sino “ordenar y coordinar”. La justicia impone los límites a
la libertad de los particulares en este campo, así como las cargas que puede
imponer la autoridad pública. En efecto:
“Toca a los poderes públicos escoger y
ver el modo de imponer los objetivos que hay que proponerse, las metas que hay
que fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas
las fuerzas agrupadas en esta acción común. Pero han de tener cuidado de
asociar a esta empresa las iniciativas privadas y los cuerpos intermedios.
Evitarán así el riesgo de una colectivización integral o de una planificación
arbitraria que, al negar la libertad, excluirá el ejercicio de los derechos
fundamentales de la persona humana.” (PP, 33)
La economía es principalmente una
relación del hombre con las cosas. Pero con un determinado tipo de cosas
únicamente, que son las cosas escasas y útiles. Escasez y utilidad, son
necesarias para que las cosas tengan valor económico. De esta relación, surge
una ley fundamental de la economía que es la Ley de la oferta y la demanda.
Una cosa, en la medida en que es más
necesitada o es más escasa tiende a aumentar su valor, y tiende a disminuirlo
en la medida en que es más abundante.
Lo aberrante del liberalismo no consiste
en defender esta ley natural y espontánea de las relaciones económicas, sino
pretender que esa tendencia funcione fuera de todo encuadramiento y
subordinación a leyes superiores. Que esta ley sea espontánea en la economía,
no quiere decir que no se pueda hacer un ordenamiento inteligente de esa
tendencia natural.
Existe una segunda ley fundamental de la
economía que es la Ley de Reciprocidad en los Cambios, que tiene por virtud
ordenar las tendencias espontáneas del mercado al Bien Común, siendo por eso,
al mismo tiempo, una ley política. La ley de reciprocidad en los cambios, es la
condición o supuesto previo para que la ley de la oferta y la demanda funcione
regularmente sin deformar y desequilibrar la economía de una sociedad.
Esta ley fue expuesta por Aristóteles en
el libro V de la Ética a Nicómaco, donde sostiene que debe haber un valor
equivalente entre lo que se da y lo que se recibe. Porque si alguien “da más y
recibe menos, desaparece su razón para vivir en sociedad”.
Por eso, las dos leyes fundamentales de
la economía deben funcionar necesariamente juntas, representando: la ley de la
oferta y la demanda, la espontaneidad, la vitalidad y la libertad de los
intercambios económicos; y la de reciprocidad en los cambios, la armonía de la
estructura económica, la justicia social, y el crecimiento sostenido de la
economía, libre de dependencias y condicionamientos exteriores.
La Encíclica “Centesimus Annus”
considera justo rechazar un sistema económico que asegura el predominio
absoluto del capital respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre, y
no garantiza el bien común mediante un sólido contexto jurídico. Cuando el
capitalismo asume este enfoque, se considera inaceptable.
Promueve, por el contrario, una sociedad
basada en el trabajo libre, en la empresa -entendida como comunidad de hombres-
y en la participación. Este tipo de sociedad, acepta el mercado como un
instrumento eficaz para colocar los recursos y responder a las necesidades,
pero exige que sea controlado por las fuerzas sociales y por el Estado, de
manera que garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la
sociedad. Cuando el capitalismo responde a esta descripción, se considera
aceptable.
La distinción, contenida en el párrafo
42 de la encíclica, no resulta ambigua, pues se encuadra en la diferencia que
los especialistas han formulado, entre dos tipos de capitalismo: el anglosajón
y el renano. La primera parte del párrafo, señala el capitalismo anglosajón,
que, en líneas generales, coincide con el concepto de neoliberalismo. La
segunda parte, describe lo que se conoce como capitalismo renano.
En otra parte de la encíclica (p. 19),
el pontífice destaca el esfuerzo positivo que realizan algunos países para:
“evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto de referencia de la
vida social y tienden a someterlos a un control público que haga valer el
principio del destino común de los bienes de la tierra.” Luego detalla los
aspectos positivos:
► una cierta abundancia
de ofertas de trabajo;
► un sólido
sistema de seguridad social;
► la libertad de
asociación y la acción incisiva del sindicato;
► la previsión
social en casos de desempleo.
Esta caracterización corresponde,
precisamente, al capitalismo renano, que es el sistema económico que tiene
vigencia en varios países, en especial: Alemania, Italia y Japón. La mención de
este antecedente es importante para que no se tome a la enseñanza social de la
Iglesia como a una “utopía” -lugar que no existe-, sino que, al menos
parcialmente, coincide con experiencias concretas de la realidad.
Capítulo clave de la doctrina social en
materia económica, lo constituye la necesidad de la participación del Estado
(CA, p. 15), que debe actuar:
A) Indirectamente, según el principio de subsidiariedad, pues el orden
económico debe estar a cargo de los particulares, salvo en situaciones
excepcionales. No corresponde al Estado “hacer”, en materia económica, sino
“ordenar” la actividad para que los particulares ejecuten. La acción del Estado
debe consistir en: fomentar, estimular, ordenar, suplir y completar, la
actividad de los particulares.
La interpretación neoliberal que
atribuye al Estado poder actuar sólo por delegación de los particulares, es
insuficiente. Lo correcto es que el Estado actúe siempre como gestor del bien
común, orientando la economía y, en casos excepcionales, realizando
directamente actividades que no pueden ser ejecutadas por los particulares.
B) Directamente, según el principio de solidaridad, para:
► corregir
abusos: usura - monopolio, etc., pudiendo usar el instituto jurídico de la
expropiación;
► redistribuir
la riqueza: aplicando la ley de reciprocidad en los cambios. Mediante, por
ejemplo, la política impositiva y la seguridad social.
No es suficiente reconocer el deber de
intervención estatal en la economía, es necesario también limitar esa
intervención. Pues la regulación estatal no debe anular o afectar gravemente la
propiedad y la libertad individuales. Advierte el Papa que “se olvida que la
convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya
que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar el Estado y
el mercado.” (CA, p. 49)
Por eso, la Doctrina Social de la
Iglesia no acepta:
Ni la no- intervención de la autoridad
pública en materia económica
Ni la intervención total.
La doctrina social parte de una actitud
realista, que conoce la lucha eterna entre el bien y el mal a que está sometido
el hombre, y por ello “valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y
de la filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación.”
(CA, p. 54). Como definió Pío XII esta doctrina está fijada definitivamente en
sus principios fundamentales, pero se adapta a las situaciones variables a las
que debe aplicarse (Aloc. 29-4-1945). Por ello, desde Populorum Progressio
hasta la última encíclica social, Caritas in Veritate, ha hecho hincapié en el
concepto de desarrollo humano. El desarrollo es algo más que simple crecimiento
económico; “es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida
menos humanas, a condiciones más humanas” (PP, 20). La economía debe estar al
servicio del hombre, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y
espirituales.
Juan Pablo II (CA, 35) advirtió sobre la
necesidad de un sistema económico apto para la realidad contemporánea, basado
en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil. La solidaridad
requiere que todos se sientan responsables de todos; por tanto, no se la puede
dejar solamente en manos del Estado. Junto a la empresa privada, orientada al
beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poderse establecer
y desenvolver aquellas organizaciones productivas que persiguen fines
mutualistas y sociales. Es lo que Stefano Zamagni llama economía civil: “el
conjunto de todas aquellas actividades en las que, ni la coerción formal ni la
finalidad del beneficio, constituyen el principio formal de tales actividades.
En otras palabras, mientras en los sectores estatal y del mercado privado, el
principio de legitimidad de las decisiones económicas está constituido, en un
caso, por el derecho de ciudadanía y, en el otro, por el poder de adquisición,
en la economía civil está constituido por el principio de reciprocidad”.
En las relaciones económicas, “el
principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad,
pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria”. Iniciativas
concretas, como la denominada economía de
comunión, demuestran que es posible que en el mercado actúen personas y
grupos que optan por tipos de gestión alejados del mero lucro, sin perjuicio de
producir valor económico (CV, 37).
El ya citado Profesor Zamagni, consultor
del Consejo Justicia y Paz, y uno de los redactores de Caritas in Veritate, ha cuestionado desde la perspectiva cristiana
la tesis de la disminución económica,
de Serge Latouche que, como solución a las injusticias del sistema económico
actual, propone el decrecimiento. Explica que, etimológicamente, desarrollo
significa liberar los rollos, o sea los vínculos que limitan la libertad de la
persona; buscar las vías del desarrollo significa amar la libertad. Tres son
las dimensiones del desarrollo humano: la cuantitativo-material, la
socio-relacional, y la espiritual. Es verdad
que la dimensión cuantitativo-material opaca las otras dos, pero esto no
significa que, reduciendo el crecimiento económico se garantice el crecimiento
de las otras dos dimensiones. El desarrollo humano exige la armonía de las tres
dimensiones: procurando menos bienes materiales, más bienes relacionales y más
bienes espirituales. El antídoto al actual modelo no es la disminución
económica, sino la economía civil. Mientras la economía política busca el bien
total, la economía civil tiene como meta el bien común.
En conclusión, vivimos en una época,
signada por la globalización y enormes injusticias sociales; por eso, el
desarrollo humano exige un esfuerzo enorme, al que todos estamos llamados, y
obligados moralmente, por lo tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el
pesimismo, ni la pasividad. “Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se
puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia
divina en un momento dado de la historia, para hacer más humana la vida de los hombres
se habrá perdido ni habrá sido en vano.” (SRS, 48)
Fuentes:
CA,
encíclica Centesimus annus.
CV,
encíclica Caritas in veritate.
MM,
encíclica Mater et Magistra.
GS,
constitución Gaudium et Spes.
PP,
encíclica Populorum Progressio.
SRS,
encíclica Solicitudo rei socialis.
Garda
Ortiz, Ignacio. Seminario “Defensa e ilustración de la libertad económica”;
Buenos Aires, Fundación Forum, s/f.
Meneghini,
Mario. “Sumario de Doctrina Social”; Córdoba, Escuela de Dirigentes Santo Tomás
Moro, 2009.
Sacheri,
Carlos. “La Iglesia y lo social”; Bahía Blanca, La Nueva Provincia, 1972.
Widow, Juan Antonio. “El hombre, animal político”; Buenos Aires, Fundación Forum, 1984.