(Nació
el 26 de febrero de 1921, falleció en Buenos Aires el 27 de agosto de 1962)
Una vez más tenemos la
gracia de reunirnos para celebrar la Misa, recordando al querido Siervo de
Dios, Enrique. Sin duda no sólo un modelo para todos, sino de una vigencia
extraordinaria ya que su vida fue una vida entregada en el mundo de la empresa
sin egoísmos y con sincera búsqueda de ser un empresario cristiano.
Hoy con toda la Iglesia
hacemos memoria de una gran santa como es Santa Mónica. Ella nos anima con el
ejemplo de su vida a perseverar en la oración para pedir aquellas cosas que a
todos nos acerquen más a Dios. Ella supo rezar y hasta llorar por la conversión
de su marido, Patricio y de su hijo Agustín, que estaban lejos de la “vida
verdadera” porque no conocían bien a Jesús. Mónica es modelo hoy, para que
confiados podamos pedir con insistencia por nuestra Patria, por cada hermano y
hermana nuestra, por los que más sufren, por los que tienen en su poder mayores
decisiones, por los que pueden hacer mayores esfuerzos para campear estos
tiempos con menor dificultad, podemos pedir para que a todos nos de un corazón
más atento al otro, más generoso y menos egoísta y construir verdaderamente una
Patria fraterna. Le podemos pedir a Santa Mónica que nos ayude a hacer realidad
en cada uno de nosotros lo que Monseñor Derisi dijo del siervo de Dios en el
día de su sepelio: “nunca supo decir que no para el bien”
Esta Misa la rezamos en un
nuevo aniversario de su Pascua, del tránsito hacia la vida verdadera. Enrique
murió muy joven, pero pudo en estos pocos años dejarnos grandes enseñanzas. Su
enfermedad la asume con resignación cristiana, porque la fe ilumina que la
misma es certeza de cielo. En los momentos más difíciles o de mayor prueba es
donde se nos da la oportunidad de verificar la hondura de nuestra fe, se nos da
la posibilidad de comprobar en donde, cómo o en quien estamos cimentados.
Es bueno y edificante
escuchar lo que él compartió:
“El cielo es también un
lugar de actividad, de plenitud, de unidad, de intercambio, o sea de caridad.
Para la mayoría de la gente que temen la muerte, Dios es una abstracción. Para
mi constituyó y constituye una realidad más intensa que todas las realidades
terrestres y que me dice: ¡Ven! Y yo le contesto: Habla, Señor, tu siervo te
escucha. A lo cual me manifiesta: Te he llamado porque eres mío. Y entonces
todo desaparece y sólo quedamos Dios y yo. Las luces fuertes enceguecen de tal
modo que resulta difícil explicarlas, pero la explicación esencial es que Dios
me llama y que la vida cristiana es la Eternidad comenzada en nuestra alma
sobre la tierra para llegar en el cielo a la unidad completa con Dios”
La Eucaristía que celebramos
año tras año recordando su muerte, nos renueva en la oración sincera y
perseverante para pedirle al Señor la gracia de la pronta 'Beatificación y
Canonización de Enrique para Gloria de Dios. Y lo pedimos porque estamos
convencidos que los santos son faros que iluminan nuestros pasos, son reflejo
de la Luz del Señor. Los santos son hombres de su tiempo, como cada uno de
nosotros, bautizados que vivieron en serio su vocación bautismal. El siervo de
Dios invitaba en sus reflexiones a creer de verdad que somos la luz del mundo,
y sabía que esa luz se podía manifestar siendo santos. Sabía y así lo compartía
que la mejor manera de difundir el Evangelio era viviéndolo. Y lo intentaba
vivir en su familia, en su trabajo, en la empresa. Lo deseo desde chico, lo
profundizó en sus años vividos.
Cuanto más conozco la vida
de Enrique más me entusiasma. Y confieso que me invita a trabajar para que
además de buscar la propia santidad pueda ayudar al pueblo confiado a mi
cuidado pastoral a transitar por estos caminos de vidas entregadas y ofrecidas,
a avivar el deseo de la santidad que es configurarse con Jesús, amar, sentir,
pensar como Jesús. Como Enrique que deseaba que Cristo reine en él, en su
familia, en la familia grande, en las empresas donde trabajaba, en la Patria,
en la Iglesia.
La patria necesita, -nos
compartió el Cardenal Amato cuando presidió aquí en Argentina la Misa en agosto
de 2016 -, ciudadanos honestos y buenos cristianos. Y hoy lo sabemos, en estos
tiempos difíciles los cristianos estamos llamados a poner el hombro y saber
hacer renunciamientos que contribuyen a hacer más agradable la vida de los demás.
En esta coyuntura histórica
y entre las muchas deudas en que vivimos los argentinos, podemos escuchar las
enseñanzas de nuestro siervo de Dios, Enrique Shaw sobre el trabajo,
"...el cristianismo señala la eminente dignidad del trabajo en función de
la vocación divina de la humanidad; el trabajo no es un fin en sí mismo, sino
que debe favorecer el desarrollo del hombre, del mundo y del Reino de Dios. Y
la deuda que no pocas veces hablamos está en que debemos recuperar la cultura
del trabajo y del esfuerzo, porque el cristianismo considera que el trabajo:
perfecciona al hombre, en su cuerpo y en su alma, desarrollando su personalidad
y disciplinando sus facultades intelectuales y morales, presta un servicio a la
humanidad, no sólo porque con su trabajo cada hombre colabora al bien común,
sino porque es un factor de unión entre los hombres, sabemos también que el
mismo es dominio de la materia en colaboración con Dios, pues por medio del
trabajo el hombre domina la materia y 'humaniza' la tierra...y si el hombre lo
ejecuta con recta intención y la gracia de Dios, es servicio de Dios y
colaboración con El en su obra redentora.
Hemos escuchado en el
Evangelio las críticas del Señor a las actitudes hipócritas de los escribas y
fariseos. La clave de la enseñanza de Jesús es la unidad de la vida, la
observancia de lo exterior debe responder a una rectitud interior. Hay que
estar atentos a no caer en esta posibilidad, esto es de una vida falsa o
superficial, los hombres y mujeres de Dios nos recuerdan y animan a transitar
los caminos sin doblez, y aun sabiéndonos frágiles y pecadores posibles de
vivir en santidad. Purificar el interior de la copa significa convertir el
corazón al cumplimiento de esos puntos esenciales de la ley que Jesús acaba de
recordar, “vivir la justicia, la misericordia y la fidelidad”. Esta es la
obediencia de la fe que Dios quiere de nosotros. Enrique ha sido fiel y
honesto, por eso pudo iluminar y puede iluminarnos a los hombres y mujeres de
hoy. La conversión del corazón y las victorias interiores terminan siempre por
mejorar la conducta del hombre.
Podríamos decir por lo que
conocemos de la vida de Enrique y sin equivocarnos, que el Siervo de Dios que
hoy nos reúne en torno a esta Eucaristía pudo experimentar con el Apóstol los
sentimientos de entrega y amor por su gente. Como hemos escuchado recién en la
primera lectura, Pablo les expresa a los cristianos de Tesalónica: “sentíamos
por ustedes tanto afecto, que deseábamos entregarles, no solamente la Buena
Noticia de Dios, sino también nuestra propia vida: tan queridos llegaron a
sernos”. Enrique Shaw, amó a los suyos al estilo cristiano, al estilo paulino,
sin reservas. Su amor a Dios se hacía visible em su amor concreto a sus
prójimos, a su familia, a sus amigos, a todo hombre o mujer, dirigentes u
obreros. Dando y dándose.
Seguimos rezando por su
glorificación, pero sobre todo renovemos nuestro deseo de imitarlo, y unamos
nuestros corazones a los suyos, porque los suyos están unidos a los mismos
sentimientos de Jesús: Enrique nos decía: “Jesús no quiere comerciantes: puede
ser que me pida todo, puede ser que no me pida nada, lo que sí me pide es que
esté dispuesto a todo.”
A María, a quien Enrique
quería y tenía trato cercano con ella, le pedimos junto con él, “luz, fuerza y
fidelidad a la Iglesia, sin la cual no podemos cumplir una auténtica función
social.”