El conurbano bonaerense simboliza el gran fracaso nacional

 

Jorge Ossona


 

"es como un cementerio de países que ya no existen"

 

 

Por Ricardo Carpena, 30 de Agosto de 2020, en Infobae


El conurbano bonaerense es un territorio tan decisivo como “maldito” de la Argentina. Clave para determinar el resultado de cualquier elección nacional. Extenso, superpoblado, incontrolable. Plagado de desigualdades sociales. ¿Será el mejor símbolo de una Argentina que siempre promete, pero retrocede?

Jorge Ossona es un especialista en el Gran Buenos Aires. No sólo porque vive en ese distrito y escribió el libro Punteros, malandras y porongas: Ocupación de tierras y usos políticos de la pobreza y es autor de uno de los capítulos de Conurbano infinito, dos trabajos que reflejan su pasión por explorar y tratar de entender una tierra compleja que califica como “lo más parecido a un cementerio de países que ya no existen”.

Profesor e investigador en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, y miembro del Club Político Argentino, Ossona se interna durante la charla con Infobae en la trama oculta y dolorosa del conurbano, pero también analiza la “doble cara” del Estado argentino y el uso político de los fondos sociales.

 

-¿Qué representa el conurbano bonaerense para la Argentina? Parece un territorio tan decisivo como maldito porque sigue teniendo tanta población como atraso y pobreza a pesar del paso de los años.

-El Gran Buenos Aires simboliza un gran fracaso nacional durante los últimos 50 años. Desde mediados de los años 70, la Argentina pierde su brújula colectiva. Primero porque la economía se estancó, el estancamiento económico produjo pobreza y la pobreza se concentró justamente donde la desindustrialización caló más hondo. El conurbano es lo más parecido a un cementerio de países que ya no existen. Lo que sí existe es este gran conglomerado caótico y a la deriva en donde se concentra el 40% de la pobreza administrada por un Estado bifronte con una cara legal, convencional, regida por el Estado de Derecho, y otra venal, nocturna, donde la ilegalidad constituye sus propios códigos. Por eso no es del todo cierta la pretendida “ausencia del Estado” propia de un Estado fallido. Es algo peor: el Estado delictivo encarnado en funcionarios venales.


La inseguridad, uno de los fenómenos que castigan al conurbano

 

-¿Por qué la presencia de lo ilícito se da con mayor contundencia en ese distrito?

-Porque es una forma de obtener consenso. La administración venal de la pobreza es popular en muchos aspectos. Un país que no sabe qué hacer consigo mismo y cómo trazar un sendero de desarrollo, naturalmente excluye. El tema es qué hacer con los excluidos porque los tenés que administrar. La administración legal de ese sector es muy difícil, pero la ilegal habilita a los excluidos a determinadas prácticas para contribuir a su subsistencia. El Estado es cómplice por una doble vía. Primero porque evidentemente le da popularidad y le da votos. Además, porque en la ilegalidad se hacen negocios suculentos cuya parte del león se la llevan burócratas al borde o al margen de la ley y que incluye a policías, jueces, fiscales, intendentes y distintos sectores de las burocracias municipales y de la provincial.

 

-¿Qué representa el conurbano dentro de un país al que tampoco le fue bien?

-El conurbano bonaerense es la expansión de la mancha urbana de la Capital que se fue expandiendo al compás de la economía primaria exportadora de entre fines del siglo XIX y la crisis del 30. Después de la crisis, se produjo una transmutación de ese orden hacia una industrialización que sustituyó importaciones y que se localizó también en la Ciudad de Buenos Aires pero que se extendió hacia sus alrededores por concentrarse allí la mayor parte de los servicios públicos. Así se configuró el macrocefalismo denunciado desde los años 30 y que se acentuó a partir del surgimiento del conurbano. Mientras el desarrollo industrial ocupó gente, sobre todo inmigrantes procedentes ya no de Europa sino del litoral y del interior, la Argentina pudo preservar su perfil de sociedad integrada, igualitaria. Una sociedad muy poco democrática políticamente, pero que lo era bastante en el orden social a partir del pleno empleo y de niveles muy bajos de pobreza.

 

-¿Y qué fue lo que sucedió?

-Fue así hasta aproximadamente el agotamiento del patrón de crecimiento desarrollista, que coincide con dos cosas: una crisis internacional en 1973/74, la primera crisis petrolera que cambia todas las directrices económicas desde la posguerra y pone fin a los 30 años gloriosos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las políticas keynesianas y el Estado de bienestar. Y se conjuga, a su vez, con el agravamiento de la crisis del sistema político argentino y la generalización de la violencia como forma de hacer política. Ahí se produce una combinación explosiva: los límites del desarrollismo, más la crisis internacional, perturbaba la prosecución de la llegada de capitales, que, de todos modos, fue muy irregular entre 1959 y 1970 por razones relacionadas con la inestabilidad política y su conjunción con la crisis política que culmina con el fallido experimento peronista de 1973 a 1976, y la posterior dictadura, que tuvo uno de los peores desenlaces de toda la región.

 

-¿Cuál es el origen de nuestro declive, entonces?

-El punto de partida de este proceso de descomposición social y de desintegración de esa sociedad industrial es el Rodrigazo, la primera de las transferencias de ingresos intersectoriales mucho mas masivas que las comenzadas desde fines de los 50. La Argentina fue perdiendo así su brújula colectiva, y con ella su sentido de futuro. Se impuso la primacía el cortoplacismo y los sucesivos gobiernos, militares y civiles, que asumieron con pretensiones regeneracionistas, refundacionales, con denominaciones que resultaron siendo una confesión paradojal de aquello que no podían hacer. Todos terminaron fracasando y el consiguiente achicamiento económico termina teniendo implicancias socialmente excluyentes. Y como no tenemos una idea de país fuera del corto plazo, la exclusión social no admite otra administración que esta conjunción de lo legal con lo ilegal. Lo legal funciona de manera deficiente, pero hay un Estado ilegal que funciona mejor porque no está regido por ningún límite, salvo los sobreentendidos mafiosos entre distintas facciones.


 

-¿Por qué el Estado no llega para ayudar como corresponde si se destinan partidas millonarias para combatir la pobreza, por ejemplo?

-La Argentina ha configurado en la actual democracia una clase dirigente que se comporta como una oligarquía, una corporación que prioriza sus intereses sobre los colectivos. Entonces buena parte de esos fondos terminan alimentando las cajas negras de la política. La pobreza es una cantera que paradojalmente les ofrece ventajas electorales a los que invocan su nombre, pero a la que le dejan recursos indispensables sólo para sobrevivir. Es un proceso bastante perverso administrado con altas cuotas de cinismo. Lo que yo denomino “pobrismo”: la adulacion de aquel a quien exploto exaltando sus valores que, en el fondo, son un invento aportado por intelectuales cortesanos que nunca faltan. El ejemplo más emblemático son las ferias de La Salada. La administración de la pobreza se rige mediante sistemas jerárquicos, concéntricos, a la manera de una Mamushka, donde van bajando bienes públicos bajo la forma de subsidios o de zonas liberadas del ejercicio de la ley y en donde se sustancian formas de explotación que producen una riqueza abundante que asciende y se concentra en la corporación dominante, dejándole a los asistidos un saldo marginal.

 

-En todo ese circuito de economía informal, tan próspero, por supuesto desaparece la formalidad y el trabajo en blanco hace rato que es una modalidad en extinción.

-Conforme la pobreza se convierte en estructural, se van acumulando generaciones que no conocen la cultura del trabajo, que pierden la memoria de lo que es el trabajo regular y formal. A eso hay que sumarle ese 10% crítico que constituye la indigencia, un sector social con sus propios códigos, muy poco compatibles con los del resto de la sociedad. Y luego está el 20% del resto de la pobreza, que aspira en algún momento a emerger. Hay una memoria del país inclusivo que todavía es muy intensa por ser emblemática de nuestra nacionalidad. Que supone que la Argentina es un país para progresar, y ese 20% ubicado en esa zona gris cree que aún es posible alimentada por experiencias como la de los primeros 90 y los primeros 2000 cuando, si no lograron reformalizarse, muchos progresaron. Pero la inexorabilidad de las crisis cíclicas frustró la ilusión. Una suerte de tragedia que evoca el mito de Sísifo. Cuando parece que estás saliendo, la marea te tira para adentro.

 

-¿Cambió algo desde que ganó Alberto Fernández?

-Empeoró todo como producto de la cuarentena, aunque tampoco se hizo gran cosa antes. Alberto Fernández prometió un aumento del 20% a los jubilados, pero bajó los haberes. Los salarios bajaron entre diciembre y fines de marzo. Si a eso le sumamos el efecto de la cuarentena, que dejó un nivel de destrucción de puestos de trabajo semejante al que dejó el gobierno anterior desde que se precipitó la crisis cambiaria de abril de 2018, nos podemos dar una idea de la situación que se vive en el Gran Buenos Aires.

 

-¿En la tarea contra la informalidad sigue siendo importante el trabajo de las cooperativas?

-A los salarios sociales complementarios se los identifica como “planes”. Y resulta significativo porque viene a demostrar el fracaso de las políticas de cooperativización de la pobreza diseñados a fines de la década del 2000 y corporizados en programas como Argentina Trabaja, Ellas Hacen o Hacemos Futuro, ya en tiempos de Macri. El cooperativismo y la economía popular, que son un buen camino para formalizar a la gente y lanzar emprendimientos de calidad, fueron utilizados por el Estado venal para practicar una monumental malversación en favor de la corporación dominante. La inmensa mayoría de esas cooperativas fueron creadas por referentes políticos “desde arriba”, desde el Estado, con el fin de convertir a los beneficiarios en una legión de militantes rentados, desnaturalizando el noble espíritu del cooperativismo. Mucha gente terminó incorporada en cooperativas que desconocía a cambio de un subsidio que no alcanzaba para sobrevivir y que la obligaba a vivir de changas. Esta fue una situación que los administradores utilizaban para practicarles descuentos que, como las fondos para las obras públicas destinadas a las cooperativas, iban a parar a las cajas negras. Ahí está la razón de fondo por la que la gente siguió entendiendo ese subsidio como un “plan”: su instrumentación espuria le hizo suponer que era una variante del Plan Jefes y Jefas de Hogar del gobierno de Duhalde para paliar los estragos generados por la crisis del 2001.

 

-¿Cómo es realmente la operatoria de las cooperativas que usted tanto critica?

-Extender la economía popular por la vía de las cooperativas fue, en líneas generales, un gran fracaso. Hubo casos emblemáticos humillantes de gente con convicciones cooperativistas que ya venían organizadas por parientes y vecinos como microempresas de la construcción y que aspiraban a formalizarse en cooperativas a partir del apoyo que les ofrecía el Gobierno. Como la mayoría, contaban con 40 miembros. El primer indicio de la artimaña aparecía con el nombramiento de las autoridades de la entidad y, sobre todo, de los profesionales que debían encargarse contabilizar lo que entra y de lo que sale. Si los nombraba “solidariamente” la municipalidad o la organización social, hacían figurar lo que se les antojaba. Si los ponía la cooperativa, entonces podían surgir diferendos en los que los cooperativistas siempre terminaban de una o de otra manera estafados. Argentina Trabaja, por ejemplo, fue diseñada fundamentalmente para hacer obras de infraestructura de fuerte incidencia social, como alcantarillado, cloacas, asfalto, arreglos de escuelas. Y cuando las autoridades de la cooperativa iban a buscar los recursos para hacer esas tareas aparecían emisarios, el municipio o el movimiento social, a cobrar el “aporte solidario” para sostener la organización y a sus sagrados intereses emancipacionistas del pueblo. Y les llevaba todo o el 80%, dejando el 20% a las autoridades para compensarlas, y finalmente el trabajo no se hacía, se hacía mal o quedaba a mitad de camino.

 

-¿Y entonces qué pasaba?

-Había cooperativistas que ni se enteraban del manejo, pero los más o menos conscientes protestaron y recibieron la respuesta de que odiaban exponerse a juicios por malversación. Es decir que invertían la carga de la prueba en contra del trabajador. La intimidación proseguía mediante la presión del resto, a quienes se les recomendaba abandonar la entidad para no quedar pegados a la denuncia. Terminaban como mano de obra barata de los municipios para pintar paredes, recoger ramas en las esquinas o pintar cordones. A los más calificados se los enviaba a actividades administrativas o como choferes de los políticos, ahorrándole a los fiscos municipales millones que iban a parar a la caja negra de la corporación. Una vez relocalizada, la gente ni siquiera sabía a qué cooperativa pertenecían ni quiénes eran sus referentes. Era el viejo asistencialismo pero simulado con ropajes progresistas, profanando el espíritu del cooperativismo. Las variantes de estas maniobras eran, por lo demás, de lo más variadas, pero en su inmensa mayoría marcadas por el mismo designio: hacer caja y tener gente movilizada bajo la amenaza de descuentos o de quita del subsidio. Un síntoma de la deriva: al no haber un proyecto colectivo, predominan los intereses individuales y de facción.

 

-¿Qué otro problema visualiza en materia de la administración de los fondos sociales?

-Hay uno que tiene que ver con la administración de la pobreza: la descentralización, la transferencia de funciones del Estado Nacional a las provincias y los municipios, y después la focalización, es decir, programas focales como las cooperativas, y, a su vez, la tercerización, el Estado que terceriza y le da los recursos a una organización para que realice las tareas que no puede hacer porque no tiene burocracia especializada. Ahí vemos la crisis del Estado, producto de la no calificación en funciones nuevas requeridas por esta nueva sociedad. Entonces esto determina que esta tarea se tercerice, que se privatice. Esa plata va a parar a una organización social o a un determinado municipio y el Estado prácticamente no hace nada para supervisar que esa plata vaya a parar a los beneficiarios y que se cumpla con la finalidad que se le había asignado. ¿Le llega algo a la gente? Sí, pero bajo la forma de un subsidio, que es lo más parecido a una limosna.

 

-¿Hay más Estado, pero, a la vez, ese Estado pierde la capacidad de control?

-Exactamente, y eso es lo que hizo que Macri renunciara a procurar un contralor porque le resultaba imposible verificar cómo se realizaban las contraprestaciones. Entonces otorgó esos subsidios y las prorrogaciones a través de la ANSES, pero exigiendo a la gente que terminara sus estudios primarios, secundarios o que hiciera cursos de perfeccionamiento. Así se produjeron situaciones paradojales: todas las costureras bolivianas de Lomas de Zamora o Ingeniero Budge que trabajan para grandes capitalistas paisanos que colocan su producción en La Salada, o en donde se la comercializa, es gente que recibe subsidios y está en una cooperativa textil o en un programa de capacitación en corte y confección. Su explotación está en manos de paisanos, grandes capitalistas anónimos, asociados a otros negocios ilegales que no pagan luz ni servicios y que utilizan mano de obra en condiciones serviles. Pero hacen los aportes correspondientes al Estado venal, que hasta colabora en la retribución de su fuerza laboral, luego convertida en clientela electoral. Porque esa gente vota. No vota al presidente y al vice, pero sí a los demás cargos. ¿Esto da popularidad? Por supuesto que sí, sobre todo en comunidades desarraigadas que vienen a progresar. Claro que lo hacen más los grandes capitalistas paisanos asociados a funcionarios venales que recaudan dinero y votos. ¿Qué noción de ciudadanía autónoma se puede pedir en esa situación? Una muy diferente de la que se enseña en los libros o la que prescribe nuestra Constitución. Volviendo a la pregunta, el Estado pierde el control porque no le interesa controlar. Controla menos contraprestaciones que la elevación de retornos y obviamente de votos.

 

 

-¿Cómo impacta en ese esquema la incidencia del narcotráfico en los barrios populares?

-No existe el narcotráfico, existen poderes narcos y no una sola estructura. También es un sistema de Mamushkas. Algunos dan mucho trabajo a cientos de chicos condenados a vivir 20 o 25 años porque después se mueren de sobredosis o de peleas entre ellos, pero les permite ingresos superlativos que no les da ningún trabajo formal. Y eso gracias a zonas liberadas que el Estado ofrece como para que se puedan ocupar estos chicos en esos barrios. Hay barrios copados por bandas dedicadas a distintos delitos, entre otros el narcotráfico. A su vez, el narco es el prestamista o el que te facilita cosas, incluso el acceso a un programa de rehabilitación para adictos. El puntero narco, que es el que está encargado de la distribución de una determinada zona, no es el puntero político. Es un tipo reconocido en el barrio, puede ser un ídolo para los chicos, pero tiene muy bajo prestigio social. No es así como en Colombia o en México, en donde los Escobar Gaviria o los Zeta controlan los territorios y son caudillos populistas. Acá no sucede porque saben que esos son los que matan a sus hijos. A veces cuando hay una situación de emergencia se recurre a ellos. Ahí cumplen una determinada función social en algunos casos, en otros ayudan porque saben que si hay una crisis social van a asaltar esos quioscos de droga porque hay plata. Por eso hay distintos narcos y no uno solo.

 

-En la postal que usted retrata del Gran Buenos Aires, suena lógico que allí sea el distrito en donde la cuarentena menos se cumple y explotan los contagios. Termina siendo un distrito incontrolable.

-La instrumentación de la cuarentena en los barrios pobres ha sido un ejemplo emblemático de la fractura entre la corporación dirigente y una sociedad que desconoce. Ahí se registra una torsión generacional: una cosa eran los dirigentes de los 80 y los 90, los de la primera etapa de la democracia, entre quienes había intendentes de origen popular o que recorrían los territorios, los conocían, trataban a la gente, empatizaban con sus problemas y aportaban soluciones en la medida de sus posibilidades Pero la gente lo sabía y eso generaba un lazo social. Hoy, sus sucesores viven en Puerto Madero o en countries y gerencian los distritos populares a través de operadores de base vinculados con “pobres privilegiados”, devorados por la estructura administrativa comunal que terminan también escindiéndose de sus bases sociales originarias. Hasta se mudan de barrio y después tienen dificultades en ingresar por la aversión de los vecinos que los juzgan como desertores. La cuarentena era imposible de cumplir en esos sectores: la gente tiene que salir de su casa aunque sea para ir a buscar la vianda al comedor comunitario. Y se muere de hambre si no tiene los rebusques y las changas. ¿Qué se hizo en esos barrios en sustitución de un confinamiento imposible? Poco y nada o tardíamente, detrás de las circunstancias, como siempre. El episodio del fatídico “viernes negro” del pago de jubilaciones y subsidios es elocuente. Vimos un Estado que no pudo evitar semejante desborde, que hoy se está pagando con las cifras de infectados y muertos consabidas. En el Gran Buenos Aires, la situación de los pobres es dramática. Ni siquiera salieron a buscar al virus. Homogeneizaron políticas en sociedades heterogéneas. El COVID-19 es una enfermedad que afecta a la edad adulta, de más de 65 años, y supusieron que en los barrios populares no habría de pegar tanto: generalmente hay gente joven porque allí se vive hasta los 65 o 70 años, es raro ver a un anciano. Pero esa población padece enfermedades de la pobreza: hipertensión, diabetes, problemas respiratorios por exceso de cigarrillos, obesidad. Ni hablar de los casos de adicciones como al alcohol y a las drogas. La situación es muy dramática y lo peor es que no se informa.

 

-¿Por qué cree que el Consejo del Hambre que puso en marcha el Gobierno tiene tan poca actividad?

-Porque ese Consejo está en la línea con las grandes aventuras colectivas que hubo en la Argentina, iniciativas voluntaristas. Aunque a ello hay que sumarle el cinismo bienpensante y progresista que presume combatir al hambre y no conoce a la gente que dice querer ayudar. Hay gente de buena fe ahí, pero también hay cínicos. Personalidades expertas en el “careteo”. Se exhiben sensibles, pero aparecen con coches de lujo. Son puro marketing político y de la peor especie porque hay situaciones con las que no se debe jugar a las figuritas. Y la verdad es que, casi a medio siglo de distancia, no hay un compromiso genuino en resolver la pobreza porque en el fondo, y me circunscribo a la gente de buena fe, no sabemos qué hacer con ella. Y a muchos de los que concurren a esos eventos no les importa demasiado lo que pase ahí abajo. A otros, en cambio, el hambre les da beneficios, como se demostró en el escándalo por los sobreprecios en la compra de alimentos del Ministerio de Desarrollo Social. Los funcionarios que prácticamente reconstruyeron el organigrama del ministerio en 2015 con puestos estratégicos fueron designados por exponentes de las intendencias de la Tercera Sección Electoral dedicados a malversar sistemáticamente los recursos destinados a la alimentación en los barrios humildes. ¿Qué hizo el Gobierno? Los sacó y esa plata, en forma tercerizada, fue a parar a las organizaciones sociales. Mientras esos funcionarios volvieron a las intendencias y hoy existe tensión entre ellos y las organizaciones sociales que los desplazaron porque lo que les quedó a los municipios es bien poco, absolutamente insuficiente para satisfacer la canasta básica de un vecino sin trabajo por la cuarentena.

 

-¿Qué significa insuficiente?

-Esas bolsas solo alcanzan en algunos casos a para tres días en una familia de cuatro a seis miembros. El resto lo tienen que ir a buscar al comedor o a la olla popular. Lo que da idea del dramatismo. ¿Cómo alguien que, se supone, ha visto a “los que menos tienen” puede hacer semejante cosa y, para colmo, con los recursos alimenticios? La gente lo sabe. Por eso su actitud de los vecinos y de sus dirigentes de base invierte el cinismo de arriba y se plasma en el siguiente razonamiento: “Acá todos sobrevivimos y a veces al margen de la ley porque los de arriba también son chorros”. Nadie va a dar la vida por un intendente del Gran Buenos Aires. Distinto a lo que sucedía con un Juan Bruno Tavano, un Manuel Quindimil o un Alberto Balestrini que supervisaban y dejaban a la gente lo que era de ella, pese a insuficiencias que escapaban a su responsabilidad. Eran la inercia de una solidaridad extendida en toda la sociedad que hoy ya no existe pese a iniciativas formidables como las del padre Rodrigo Zarazaga. Por eso se trata de un peronismo reducido a una marca asociada con la posibilidad de un juego entre fuleros, pero que, al menos, permite sobrevivir. Mejor malo conocido que bueno por conocer. Pero esa fidelidad hace rato que dejó de ser incondicional y se ha vuelto cínica. Por eso una franja considerable de esos electorados eventualmente vota a la oposición, y si hay un buen intendente opositor lo vuelven a elegir como es el caso de Grindetti en Lanús o de Valenzuela en Tres de Febrero. Para la gente de los barrios populares, la política es el barrio, y allí la política se hace desde la intendencia. Y si el intendente es peronista, son peronistas, pero eso no determina ninguna pasión como entre los 40 y aproximadamente mediados de los 2000. Y todo este complejo panorama puede significar su “canto del cisne” para este peronismo sin conducción ni partido heterogeneizado en tribus centrífugas.

 

 

-¿Coincide con Juan Grabois en el riesgo que existe sobre la toma de tierras en el conurbano?

-Las tomas masivas de tierra son un fenómeno que viene ocurriendo desde hace cuarenta años. Casi siempre coinciden con las vísperas de elecciones o las grandes crisis. Y ahora hay una ola de tomas territoriales en Moreno, La Plata, Presidente Perón, Villa Numancia en Guernica, La Matanza. Una cosa eran las tomas de los años 80, bastante espontáneas a partir de nuevos dirigentes de base que organizaban la subsistencia de gente que se había quedado sin trabajo, muchos que llegaban del interior o que habían sido desalojados de las villas de la capital por la dictadura militar. Esto es otra cosa: es un negocio en donde siempre aparece un político. Otra variante del Estado venal con su doble designio: dinero y votos. Hay bandas de especuladores profesionales, rematadores informales de una parte de la sociedad en la que ha desaparecido la noción de la propiedad privada. Reclutan a chicos o familias indigentes para que participen de una ocupación. Luego de la venta, a esa gente se les da una paga miserable que es concebida como otra changuita para sobrevivir. Es la explotación de la pobreza. Es curioso que haya tan poca visibilización de lo que pasa.

 

-¿Y qué es lo que pasa realmente?

-Los que suelen aparecer ante las cámaras exhibiendo desesperación son gente experta en el acting de la pobreza. Lo mismo ocurre en otras instancias como los manteros. El referente que hace plata utilizando a los indigentes que no aparecen porque no saben la técnica de la actuación luego vende extensiones de tamaños diversos a otros especuladores cuando el asentamiento se consolida. En el medio se produce un tira y afloje de negociaciones en el interior de las intendencias, entre éstas y las organizaciones en donde se juega la distribución política del nuevo asentamiento. Los que compran suelen ser tipos que acumulan grandes cantidades de tierra para revenderlas en un segundo paso a un precio más alto e instalar allí negocios, alquilar viviendas o para delimitar zonas francas para actividades ilegales. También aparecen intereses vinculados a la construcción del asentamiento que proceden de la economía legal, como corralones de materiales o supermercados. Lo que se procura es que haya alguien que domine el territorio. Sin embargo, a veces la composición del asentamiento es tan heterogénea que ese dominio se divide en múltiples señoríos, por así decirlo. Porque otra innovación de los últimos años respecto de los 80 y los 90 es la desaparición del referente territorial, aquel que tenía una llegada privilegiada a las autoridades para negociar recursos en mejores condiciones, arrastrando detrás de sí la representación de diversos agregados subordinados. Desde familias extensas a congregaciones evangélicas, barrabravas, organizaciones étnicas, etcétera. Eran garantes de un orden precario, pero que en mucho contribuyeron a que colapsos como los de 1989 o 2001 no devinieran en incendios incontrolables. Ni más ni menos que los reconocidos informalmente como punteros que llenaban el espacio de un Estado ausente. Un peligro hoy mucho más candente, sólo compensado por la presencia del Estado venal, pero que, como no es homogéneo, puede generar complicaciones mayúsculas.

 

-¿Puede haber nuevos estallidos sociales en el Gran Buenos Aires como vaticinó Duhalde?

-La tentación histórica es que va a volver a pasar lo del 2001. No necesariamente. Pueden ocurrir conflictos expresados en una incandescencia social, de conflictos crónicamente diseminados. ¿Qué pasa hoy en Villa Numancia? Las ocupaciones. ¿Quiénes están tratando de evitar las tomas? Los intendentes. Porque los que están motorizando las tomas son algunas organizaciones sociales. Ahí hay una tensión para determinar quién administra esa caja. Entonces, esas tomas pueden ser violentísimas: de noche se hace contabilización de quiénes están y no hay personal para cubrir el dominio de los distintos lotes. Algunos desertan o los echan. Y ahí se infiltran los llamados hormigas, gente aventurera que va a hacerse de un espacio. Pero como cada uno de esos sitios está distribuido entre distintos referentes, cuando aparece alguien que no es del palo o no paga, se lo echa, y eso determina a veces conflictos violentos en donde muere gente. Esa violencia no se ve.

 

-¿La toma de tierras sólo es un negocio muy rendidor?

-La ocupación a veces es tolerada porque también es un factor de descompresión social y una forma de obtención de consenso. Todo el mundo participa, de una u otra forma, ya sea porque toma y después recibe dinero y se va, o porque después compra a bajo precio, instala un negocito o porque participa de algún circuito ilegal. Ahí está la popularidad del Estado venal. Ese es el Gran Buenos Aires actual. ¿Por qué pasa eso? ¿Por qué no se reimplanta el Estado de Derecho con plenitud? Porque es un país sin destino, a la deriva, que no tiene un modelo de desarrollo predecible ni posee una clase política capaz de llegar a acuerdos a gran escala para los próximos 20 años. La corporación política representa una suerte de reality show, insisto, más concentrados en sus intereses que en las necesidades de la gente. Por supuesto que la gente pide justicia, pero no esta reforma judicial que sabemos muy bien para qué se está haciendo. La gente contempla a estos políticos como si vivieran en un mundo propio. Todo eso produce una crisis de representación muy peligrosa. Porque otro de los rasgos de la corporación son sus prerrogativas. Se colocan por encima de la ley y del Estado de Derecho y procuran garantizarse impunidad en un país en la que el régimen republicano es, como poco, imperfecto y en las zonas más atrasadas no existe. Por debajo está la gente que contempla el espectáculo propio de las cortes de las monarquías absolutas y que acumula bronca.

 

-Con o sin estallido, usted da un panorama muy desolador.

-No hay explosión sino múltiples microconflictos diseminados, pero muy violentos. El riesgo es que se produzca un espiralamiento. Hay situaciones preocupantes como en las cuencas agrarias con la rotura de los silobolsas, las quemas de campos, los incendios forestales o la gente que se atribuye ser mapuche y está tomando tierras en la Patagonia. Una serie de hechos que son la expresión local de lo que vio en América Latina el año pasado. Y que acá no se produjo porque existía la expectativa de un cambio político. Los dos países donde no hubo expresiones de ese tipo fueron la Argentina y Uruguay, y en los dos casos porque hubo elecciones. Ahora creemos que acá no va a pasar porque tenemos el peronismo y todo este colchón de ayuda. Es una falacia. Porque es tal la decepción que si hay un vestigio de estallido de verdad, la gente se va a sumar y se va a producir una reacción en cadena. Si a eso le sumamos la perspectiva de una crisis económica sin precedentes desde la depresión del 30, el panorama puede conducirnos a escenarios sin registros históricos.