LA METAFÍSICA DEL DESENCANTO


Ernesto Alonso

 

En un breve ensayo, titulado «La supuesta superioridad del desencanto», publicado por Susanna Tamaro (1957) en Más fuego, más viento (2009), puede leerse un pasaje que ha despertado mi interés y me ha invitado a una modesta reflexión que propongo a continuación. 

    

Las afirmaciones de Tamaro me inquietan, pero no dejan de complacerme al mismo tiempo. La razón es la cabeza lúcida y el ánimo decidido de esta novelista y ensayista italiana para enfrentar los nuevos depredadores del alma humana. Su pluma silabea mejor que yo una impresión que abrigo dentro mío desde hace tiempo, fruto inacabado de lecturas y de espasmódicas meditaciones, y que no logro parir.

    

De modo preciso, Tamaro formula su queja principal en los siguientes términos: “Una de las más grandes violencias que el pensamiento moderno ha impuesto al hombre es precisamente esta: haber sugerido que no existen bases creíbles. Una cosa no existe por el sentido que tiene, sino únicamente como ´señal´ de otra. Todo es ficción y, por lo tanto, fácilmente desmontable y reconstruíble. Esto es lo que hace el hombre de cultura: desmonta y vuelve a montar, divertido por su habilidad. Es solo un juego, y, como tal, se queda en eso” («La supuesta superioridad del desencanto». En: S. Tamaro, Más fuego, más viento, pp. 130-131).

 

Inmediatamente pensé en otra mujer, filósofa, profesora y escritora, que vengo leyendo hace ya un tiempo. Se trata de Judith Butler (1956, Cleveland, EEUU), la adalid, polémica y militante, del feminismo de género. Y me dije, “estas palabras terribles de Tamaro caben perfectamente para la promotora de la teoría queer”.  A tal punto que, primeramente, había titulado esta reflexión Judith Butler o la metafísica del desencanto. Pero, este malestar espiritual, supera con mucho los límites de la cultura queer y las zozobras de su principal promotora. 

    

Lo cierto es que en muchas páginas de esta filósofa me ha parecido toparme, fieramente, con que la verdad, la naturaleza, la sustancia, la heterosexualidad, la sexualidad a secas o “verdad de los sexos”, es pura y solo ficción; en ella, en la Butler, y en sus argumentos contra la cultura hegemónica, he respirado ese aliento frío y desesperanzador, tenaz y rígido como un duro hielo, de que finalmente “no existen bases creíbles”.

     

Me mortifica esa sensación de espacio impreciso en el que consiste el ejercicio de la “semiosis indefinida” por la que todo significante remite siempre a otro significante y en ese proceso de remisión casi “ad infinitum” no existe ningún término final en el que pueda reposar quietamente el “sentido”.

    

Al final de cuentas parece que no hay significado alguno y la verdad se disuelve en las “políticas de significación”. Sin embargo, el decurso se torna impreciso si el movimiento carece de un fin, de un término propositivo. ¡Ay, este lenguaje que devela al insufrible Aristóteles, chillarán los críticos! 

    

Y al término de este alarmante sendero no existe sino el “sinsentido”. Y así, en Butler, emerge con fervor la práctica “deconstructiva”, pues, si no hay bases creíbles y todo es ficción, luego, todo es “fácilmente desmontable y reconstruíble”.

    

Los sexos lo son, aún el género en su fingida “estabilidad ontológica” también es ficción; no es sino una práctica social o política a la que no debemos rendir lealtad definitiva, menos aún apegarnos por una creencia compartida en virtud de convenciones.

    

¡No fijemos nada, al contrario, finjamos todo! Si así son las cosas, si todo es discurso, performatividades, construcciones, convenciones estereotipadas y postizas hegemonías, ¿tenemos derecho a consignar nuestras vidas al dominio de tamañas verdades de ficción?

    

Desencanto y Nihilismo

     Agrega Tamaro: “Separado del sentimiento espiritual, el ejercicio de la inteligencia se convierte fácilmente en ejercicio del vacío y de la crueldad. En virtud de mi sabiduría me pongo en un pedestal, practicando la superioridad del desencanto. Conozco las reglas y sé que son hijas de la mente y del azar (…) Las convicciones, las supersticiones, las ilusiones y los sentimentalismos los dejo para los demás, para el montón de ciegos, de ignorantes, a esos «otros» que Sartre definía como «el infierno»”. 

    

“El ejercicio de la inteligencia”, en la filósofa del feminismo queer, “se convierte en ejercicio del vacío y de la crueldad”, pero no tan “fácilmente” como parece asumir Tamaro. No fácilmente, sino después de una laboriosa y paciente obra de deconstrucción.

    

La “superioridad del desencanto” la practican contra aquellas “reglas y normas” que pretenden definir la normalidad y la anormalidad, los cuerpos viables y aquellos abyectos, las vidas vivibles y valiosas, de aquellas otras que no merecen vivirse pues no son registrables en los indicadores de lo que denomina Butler, la “inteligibilidad cultural”. Así, el “vacío”, la “crueldad” y el “desencanto” son etapas preliminares para rematar el patriarcado heterosexual y su nueva versión de la moral de los amos.

       

Los “ignorantes” y el “montón de ciegos” –que Tamaro pone en boca de los “desencantadores”– padecerían las diatribas de Butler a condición de que se pongan a defender “convicciones, supersticiones, ilusiones y sentimentalismos” de aquellos “otros”, el temido infierno de Jean Paul Sartre, que no hacen sino reproducir las obsoletas “bases creíbles”.

    

Para esta fase de crítica negativa, aquel “gran rechazo” que explicara el filósofo crítico Herbert Marcuse en un célebre texto, sí vale la acusación de Tamaro cuando condena “a los defensores del desencanto” con las terribles expresiones de “asesinos del asombro, de la gratitud, de la alegría”. Fortísimas locuciones de Tamaro a las que adhiero cuando a la vista tengo una no desdeñable cantidad de páginas de «El género en disputa» (1990) de Judith Butler.

    

No hay asombro por un niño que nace varón o mujer sino la amarga denuncia de la heteronormatividad obligatoria, que esclaviza el “derecho a la autopercepción” con el inexorable binarismo biológico.  

    

No se ofrece gratitud a la naturaleza que nos concede un nuevo hombre, viniendo a este mundo; al contrario, cabe el reproche dirigido a los padres convertidos en agentes de normas inmemoriales que reproducen estereotipos, roles y esquemas de dominación y poder. Y no se puede proferir el nombre de “varón” o “mujer” sin tener que pedir perdón por cometer tal abuso del lenguaje.

    

Finalmente, glosando la invectiva de Tamaro, la alegría. Y esta es la más abominable de las ausencias. Precisamente aquí sale a la luz lo pésimo del desencanto pues no es sino el mentís más rotundo de la alegría auténtica. La alegría no sería otra cosa que ideología, falsa conciencia, y la felicidad no más que autoengaño.

    

Asiste la razón a Susanna Tamaro cuando piensa que este desencanto de la vida no es sino “tedio generador de sarcasmo y cinismo”, que sus defensores emplean “constantemente para demoler, humillar y burlarse de todo lo que se aparte de su visión del mundo”.  En su momento, Joseph Ratzinger observó que, en la literatura contemporánea, en el arte, en las representaciones teatrales y aún en el cine, prevalecía una imagen sombría del hombre. Lo que es grande y noble despierta sospecha; hay que sacarlo de su pedestal y redimensionarlo.

    

En términos filosóficos, siguiendo las huellas de Nietzsche y de Heidegger, se expresó el pensador italiano Gianni Vattimo (1936-2023) cuando aseveraba que el nihilismo consumado era nuestra única chance, después de la muerte de Dios o también después del olvido del ser por parte del hombre. 

    

No cejan las diatribas de Tamaro cuando escribe que “a los defensores del desencanto no les roza mínimamente la duda” y que “viven sumergidos en un aburrimiento claustrofóbico, convencidos de que es la esencia del vivir”.

    

    

La Fuerza de la No Violencia o la Ética del Bien Humano

 

Con todo, estimo que debería admitirse un matiz en la crítica de Susanna Tamaro, teniendo en cuenta la personalísima aplicación que hago de la tesis del desencanto. En efecto, estoy seguro de que no existe el desencanto completo, así como la ceguera supone la luz, aunque la niegue quien no la ve. 

    

Así, el desencanto lo es de este presunto mundo en ruinas, es cinismo y sarcasmo del actual estado de cosas; es ilusión y convicción, empero, de que otro mundo es posible y ese anhelo, tuerto y oscuro, postula que al fin de cuentas el hombre, por más escéptico que sea y se defina, alberga una oculta capacidad de esperar más allá del mal presente.

    

Butler percibe que pueda existir una sociedad justa acabándose toda forma de discriminación injusta; luego, tiene en mente una sociedad ideal pues entiende que hay un estado mejor para el hombre porque existe alguna suerte de dignidad, especialmente, en aquellos sujetos que la sociedad actual maltrata, desmerece o elimina. El título de uno de los últimos libros traducidos que le conozco, «La fuerza de la no violencia» (2021), parecería sugerir esta consideración. Aunque, tal vez, sea solo un mesianismo secular, entre tantos otros que hemos visto desfilar durante estos largos decenios.

    

En realidad, es un título “en negativo”, más propio de una mentalidad vacilante y de un espíritu demasiado trabajado por décadas de crítica y de batalla; nada que sea semejante a la fuerza de la verdad, la belleza del bien o la agustiniana definición de la paz, como “tranquilidad en el orden”.

    

Con su ética de la no violencia, Judith Butler, está sugiriendo, sin saberlo, esa “luz de la conciencia” que los antiguos definieron como sindéresis, esto es, el sentido profundo de que existe un bien y un mal, aunque los contenidos que los perfilen puedan ser desdeñables. En el fondo, a pesar de todo y contra todo, subsiste esa intelección del bien, esto es, de que algo debe prevalecer como el mejor camino para que el hombre conquiste su bienaventuranza. 

    

El hombre no está definitivamente sujeto a las condiciones extenuantes del aquí y del ahora. Y si se apura un poco hacia el extremo esta jocunda argumentación, emerge siempre en el hombre esa inextinguible vocación metafísica a la que está llamado. En tal sentido, JB no puede sostener siempre y en toda circunstancia esa presunta “superioridad del desencanto”. Nadie carece de la convicción de que pueda esperarse un mundo mejor del que tenemos a la vista.

    

Por cierto, y apropiándome de las expresiones con las que Tamaro concluye su escueta reflexión, algunos pueden comportarse como, “pobres moscas que han caído en una trampa, prisioneros de una tela de araña de hilos invisibles en la que ellos mismos se han envuelto (…) La araña está llegando. Ya no queda tiempo para contemplar el cielo ni para escuchar el viento”.

    

Quizá reste tiempo para salvar a los condenados de la tierra si los desencantadores comprendiesen que no es obra enteramente humana sino interviene un principio superior al hombre y al que el hombre respete y juzgue como autoridad.

    

“No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto”, respondió el autor de la vida al gobernador romano que lo interrogaba en aquel viernes de traición y de muerte. Puede denominarse Dios ese principio superior, y reconocerse, como algún tiempo lo fue, a condición de que quien no lo crea, no lo acepte o no lo admita, no se sienta por ello en la obligación de tener que reemplazarlo.

[CentroPieper] 4-5-2024