por Alberto Buela
Los filósofos antiguos comenzando por Platón y Aristóteles y
siguiendo por todos los medievales y los modernos hasta Kant, e incluso
después, siempre han hablado de la avaricia y sus hijas, esto es, de los
distintos modalidades en que se manifiesta.
En estos días y a propósito de una fiesta familiar se me
despertó el pensamiento sobre ella, que se corroboró por actitud de conocidos
en la acumulación exagerada de dinero y bienes y la nula cortedad en el dar. El
ver como se afanan por poseer solo para atesorar.
Una digresión
Los Padres de la Iglesia hablaban de ella cuando lo hacían
acerca de los siete pecados capitales: la lujuria (sexo), gula (glotonería),
avaricia (egoísmo con los bienes), pereza (inacción), ira (agresión a los
demás), envidia (poseer lo del otro), soberbia (mejor que el otro).
No es por casualidad o por una arbitrariedad que la avaricia
aparece entre las siete faltas más graves que el hombre puede cometer, sino
porque de ella se desprenden innumerables hijas: la miserabilidad, la
tacañería, la garronería, el amarretismo, el pijoterismo, el cicaterismo, et alii.
Los exégetas antiguos influenciados por los esquemas de la
retórica tanto griega como latina realizaron, en general, una interpretación
alegórica o por emblemas del Evangelio.
Así los Padres de la Iglesia descomponen parábolas y
enseñanzas evangélicas hasta en los menores detalles y dan significado concreto
a cada uno de estos detalles lo cual los hace caer, muchas veces, en
interpretaciones no sólo arbitrarias sino, incluso, estrafalarias.
Ya los exégetas del Renacimiento con Juan Maldonado a la
cabeza vieron que el alegorismo era inconducente y que las enseñanzas del
Evangelio debían tener un significado literal único sobre el que no podía haber
discusión, sin embargo, ante ciertos pormenores raros que aparecen en sus
enseñanzas hablan de “rasgos ornamentales superfluos”. Y así, cuando no pueden
explicar algo recurren a esta categoría de rasgos ornamentales superfluos.
Pío XII en la encíclica Divino affante spiritu (1943) va a
criticar el alegorismo antiguo y moderno y a proponer el método
histórico-crítico.
Casi desde el comienzo de la modernidad se fue imponiendo un
racionalismo teológico excesivo que terminó en lo que se denominó
“concordismo”, esto es, el esfuerzo por hacer concordar los cuatro Evangelios
(ej. Así, si Mateo habla del sermón en la montaña y Lucas del sermón en el
llano, la explicación que encontraban es que era tanta la gente que entre todos
ocupaban tanto el monte como el bajo). El concordismo fue dejado de lado a
comienzos del siglo XX, siglo en donde se destacó la especialización teológica,
con especialistas de lo mínimo que terminaron disociando la exégesis bíblica
realizada por ellos de la la teología dogmática. Hecho del que se quejó
amargamente el gran teólogo progresista Karl Rahner, diciendo que los trabajos
de los exégetas suscitan problemas dogmáticos de los que ellos se desentienden
totalmente, dejando a los teólogos dogmáticos la resolución de los problemas.
La cuestión la vino a zanjar el Jesús de Nazaret (2007) del
Papa Benedicto XVI donde propone “la exégesis canónica”, pues el remarcado
racionalismo de la exégesis católica actual se acentuó tanto que gran parte de
ella ya no es teología porque ha perdido su relación esencial con la fe
católica.
Benedicto propone que se combinen armónicamente los datos de
la fe católica con los del estudio histórico crítico de los Evangelios.
Esta imbricación profunda y validante entre ambos, el
trabajo de la razón y el aporte de la fe, la venía realizando en Argentina
desde los años 40 ese gran exégeta y teólogo que fue Leonardo Castellani
(1899-1981). Autor de estudios teológicos excepcionales como El Evangelio de
Jesucristo; Doce parábolas cimarronas; Domingueras prédicas; El Apokalipsis de
San Juan; Las Parábolas de Cristo; Cristo,¿vuelve o no vuelve?; Cristo y los
fariseos. Esa vinculación intrínseca entre exégesis bíblica y teología
dogmática está en todas sus obras tanto teológicas como de las otras. En Europa
ha sido ignorado, aunque Jacques Maritain lo citó en Arte y Escolástica. Recién
lo descubren, treinta años después de su muerte, cuando Juan Manuel de Prada
comienza en España a editar sus obras en el 2012 y en Francia se edita Le Verbe
dans le sang (2018).
Todo esto solo para hablar un poco de la avaricia, que
Castellani define, en infinidad de lugares, como el más grande pecado del mundo
de hoy[1].
El concepto
La avaricia es el afán desmedido de poseer muchas cosas y
riqueza por el solo placer de atesorarlas sin compartirlas con nadie.
Se trata de un deseo desordenado de acumulación de bienes y
riqueza más allá de las cantidades requeridas para el vivir bien y en forma
cómoda, que como rasgo distintivo tiene: el no compartirlas con el otro, con el
prójimo que también es un próximo.
Es el apego al dinero y los demás bienes materiales que en
una época materialista como la nuestra se transformó en la mercancía de todos
los días. Nace como temor al futuro y de la inseguridad en uno mismo.
Manifiesta en el fondo un sentimiento de inferioridad.
La avaricia es un pozo sin fondo que agota al avaro en su
esfuerzo interminable que no alcanza nunca su satisfacción. Hoy quiero esto,
mañana esto otro, pasado aquello y así todos los días de su vida. Arturo
Schopenhauer se acerca a su naturaleza cuando define la riqueza: es como el agua
del mar que cuanto más se bebe, más sed se tiene.
El término proviene del latín avaritia, que a su vez viene
del verbo avere que significa desear con avidez algo. En griego se dice
philargiria de philo=amor y argyros= plata= amor a la plata.
Si recordamos la teoría de las virtudes de Aristóteles, la
avaricia sería el extremo por defecto del ahorro, cuyo exceso sería el
despilfarro. Pero como el término medio no es matemático y siempre tiene una
tendencia hacia uno de sus extremos, el ahorro está más cerca de la avaricia
que del despilfarro.
Kant afirma que: «Mientras el avaro se priva de la vida
presente, el derrochador se despoja de la vida futura». El término medio es el
uso adecuado de los bienes, que en cuanto al dinero se llama ahorro en la
sociedad burguesa de hoy. Del ahorro nace la austeridad para la que cualquier
riqueza es suficiente. Así, continua Kant: “el despilfarrador nos resulta un
insensato adorable, en tanto que el avaro se nos antoja un insensato
detestable”.
El avaro en general vive más tiempo porque se ha privado de
múltiples placeres. Él no se avergüenza de su vicio porque no entiende que sea
un vicio
El avaro no pide pero tampoco da. Es un necio más que un
malo, pues se hace daño a sí mismo y sus bienes son solo útiles a sus deudos Como
dice La Bruyère: «El avaro gasta el día de su muerte más que en diez años de
existencia, y su heredero en diez meses más de lo que él gastó a lo largo de su
vida.» En vista de esta última observación, Aristóteles 2300 años antes afirmó:
“Se considera más generosos a aquellos que no han adquirido ellos mismos sus
bienes sino que los han heredado, pues no tienen experiencia de la necesidad
(Eth.Nicomaquea 1120b 11-13).
En la terminología de los viejos filósofos, ellos no hablan
de avaricia sino de iliberalidad, que por defecto se opone a la liberalidad=
eleutheriótes= liberalitas en tanto que la prodigalidad lo sería por exceso.
Hoy estos términos nos resultan ambiguos porque liberal quiere decir otra cosa
diferente que ahorrativo. Y más aun, si por liberal entendemos generoso, cuando
en la vida diaria vemos que los liberales se llevan toda la plata ellos. Es que
la avaricia domina todo en nombre de los negocios de ahí que el avaro no tenga
amigos sino solo clientes.
Es que la generosidad con el dinero, en un mundo
materialista, desapareció de la faz de la tierra, a lo más que podemos aspirar
hoy es al ahorrativo, que es aquel que gasta con medida. Esto ya lo barruntó el
viejo Aristóteles cuando dijo: “La avaricia=filargiria es incurable pues la
vejez y cualquier incapacidad hacen avaros a los hombres y es más connatural a
los seres humanos que el despilfarro” (Eth.Nicomaquea 1121b 15-17 y Rhet. 1389b
27-29). Qué sea más connatural al ser humano la avaricia que la generosidad
hace que todos nosotros seamos un poco avarientos (yo incluido). En mayor o
menor medida hemos perdido aquella enseñanza de nuestros viejos padres
criollos: sé señor de tu dinero.
Tenemos que distinguir la avaricia de la tacañería, del
italiano taccagno, que es aquel que se muestra reacio a gastar. El que busca
gastar lo menos posible. El tacaño lo es con los demás, mientras que el avaro
lo es, incluso, consigo mismo. El tacaño se puede dar una vida regalada, el
avaro nunca. El tacaño esteriliza el dinero y lo acumula en lugar de ponerlo en
movimiento. Aristóteles dice que en griego se dice kimibix/kimbilis= vendedor
de comino, porque tiene gran estima por cosas insignificantes. El tacaño se
queja siempre de cuánto cuestan las cosas y cuando compra algo siempre le
parece caro. Piensa que gasta más de lo debido y entonces evita gastar.
Teofrasto define la tacañería como ausencia de generosidad en lo que atañe al
gasto y con esta definición el tacaño se acerca al mezquino, pero cuando
comienza a lamentar los gastos que lo benefician a él mismo se acerca al avaro.
La otra categoría que entra en juego es la del décimo
mandamiento: la codicia, un afán excesivo de riquezas y bienes ajenos, que a
diferencia de la avaricia no busca atesorarlas, sino solo las quiere tener y
usar en general en forma ilícita e inmoderada.
En la codicia radica la corrupción pública y privada tan de
moda en nuestros días, pues es el deseo de riquezas conseguidas en forma
secreta y privada para usar en forma desmedida.
La codicia y la avaricia se han convertido hoy en los
valores del pensamiento liberal de Occidente. La condición humana está marcada
estos dos disvalores convertidos en
valores por el pensamiento liberal dominante. Su implantación ha dado lugar a
la corrupción política, consagrada por las mayorías parlamentarias.
Todo ello ha creado infinitas injusticias, cuyo efecto más
terrible es el envenenar la convivencia, como sostuviera el padre Castellani,
una y otra vez.
Desde la antigüedad hasta el presente todos los autores que
han tratado el tema nos avisan que muchos son los modos de la avaricia
Aristóteles distingue los tacaños, mezquinos, ruines y al
coimero, el que parte la semilla de comino, pues todos se quedan cortos en el
dar. Y, en cuanto a los que toman en demasía tenemos a los rufianes, los
usureros, los jugadores, los ladrones, los salteadores
San Gregorio sostiene que las hijas de la avaricia, los
vicios que se derivan de ella, son la traición, el fraude, la mentira, el
perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza del corazón. Santo Tomás es de
la misma opinión. En cambio San Irineo sostiene que son nueve.
Otros autores agregan también a los parcos, los ruines, los
miserables, los obstinados, los que se dedican a las obras serviles, los
proxenetas, los que violan las tumbas, los ladrones, etc. Y así podemos hacer
una lista interminable de vicios concatenados a la avaricia.
Esto es lo que sucede con al ética aretaica, la ética de las
virtudes, de la que nosotros participamos y cuya recuperación comenzó con el
“giro aretaico” inaugurado por Max Scheler y su Ética material de los valores
(1916), seguido por Otto Bollnow en su Esencia y cambio de las virtudes (1958)
y el escocés Aladaire MaIntayre en su obra Tras la virtud (1981).
Como el obrar humano se estudia sobre la base de lo
verosímil y no de lo exacto, las virtudes y vicios varían según el criterio de
la época y de los autores. Aun cuando existe un esquema básico de virtudes
cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), que viene desde
Platón, y que está en la base de toda ética aretaica.
Esta ética, deudora indubitable de Platón y Aristóteles
viene a criticar el formalismo del deber de la ética autónoma de Kant y,
también, el universalismo, muchas veces vacío, del “bonum faciendo, malum
vitando= hacer el bien y evitar el mal” en que cayo durante la modernidad la
ética heterónoma.
Para la ética aretaica puede haber acto libre pero no
necesariamente es un acto moral, para ello se necesita ejercitar el libre
renunciamiento que se apoya en la integridad del agente moral, quien no puede
existir sin una ascesis cotidiana y para ello se necesita de la práctica de la
virtud.
Dicho a la inversa, los pequeños sacrificios y
renunciamientos cotidianos van conformando un agente moral que estará en
condiciones de realizar un libre renunciamiento y así sus acciones adquirirán
un valor moral.
Un aporte: sobre el garrón o garronero
Esta hija de la avaricia, hasta donde nosotros sabemos, no
fue tratada como tal por ninguno de los filósofos que nos precedieron. No la
tuvieron en cuenta como tal sino tangencialmente.
En España se llama garrón y en Argentina garronero, a aquel
que vive de los demás logrando que lo inviten sin pagar nada, de lo que consume
o utiliza.
El garronero se considera a sí mismo un tipo listo, poseedor
de la viveza criolla que necesita y depende del otro para existir. Se
diferencia del vividor que “vive a uno determinado”, mientras que el garronero
lo hace sobre todos los que le quedan a la mano o al paso.
Kant lo pinta de forma exhaustiva: “pueden comer y beber a
discreción cuando es a costa de la bolsa de otro, dado que su estómago se
encuentra en perfecto estado».[2] Y Espinosa, aunque tampoco habla del
garronero, lo confirma “ el avaro ansía casi siempre atracarse de la comida y
la bebida ajenas».[3]
El garronero al vivir y medrar a costa de otros se
transforma, por momentos, en un lisonjero y adulador. En el campo se lo llama
también “gorra” y en lunfardo “busca” o “pechador”= aquel que pide prestado a
quien todavía le debe. Carece de norte y de lealtades, salvo las
circunstanciales que le presentan las necesidades de la vida cotidiana. Y al
ser objeto de burla y de desprecio por aquellos a quienes “vive”, posee menos
dignidad que el avaro.
[1] Castellani, Leonardo: El Evangelio de Jesucristo, Ed.
Vórtice, Buenos Aires, 1997
[2] Citado por Thomas Hoffmann, “Kant, acerca del concepto
intelectual del dinero y la tarea de la economía de la filosofía” en revista
Perspectvas, agosto 2014
[3] Espinosa, Baruj: Ética, Ed. Losada, Buenos Aires, 1972