por Daniel Lasa (*)
Como me dedico a la
academia, el oficio de leer dentro de las cosas es una tarea diaria. Nada pasa,
nada ocurre sin que (automáticamente) someta el hecho al acto del intus-legere.
Por esta razón, los acontecimientos que recientemente se han dado en la Iglesia
católica en Argentina me han movido a reflexionar.
En lo que va del año se han
registrado dos hechos eclesiales trascendentes. Por un lado, la obligada
renuncia del Obispo de San Luis, Mons. Pedro Daniel Martínez Perea. Por el
otro, hace pocos días, el Sr. Obispo de San Rafael anunció el cierre del
Seminario diocesano a fin del presente año. Esta decisión, según refiere el
citado, ha sido tomada en virtud de una disposición emanada de la Santa Sede.
Considero que estos hechos,
sumados a otros que ya se vienen sucediendo, dan cuenta de un cambio de rumbo
muy marcado en la Iglesia católica. La naturaleza de la reforma es tan profunda
que me atrevería a hablar en términos de rediseño eclesial. Una rehechura
formulada a partir de los principios que configuran la denominada “teología del
pueblo” :
(https://www.infocatolica.com/?t=opinion&cod=35762 )
Este rediseño eclesial, para
ser exitoso, necesita contar con agentes consustanciados con aquellos
principios que mencioné. Al respecto, nos basta con observar el perfil de los
nombramientos de los Obispos en Argentina desde hace algunos años. Se exige que
el candidato a Obispo sea un cristiano compenetrado con el pueblo, un pastor
con “olor a oveja”. Ante todo, debe ser alguien para quien la cuestión de la
verdad haya dejado de ser un problema.
Sucede que la verdad pasa a
ser un obstáculo: divide y no permite amontonar. En su lugar debe cultivarse un
pensamiento débil, abonado por una filosofía hermenéutica que reemplace de modo
definitivo a la metafísica. O sea, la posición exactamente contraria a la
sostenida por Juan Pablo II en la Encíclica Fides
et ratio.
Me remito a dos citas. En el
número 82 se lee: “Una filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería
inadecuada para ayudar a profundizar en la riqueza de la palabra de Dios”. Y en
el número 83, remata: “… es necesaria una filosofía de alcance auténticamente
metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda
de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental” (Lo destacado es mío).
La desaparición de la verdad
es proporcional a la acumulación de poder. La constitución de la nueva Iglesia
debe ser más flexible, debe adaptarse fácilmente a las exigencias de la cultura
contemporánea. Probable resultado: el reclutamiento de nuevos fieles. El número
tiene una importancia fundamental a la hora de tener una fuerte presencia
política en las distintas comunidades.
En este sentido, este
rediseño de la Iglesia católica abandona aquella idea que tenía Benedicto XVI:
una Iglesia interiorizada, de los pequeños, alejada de todo coqueteo con el
poder.
La “Iglesia en salida” es
una Iglesia poderosa: su poder le viene dado por ser la voz autorizada del
pueblo. Claro está que esta “Iglesia en salida” corre el riesgo de salirse de
su propio carril: puede desnaturalizarse fácilmente.
Lo que sigue ya se sabe. El
cristiano de la nueva Iglesia se caracterizará por hacer un culto a la primacía
de la acción. Esto supone interpretar la vida espiritual como continua
superación de todo lo que le fue dado. La superación, a su vez, lleva tanto a
la desacralización como a la negación de la tradición.
La idea de verdad, como se
advierte, es sustituida por las ideas de novedad, autenticidad y eficacia. La
Iglesia deja de nutrirse de la tradición y de sus mayores teólogos (Agustín y
Tomás); en su lugar, pone todo su esfuerzo en adecuarse al mundo actual.
Un nuevo enemigo
De lo que he señalado se desprende
la identidad del enemigo de la nueva Iglesia. Este enemigo ha dejado de ser
externo (el demonio o el mundo). El mundo, por el contrario, ha pasado a ser un
compañero entrañable de ruta.
El verdadero enemigo, ahora,
es interno: es aquel que impide la amistad con el mundo. ¿Quién es esa persona?
El conservador o reaccionario. Pero no sólo aquel conservador que identifica lo
verdadero y lo bueno con determinado siglo o época histórica. También aquel
otro que asume la idea de una evolución homogénea de la verdad, al modo de
Vicente de Lérins.
Me pregunto: ¿por qué el
mundo, concebido siempre por la tradición católica como uno de los enemigos del
alma humana y de la Iglesia, se ha transformado en un compañero entrañable en
este rediseño eclesial? En realidad, la cuestión no debiera sorprendernos si
tuviéramos en cuenta los presupuestos de la concepción que venimos comentando.
Veamos: el sentido del ser
ha sido reemplazado por el sentido histórico (una de las tesis propias de la
“teología del pueblo”). La historia pasa a ocupar el lugar exclusivo de la
reflexión teológica. Los mentados “signos de los tiempos” se leen en clave
historicista. Consecuentemente, son vistos como una manifestación completamente
nueva y progresista de la historia a la que la Iglesia abraza de modo
entusiasta.
Pero aquí está la trampa del
compromiso histórico. El extravío de la verdad del ser conduce a la pérdida de
la pretensión de universalidad de la Iglesia católica. En realidad, el
catolicismo, como toda religión revelada (según la “teología del pueblo”), pasa
a ser una de las manifestaciones históricas y concretas de la experiencia de la
divinidad que han tenido determinados pueblos o culturas.
Todo cambia. Sólo es dable
pensar en una religión única y universal que sea capaz de contener notas
mínimas y comunes a la pluralidad de formas de religiosidad de las diversas
culturas. Pero esta visión, como se advierte, es correlativa a una defección en
lo que respecta al “ir de por todo el mundo a predicar el Evangelio”.
En realidad, el acto de
evangelización pasa a convertirse en una práctica ofensiva. Ciertamente, atenta
contra la tolerancia y la paz a la que nos convoca la religión universal. La
nueva religiosidad, como refería Enzo Pace en su escrito «No todos los caminos
conducen a Roma. El papa Francisco y la posible reforma de la Iglesia
católica», no se conquista con la fuerza de la doctrina sino con la experiencia
directa de lo sagrado. Por eso, continúa Pace, puede afirmarse que “Benedicto
XVI ha sido el último papa” de una Iglesia cuya fisonomía será reemplazada por
una nueva configuración desconocida hasta la actualidad.
Creo que, esta nueva
Iglesia, edificada en torno a la experiencia y al margen de lo doctrinal, se
funda sobre nuevos elementos pétreos. Ellos son la verticalidad, la obediencia
ciega y la coerción. ¿Acaso podría ser de otra manera?
Estando ausente la dimensión
de la verdad, la unidad de los fieles sólo puede ser extrínseca, meramente
disciplinar. No mandan razones, argumentos, sino el imperio del que detenta el
poder.
Es sumamente peligroso el
ejercicio de un poder eclesial al margen de la verdad. Este dato no deja de
asustarme sobremanera.
Sé, como simple fiel católico (¡y esto me tranquiliza!), que la Iglesia no es patrimonio de ninguno de sus miembros sino de su Cabeza que es Cristo. En este sentido, considero que es Él quien convoca a todos a la misma. Y sólo Él, en definitiva, puede configurarla.