Foro Sanmartiniano
Con
motivo de los 172 años del fallecimiento del Padre de la Patria, reproducimos
parte del capítulo 5 de la "Historia del Libertador Don José de San
Martín", de Pacífico Otero, que está publicando el Instituto Nacional
Sanmartiniano.
Como lo verá el lector, la academia o el
colegio en que se formó San Martín como hombre de guerra lo fue la guerra
misma. Era el 1 de julio de 1789, cuando estando en Málaga dirigió al Conde de
Bornos una solicitud para que se le admitiese como cadete en el regimiento de
Murcia. En esa solicitud recordaba San Martín que era hijo del Capitán don Juan
de San Martín, que estaba agregado al Estado Mayor de dicha plaza y que, a
ejemplo de su padre y de sus hermanos, ya cadetes éstos en el regimiento de
Soria, deseaba él seguir igual carrera incorporándose en el regimiento de
Murcia. A ésta su solicitud acompañó San Martín los documentos del caso
-presumimos que entre éstos se encontraba la copia de su partida de bautismo
que lo acreditaba nacido en Yapeyú, virreinato de Buenos Aires-, y después de
examinados por la autoridad competente tomóse por el Marqués de Zayas esta
providencia: «Habiéndome el suplicante hecho constar con la debida formalidad
el concurrir en su persona todas las circunstancias que previene Su Majestad en
sus reales órdenes para la misión de cadetes, en esta calidad se le formará a
don José Francisco de San Martín asiento en el regimiento de infantería de
Murcia, cuyo Coronel dará las órdenes convenientes al cumplimiento de este
decreto».
Ignoramos la fecha exacta de su
incorporación a dicho regimiento, pero sabemos que al poco tiempo de ingresar
en Málaga como cadete, pasó de allí a prestar servicio en las guarniciones de
África. Es su propia madre quien nos dice que su hijo José «ha hecho tres
campañas en la defensa de las plazas de Melilla y Orán» y en su foja de
servicios leemos que su destacamento en Melilla duró cuarenta y nueve días.
Su bautismo de fuego recibiólo San
Martín, no en Europa, sino bajo el cielo africano, el 25 de junio de 1791. Se
encontraba en ese entonces en Orán con una compañía de granaderos cuando se
presentaron repentinamente los moros y se hizo necesario contener este asalto.
El joven cadete sólo tenía quince años, pero esto no fue obstáculo para que
diese pruebas de su valor, y durante treinta y siete días mantuvo la lucha
armada a que los defensores de dicha plaza se vieron obligados por el
insistente fuego de los asaltantes.
Del África, pasó San Martín con su
regimiento al ejército de Aragón y fue allí en donde le sorprendió la guerra de
España contra el Directorio. Hasta fines del siglo XVIII, como lo hemos visto,
el régimen de la autoridad apoyábase en el absolutismo. Los reyes eran
considerados como agentes de la divinidad, y más que un principio abstracto y
absoluto era la soberanía un privilegio personal y exclusivo de las testas
coronadas. Fueron las colonias inglesas de la América del Norte las primeras en
dejar sentir lo arbitrario de un tal principio, e insurreccionándose contra la
Metrópoli, que las gravaba con impuestos que creían injustos, demostraron que
el orden social podía fundamentarse sobre nuevas bases. La Francia, por su
parte, era el foco intelectual de las nuevas ideas, y aun cuando en España
estas ideas se habían granjeado un cierto proselitismo, triunfaban los
absolutistas y rechazaban como peligrosa toda doctrina que ponía en peligro los
tronos. Los Borbones de España estaban, además, entrelazados con los Borbones
de Francia. Existía así una razón de solidaridad entre esta y aquella Corte, y
para conjurar el peligro que se consideraba cercano a los Pirineos, los
políticos españoles creyeron que era necesario y aun impostergable el ir a la
guerra. Tres ministros, Floridablanca, Aranda y Godoy, sucediéronse en la
dirección de este negociado, y aun cuando el segundo fue quien proyectó la
coalición de España, Austria, Prusia y Cerdeña para hacer la guerra a los
revolucionarios franceses, sólo a Godoy tocóle el ser el ministro de esta
beligerancia. Llevado éste al poder más que por sus propios méritos por la intriga
y por el favoritismo -sabemos el flaco que por él tenía la Reina doña María
Luisa, esposa de Carlos IV-, comenzó su política entablando negociaciones con
la Convención. Sabían los miembros del gobierno revolucionario francés, o así
lo sospecharon, que el fin que perseguía el ministro de Carlos IV, no era tanto
la guerra, ya fuese para hacerla o para impedirla, sino la liberación de Luis
XVI, condenado ya al cadalso. Quisieron, pues, impedir el que se llegase a la
liberación de un monarca sobre cuya cabeza querían dejar sentir el peso brutal
y macabro de la guillotina, y adelantándose a los acontecimientos, el 7 de
marzo de 1793, los franceses declararon la guerra a España. Un gesto fue
respondido con otro gesto y pocos días más tarde, después de pactar una alianza
con Inglaterra, el Rey de España hizo por su parte otro tanto. Los preparativos
militares lleváronse a cabo con la celeridad que las circunstancias lo exigían.
El ejército español fue dividido en tres cuerpos y escalonado a lo largo de la
frontera, desde las provincias vascongadas hasta los Pirineos Orientales, sobre
el Mediterráneo. El General Ventura Caro, asumió el comando del primer cuerpo;
el del centro, que lo era el de Aragón, le fue confiado a Castel Franco, y el
destinado a actuar en Cataluña quedó bajo las órdenes del General Ricardos. La
campaña de 1793 puede considerarse en sentido general como favorable para las
armas españolas. El General Caro llegó a posesionarse de Hendaya y el General
Ricardos llevó su ofensiva hasta penetrar en el Rosellón. Las flotas inglesa y
española se dejaron sentir por el Mediterráneo, y Tolón cayó en manos de los
coligados.
A San Martín, joven cadete del
regimiento de Murcia, tocóle batirse contra los franceses en las diferentes
alternativas que tuvo el avance de Ricardos en el Rosellón. Distinguióse de una
manera sobresaliente en la defensa de «Torre Batera» y de «Creu del Ferro».
Tomó parte en los ataques a las alturas de «San Marzal», como en el que se
llevó a cabo contra las «Baterías de Villalonga», en octubre de 1793, y en
diciembre de ese mismo año participó en la salida a la «Ermita de San Luc» y en
el ataque al reducto artillado de «Banyuls del Mar».
El año de 1793 vínolo a finalizar San
Martín conquistando honrosamente sus primeros galones. El 12 de junio firmó Su
Majestad en Aragón una real orden nombrándolo segundo Subteniente en el
regimiento de infantería de Murcia, y el General Ricardos, que se encontraba en
su cuartel general de Thuir, escribió de su puño y letra al pie de este
documento: «Cúmplase lo que el Rey manda».
Después de esta ofensiva de Ricardos en
el Rosellón, las tropas españolas se retiraron al campo de Bulou y allí fueron
sorprendidas por un contraataque enemigo. Por desgracia, en ese momento el
ejército del Rosellón acababa de perder su jefe –el General Ricardos fue
sorprendido por la muerte en Madrid en momentos en que proyectaba una mayor
amplitud para sus operaciones-, y esto comprometió grandemente la suerte de las
armas españolas en aquella guerra. Comprobóse entonces lo desventajoso que
había sido el ir a la guerra con viejos métodos, y los franceses, que habían
adoptado la táctica de Federico el Grande, se encontraron en condiciones
ventajosas para decidir de una contienda en la cual no es sólo factor de
victoria el valor, sino también la disciplina y la inteligencia. En vista,
pues, de su inferioridad táctica, a los españoles no les quedó otro recurso que
la retirada. Ésta se hizo en forma honrosa y aun heroica, y en los días 16 y 17
de mayo rechazaron en «Port Vendres» dos ataques vigorosos del enemigo. En
ellos tomó parte con su regimiento y se destacó brillantemente en la defensa
del Castillo de San Telmo, llave estratégica de aquella posición, el
Subteniente José de San Martín. Los españoles no pudieron con todo mantenerse
en esa posición y se replegaron sobre «Colliure», donde esperaban encontrarse
con la escuadra del Almirante Gravina. No sucedió así y, ausente ésta, los
franceses atacaron las trincheras españolas, y después de tres días de duro
combate, a los defensores de Colliure -entre los cuales se encontraba San
Martín- no les quedó otro recurso que rendirse.
No en las mismas filas, pero sí en la
misma guerra del Rosellón, y a veces en el mismo lugar, se batieron contra la
República francesa, junto con San Martín, sus hermanos Manuel Tadeo y Juan
Fermín.
Como lo veremos a su hora, uno y otro
habían abrazado la carrera militar y realizado en ella grandes progresos. San
Martín no les superaba en años; pero, a pesar de ser el más joven, rivalizaba
en valentía, en arrojo y en disciplina.
La foja de servicios de Manuel Tadeo
como la de Juan Fermín y, como lo veremos igualmente a su hora, la de Justo
Rufino, son honrosas, pero lo son igualmente las de José, vale decir, las de
este joven soldado que, habiendo iniciado su carrera como cadete del regimiento
de Murcia, llegaba al grado de segundo Teniente en el mismo cuerpo, después de
batirse contra los franceses en el Rosellón, como antes lo había hecho en
África contra los moros, y cumpliendo diez y ocho años de edad.
Su escuela no había sido ninguna
academia, sino el propio campo de batalla, y viviendo la vida de los
campamentos habíase adiestrado en el manejo de las armas, en la táctica, o para
vencer o para burlar al enemigo y, sobre todo, en ese espíritu de rigidez y de
disciplina que, como soldado, le permitiría más tarde destacarse entre los
Capitanes del Nuevo Mundo. La primera página militar de San Martín fórmala así
un vivir de cinco años que lo lleva de Málaga a Orán, de aquí a Aragón y que
concluye con sus proezas junto al Mediterráneo, en esa parte donde los Pirineos
lucen toda su belleza geográfica.
El fracaso de esta guerra por parte de
España obligóla, como se sabe, a firmar en Basilea la paz. Esta política de
pacificación tenía su principal agente en el ministro Godoy; pero Inglaterra,
que veía en este pacto un trastorno o una amenaza a sus planes de hegemonía -la
guerra terminaba con una alianza entre los beligerantes-, no tardó en hacer
sentir su descontento. Por ese tratado de paz España cedía a Francia la parte
de la isla de Santo Domingo que le pertenecía y, en cambio, los franceses
evacuaban los territorios que ocupaban en la Península. Firmado el tratado de
paz, vino después el pacto de alianza, y ésta se hizo efectiva en San Ildefonso
el 18 de agosto de 1796. Sabía Inglaterra que esta alianza iba en detrimento no
sólo de su hegemonía, sino de sus intereses, y antes de que los aliados
estuviesen en condiciones de hacer una guerra victoriosa, adelantó el golpe, y
el 14 de febrero de 1797 su escuadra atacó a la escuadra española en el cabo de
San Vicente.
En ese entonces casualmente el
regimiento de Murcia, del cual formaba parte San Martín, integraba la dotación
de la escuadra española del Mediterráneo y tocóle así tomar parte en un combate
que finalizó con la pérdida de cuatro de sus mejores navíos.
Meses más tarde -15 de julio de 1798-,
«La Dorotea», fragata en la cual se encontraba embarcado San Martín cuando tuvo
lugar el combate del cabo de San Vicente, vióse atacada cerca de Cartagena por
el navío inglés «León», artillado éste con sesenta y cuatro cañones. Tanto el
comandante como los oficiales y la tripulación de esta fragata se defendieron
con gran denuedo; pero vista la inferioridad de sus fuerzas, el triunfo se
decidió por el enemigo y el combate terminó con el apresamiento de «La
Dorotea».
Un contraste semejante no fue en modo
alguno en desdoro de los marinos y soldados españoles, y Su Majestad, en
documento público, aprobó «su desempeño y su bizarría». El propio enemigo
testimonió «el atrevido valor» y destreza de los que habían salvado el honor
español a bordo de «La Dorotea», y San Martín, que figuraba entre la
oficialidad que los ingleses reconocían como brava, vino a merecer así el
elogio de éstos y el de su monarca.
Por esa época, informóse San Martín de
la muerte de su progenitor. El 4 de diciembre de 1796 el Capitán don Juan de
San Martín, retirado ya en la plaza de Málaga, pasó a mejor vida; acaso el
joven Teniente del Regimiento de Murcia tuvo que resignarse a esta orfandad sin
acompañar de cerca en su último trance al hombre que para darle una carrera
honrosa no había omitido desvelos.
El tiempo que San Martín permaneció a
bordo de «La Dorotea» -un año y días- sirvióle para familiarizarse con el mar,
ese elemento tan educador del carácter como de la moral. El mar fue siempre
para San Martín un punto de seducción y vino a ejercer sobre él una influencia
tal, que los primeros ensayos de sus gustos artísticos consagrólos a las
marinas. Sábese que además de haber sido un buen dibujante, era un buen
colorista, y que solía decir que, en caso de indigencia, dibujando marinas
podría ganarse la vida.
Es el caso de preguntarnos si su amor
por el mar no nació precisamente cuando, en su calidad de cadete, y a bordo de
la flota española, hacía sus correrías navales sobre las aguas azuladas del Mediterráneo.
En 1801 tocóle a San Martín tomar parte
en la guerra de España contra Portugal. En política rara vez el interés cede de
sus derechos, y así como invocando el interés se hacen las alianzas, invocando
ese mismo principio se las anula o se las repudia. Analizando los
acontecimientos de aquella época, alguien observa que con la misma facilidad
con que Portugal marchaba a remolque de Inglaterra, España marchaba a remolque
de Francia, cuando ésta se encargaba de fijarle sus directivas. Es así como «si
por el tratado de San Ildefonso el Gabinete español pudo aliarse con el
Gabinete inglés, ahora su alianza ya no lo es con Londres sino con París». Esto
se explica si se tiene en cuenta que ésa fue la hora en que un nuevo César
despuntaba en el horizonte. Bonaparte ya no es el simple General de Brigada del
sitio de Tolón, o de las campañas de Egipto y de Italia, es el jefe supremo de
una nación que lo ha revestido con el carácter de Cónsul, y que le prepara el
camino para colocar sobre su frente los laureles del emperador.
Ese César, al subir al poder, encontróse
con una coalición de Estados que obstaculizaba su política, y ensayó pactar la
paz con Inglaterra y con Austria, dado que Francia no tenía en ese momento otro
aliado que España.
Maniobrando con el genio que le era
peculiar, logró Napoleón hacer, a principios de 1801, la paz que le convenía,
pero sólo Inglaterra resistióse a ella y quedó frente al déspota simbolizando
la imposición. Aun cuando en ese momento no era Godoy el ministro de Carlos IV
-sucesivamente lo habían sido Urquijo y Cevallos-, fue él quien manejó los
entretelones de la política y de la Cancillería española. Como consecuencia de
estas tramitaciones, el 29 de enero de 1801 firmóse un tratado por el cual
Carlos IV obligábase a dirigir al Gobierno portugués un ultimátum para que
abandonase su alianza con Inglaterra. Por otro convenio, firmado en Aranjuez,
el 13 de febrero del mismo año, acordóse la formación de cuatro escuadras con
el propósito de obrar la una sobre el Brasil o sobre la India, la otra para
atacar a Irlanda, la tercera para reconquistar la isla de la Trinidad, y la
cuarta para maniobrar en el Mediterráneo. Como Portugal resistióse a la
comunicación española, se decidió la guerra, y por voluntad de Napoleón fue
designado para el mando supremo del ejército el ministro Godoy, que ya
ostentaba pomposamente el título de Príncipe de la Paz.
Godoy era un diplomático, pero no un
militar. La guerra, pues, bajo su comando, resultaba una cosa absurda, pero
esto poco importaba, dado que este comando era puramente decorativo y la guerra
no la haría él, sino el ejército.
La guerra fue declarada a Portugal el 27
de febrero, por Carlos IV, y después de reunir un ejército de 60.000 hombres,
distribuyólo Godoy en tres cuerpos, para que atacasen Portugal, el uno, por el
Norte; el otro, por el Sur, y el tercero, por el centro, siguiendo la línea del
Tajo. Esta guerra fue tan cómica como breve. Los españoles se apoderaron de
Olivenza, de Zuromena, de Arronches, de Campo Mayor y de otras plazas, pero
todo esto con muy poca sangre.
Bonaparte había dado orden para que un
cuerpo de ejército, al mando del General Leclerc, marchase a la frontera
portuguesa por Ciudad Rodrigo; pero mantenido a retaguardia, ese cuerpo poco
hizo y apenas si se inició en las operaciones de la guerra. Seis meses después
de iniciada ésta, Portugal aceptaba la imposición de sus enemigos, y después de
un armisticio que se firmó el 6 de junio de 1801, firmóse un tratado de paz con
España y otro con Francia. Por el primero de estos tratados, Portugal se
obligaba a ceder sus puertos a los ingleses y a entregar a España la plaza de
Olivenza. Por su parte, el rey de España se comprometía a respetar en su
integridad los dominios portugueses sin excepción ni reserva.
Aun cuando el pacto éste, como la forma
con que Godoy convino la paz, contrarió a Napoleón, el acontecimiento fue
celebrado en Badajoz con mucha pompa y fue entonces que los soldados, acaso más
por ironía que por cumplimiento, presentaron a la reina María Luisa, de quien
Godoy era favorito, como trofeos de aquella campaña, varios gajos de naranjos,
recogidos en los huertos portugueses. Es por esto que dicha guerra pasó a la
historia con el dictado de «Guerra de los Naranjos».
En esta campaña tocóle a San Martín
tomar parte en sus principales operaciones desde que se abrieron las
hostilidades -mayo 29 de 1801- hasta que se firmó la paz. Figuraba en ese
entonces con el grado de Segundo Ayudante, en el Batallón de Voluntarios de
Campo Mayor, y como tal, asistió al asedio y toma de la plaza de Olivenza, que
fue, si no la única, la sola operación destacada de esta guerra.
Sus fojas de servicios nos hablan ya por
ese entonces de su valor, de su disciplina y de su capacidad. Todas le son
altamente elogiosas, y sabemos por ellas que, concluida esta campaña, regresó a
Cádiz, y que allí quedó hasta que la epidemia de 1804 -epidemia que hizo
grandes estragos en toda la comarca- puso a prueba sus sentimientos de hombre y
su disciplina de soldado.
Cuando estos acontecimientos tenían
lugar, encontrábase en Cádiz -rara coincidencia del Destino-- amargado por su
orfandad y cavilando sobre su suerte futura, otro criollo, joven aun, y que,
aun cuando no tenía, como San Martín, la espada al cinto, amaba la gloria y
sentía las emociones de las cosas épicas. Era éste don Bernardo O'Higgins,
natural del reino de Chile, quien después de haber comenzado su instrucción en
Lima, como lo veremos a su hora, la había completado en Richemond, junto al
Támesis. O'Higgins nos cuenta -así lo dice en carta a su padre- que tuvo la
fortuna de ver desfilar los regimientos españoles que partían de Cádiz para
iniciar las operaciones de esta guerra, y que fue causa para él de viva
emulación el no poder figurar entre aquellos que, al paso de tambores y
banderas desplegadas, marchaban en busca de una muerte gloriosa. No sospechaba,
entonces, el que esto escribía, que entre los emulados por él se encontraba el
futuro libertador de su patria, y que el que en ese momento era sólo un oficial
del Regimiento de Campo Mayor -no de Murcia, como dice Vicuña Mackenna- dentro
de poco cruzaría el mar, y por sus proezas en América se convertiría en el
Primer Capitán del Nuevo Mundo.