Verdad y caridad


P. Santiago Martín,  FM



El divorcio es siempre una tragedia. Nadie normal se casa para divorciarse. Así lo reconoce la Iglesia, que en el número 2384 del Catecismo lo califica de “ofensa grave a la ley natural”. Pero en el número precedente, el 2383 admite que “Si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral, pero los cónyuges no pueden volverse a casar con otras personas”.

En cualquier caso, la Iglesia y el sentido común aconsejan que, si se ha de producir el divorcio, se haga del modo menos traumático posible, sin convertirlo en un ataque despiadado entre los ex cónyuges y en un proceso que desgarre a los hijos y los utilice como munición que arrojar a la ex pareja para hacerle daño. Por desgracia, los divorcios amistosos son pocos y la mayor parte demuestran con qué facilidad el amor se convierte en odio, pagando todos, incluso los que por odio hacen daño al otro, las consecuencias.

Estoy hablando del divorcio, pero también y, sobre todo, estoy hablando de la situación interna de la Iglesia. Aquí el divorcio sería el equivalente a un cisma. Ya vivimos cismas terribles, como el de Lutero, Calvino y Enrique VIII, que llevó a Europa a una guerra civil que duró 170 años y que, entre otras desgracias, abrió de par en par la puerta al secularismo, pues la conclusión que se sacó es que había que relegar la religión al ámbito privado si se quería vivir en paz. Ahora estamos en las puertas de otro, al menos eso se puede deducir por los síntomas. Me refiero al creciente uso de la violencia entre las partes, tan parecido a la que emplean los ex esposos entre ellos.

El Papa dijo no hace mucho que los cismas son malos y hay que intentar evitarlos, pero que no les tiene miedo. Yo sí les tengo mucho miedo porque veo cómo se desgarran unos a otros. Por un lado, cualquier disentimiento con lo que dice el Papa, o lo que supuestamente dice, con lo que permite o con lo que alienta con determinados nombramientos, es considerado un ataque a su persona y se reclama para el que así actúa, aunque lo haga con el empeño de no ofender y no insulte nunca, la reducción al silencio, los castigos más ejemplares e incluso, si es sacerdote, la expulsión del estado sacerdotal. Pero esta violencia dictatorial, que procede además de aquellos que hasta hace seis años no dudaban en desollar vivos con los peores insultos a los pontífices precedentes, es contestada desde el otro lado también con insultos y descalificaciones; por supuesto, en primer lugar hacia los “amigos del Papa” y hacia el Papa mismo, pero también hacia los que no se desayunan todos los días con ataques feroces al vicario de Cristo, a los que se les considera tibios o vendidos, pues ni siquiera se les concede la posibilidad de que si no son tan feroces como ellos, o como a ellos les gustaría que fueran, es porque quieren ser fieles a su conciencia.

La Iglesia, como un matrimonio en crisis, se está desgarrando por dentro. El cisma, si consiste en diferencias doctrinales y en odio de unos a otros, ya está aquí. Lo que tarde en ser jurídico y oficial no lo sé. Y las consecuencias, como dijo el Señor cuando habló de lo que le ocurriría a un reino en guerra civil, es que se está derrumbando, casa tras casa, persona tras persona. Las consecuencias las pagan los fieles, que serían el equivalente a los hijos en la familia. Pongo un ejemplo: esta semana un obispo italiano decía que el Evangelio es comunista y que los que defendemos la ley en la Iglesia, hemos dejado de ser católicos. ¿Cómo se sienten sus fieles, o los del resto del mundo -pienso en los venezolanos, los cubanos, los nicaragüenses, los bolivianos, por citar algunos- que están sufriendo las consecuencias del comunismo? ¿Y si defiendo la Palabra de Dios y lo que ha enseñado la Iglesia durante dos mil años ya no soy católico? ¿Estamos excomulgados todos los que no somos comunistas y creemos en la Palabra y en la Tradición? ¿En serio, señor obispo?

Creo que hay que defender la verdad, porque la verdad es Cristo. Es decir, hay que defender la verdad de Cristo, que es la plenitud de la verdad. Pero creo que hay que hacerlo como lo haría la Santísima Virgen María. La verdad sin caridad es menos verdad, aunque la primera caridad que debemos tener con el prójimo sea ofrecerle, con amor, la verdad. Hay que luchar por la unidad porque el divorcio aún no se ha consumado, aunque ya se haya producido en el corazón de muchos. El Señor, en aquellas últimas palabras suyas antes de salir para el huerto de los olivos, le pidió al Padre: “que todos sean uno para que el mundo crea”, pero añadió: “como tú y yo somos uno”. Es decir, unidad en la verdad, no unidad a costa de la verdad, porque esa no sería la unidad que Cristo pidió para los suyos. Pero incluso esa unidad verdadera, debe ser buscada y defendida con el amor que pondría una madre para evitar el divorcio de uno de sus hijos. La verdad con caridad y la caridad de la verdad. Como María.

Fuente: Católicos-on-line, noviembre 2019