Liberalismo clásico, constitucionalismo y orden social cristiano



por Fernando Romero Moreno

Fuente: Centro Pieper, 19-2-2019


«Las reglas de conducta justa deben, por lo tanto, permitirnos establecer cuál es la esfera en la vida de otros que está protegida. Desde la época de John Locke es habitual describir este ámbito protegido como propiedad (que Locke definió como “la vida, libertad y posesiones de un hombre”). El término supera, sin embargo, una concepción estrecha y puramente material del ámbito protegido que incluye no solamente bienes materiales sino también derechos sobre terceros y ciertas expectativas. Si el concepto de propiedad es interpretado (como lo hizo Locke) en un sentido amplio, entonces es verdad que la ley, en el sentido de reglas justas, y la institución de la propiedad, son inseparables»
F. A. Hayek


La historia política del mundo occidental nos enseña que la existencia de gobiernos con poderes limitados no está relacionada necesariamente con el liberalismo político. Grecia y Roma conocieron el reconocimiento de libertades políticas –aunque no civiles– y la Edad Media es riquísima en la existencia de libertades concretas, de una y otra naturaleza. Ver estos antecedentes como una especie de protoliberalismo –como han hecho ciertos historiadores de las ideas políticas– es, en nuestra opinión, un abuso. Y lo mismo sucede cuando se identifica al pensamiento liberal con los orígenes del constitucionalismo. La palabra constitución, como bien señala Miguel Ayuso, tiene diversos significados: “es conocida –afirma– la polisemia del término constitución. En un sentido amplio toda sociedad –análogamente a los organismos vivos– tiene su constitución, sea cual sea el régimen adoptado. En una segunda acepción menos amplia, la constitución se identifica con la ley fundamental de la comunidad política –del Estado, en la terminología de los iuspublicistas estatistas (…)–. En tercer lugar, más estricto, viene a designar un contrato –al menos tácito– entre los gobernantes y gobernados, por el cual aquéllos tienen limitados sus poderes y deben reconocer a éstos ciertos derechos o libertades: la constitución se sitúa, pues, en función del movimiento ideológico primero y político después de la Ilustración y de las Revoluciones inglesa, americana y francesa. Finalmente, en un sentido estrictísimo, sobrepuesto al inmediatamente anterior, restringiéndolo, desde luego matizándolo y quizá alterándolo, se entiende que la libertad política a que la constitución se dirige sólo se alcanza cuando existe un mecanismo de control de la constitucionalidad de las leyes” (Miguel Ayuso, Lenguaje político y derecho constitucional, en “Revista Internacional de Filosofía Práctica - Circa Humana Philosophia” págs. 91-92). El liberalismo está pues vinculado, no al constitucionalismo, sino a una modalidad del mismo que arranca en los siglos XVII-XVIII, en tiempos de la Ilustración. Vamos a ver qué entendemos entonces por liberalismo, por constitucionalismo liberal y el juicio que ambos merecen desde la Doctrina Social de la Iglesia.


La tradición liberal

El liberalismo es una doctrina cuyo eje gira alrededor de las nociones de persona y derechos individuales. También podemos decir que es una ideología, en la medida en que resultó funcional a los intereses de cierta burguesía (ideología como “fachada” que encubre intereses de poder) o de algunos Estados y que tuvo por premisa filosófica un cierto nominalismo social (negación del carácter real, aunque accidental, de lo comunitario y lo institucional), lo cual incluiría a esta doctrina dentro del inmanentismo ideológico moderno. Pero esto último no se puede predicar del liberalismo “in totum”. Tampoco parece tener fundamento histórico el sostener que fue una creación adrede de dicha burguesía o de comunidades políticas que se beneficiaron de la exportación de ideas liberales (por caso, Gran Bretaña o EE.UU con la difusión del libre comercio). “Ser funcional a cierta burguesía o a determinados Estados” no es lo mismo que “haber sido creado por ellos”. En consecuencia, el carácter “ideológico” del liberalismo sólo se da en ciertos pensadores y no se puede aplicar a esta doctrina como una característica general. Por último, es necesario comprender los caracteres fundamentales del pensamiento liberal para advertir qué clase de constitucionalismo le es connatural. Antes de abordar esta cuestión nos parece importante hacer dos aclaraciones:

a) Sin que sean dos cosas totalmente distintas, no parece correcto identificar de modo absoluto la tradición liberal teórica (es decir, lo escrito por sus representantes más característicos) con el liberalismo histórico-concreto, tal como este se manifestó en sus momentos de mayor esplendor. Por caso, los Estados Unidos anteriores a la Guerra de Secesión, la Inglaterra victoriana o la Argentina de la Generación del 80, naciones en las cuales –aun en medio de un consenso fundamentalmente liberal– existieron prácticas contrarias al liberalismo teórico y eso no por influencia de corrientes contrarias conservadoras, tradicionalistas o socialistas –por lo menos no exclusivamente–, sino por obra de los mismos políticos liberales. Por ej. el “proteccionismo al extranjero” de Juan Bautista Alberdi, por mencionar un hecho que nos toca de cerca a los argentinos. Esto nos previene contra la tentación de explicar los acontecimientos históricos desde causas puramente intelectuales. En la realidad operan también otros motivos, más o menos nobles, más o menos coherentes y muchas veces intereses que se defienden y que en ocasiones poco tienen que ver con el ideario al cual se dice adherir;

b) En segundo lugar, cuando en este escrito hablamos de liberalismo, nos referimos con exclusividad a la corriente que parece más consistente en relación a ese punto de partida que es la defensa de la libertad individual sin más límites que los derechos de terceros y el orden público. La palabra liberal encierra, según una división que se ha hecho ya común, dos tendencias fundamentales: una llamada del liberalismo clásico o anglosajón, en la cual se ubica a pensadores como John Locke, David Hume, Adam Ferguson, Adam Smith, los autores norteamericanos de El Federalista, Alexis de Tocqueville, B. Constant, Lord Acton (por mencionar a los más característicos), y cuyos seguidores actuales se encuentran agrupados en torno a la Escuela Austríaca de Economía (Mises–Hayek), a la Escuela de Chicago (Milton Friedman), a la Economía Social de Mercado (Röpke–Erhard) y a la Escuela de la Opción Pública (James Buchanan). La otra vertiente es la del liberalismo galicano, constructivista o más genéricamente –según nuestra definición– “progresista”, que se advierte en las ideas de J. J. Rousseau, en el racionalismo de la Ilustración Francesa, en los “liberals estadounidenses” (Dewey, Galbraith, Dworkin, Rawls) y en general en toda corriente que defiende el modelo “democracia relativista–capitalismo de bienestar”. A caballo entre ambas tradiciones y con dificultad para ubicarlas en una u otra podemos mencionar a J. Bentham, J. Stuart Mill y H. Spencer.  El liberalismo clásico tiene como referentes históricos a las Revoluciones Inglesa de 1688 y Norteamericana de 1776, mientras que el progresista se halla más cabalmente expresado en la Revolución Francesa de 1789. Una interpretación bastante extendida contrapone de manera absoluta ambos liberalismos: nosotros adherimos, sin embargo, a la opinión de Ayuso quien, reconociendo las diferencias importantes que existen, señala un núcleo de coincidencias básicas que permiten hablar del liberalismo como una ideología común a las dos corrientes mencionadas. En ese sentido podríamos decir que “liberalismo” es un término análogo y no equívoco. Pero siendo la corriente clásica o anglosajona la más coherente, como dijimos, con el individualismo de base, es a ella a la que nos referiremos al hablar seguidamente de “constitucionalismo liberal”.


El liberalismo clásico

Podemos distinguir al liberalismo clásico por las siguientes características:

1.- Individualismo/Personalismo: el punto de partida del liberalismo es la defensa de un ámbito jurídico de inmunidad frente al gobierno y frente a las demás personas, que se expresa habitualmente en expresiones como aquella de que el fin de la comunidad política es la protección y defensa de los derechos individuales, entendiendo por estos –y siguiendo la clasificación de Locke– a la seguridad, la vida, la libertad y la propiedad. Estos derechos y libertades no necesariamente son entendidos de un modo abstracto, pues en esta corriente influye mucho la tradición del “common law”, y tampoco supone de suyo una fundamentación relativista, pues muchos liberales son partidarios de cierto iusnaturalismo. Naturalmente ese iusnaturalismo poco o nada tiene que ver con el derecho natural clásico–cristiano, orgánico, solidarista y subsidiarista;

2.- Laicidad aconfesional y/o laicismo moderado: La religión no es vista como algo malo, sino generalmente como algo positivo, pero no se hacen juicios de valor –con consecuencias jurídicas y políticas– acerca de cuál sea la verdadera (indiferentismo social). De modo que se defiende una separación “amistosa” entre Iglesia y Estado en términos de neutralidad axiológica, según aquel dicho conocido de “la Iglesia libre en el Estado libre” y una amplia libertad de cultos, sin más límites que los derechos de otras personas y el orden público. Excepcionalmente algunos liberales no se han opuesto a determinados modelos de confesionalidad del Estado, siempre y cuando fuera garantizada la libertad religiosa;

3.- Economía de mercado: La libertad económica se considera óptimamente garantizada –mientras no se descubra un sistema mejor– dentro de un régimen capitalista en el cual todas las variables –precios, salarios, tasa de interés, condiciones de trabajo, comercio internacional, etc.– están reguladas por la ley de la oferta y la demanda, en la convicción de que los precios reflejan la escala de necesidades individuales y orientan a los empresarios a invertir según los requerimientos de la demanda. El papel del Estado según esta concepción es mínimo y sólo algunos liberales –sobre todo los de la Economía Social de Mercado– admiten “intervenciones conformes al mercado”, para evitar la formación de monopolios, oligopolios y eventualmente –según el pensamiento de Röpke– para defender ciertos valores tradicionales;

4.- Democracia limitada: la libertad política supone, en la concepción liberal, la posibilidad de participar del modo más pleno en la gestión de los asuntos públicos y esto se traduce en la preferencia por un sistema de tipo democrático, sea bajo la forma republicana –los más– o bajo la forma monárquica, aunque no se excluye la justificación temporal de gobiernos de facto que supriman la libertad política por razones de seguridad, mientras no se alteren las libertades civiles fundamentales. Pero la democracia no puede traducirse en un imperio totalitario de la mayoría, que termine violando esos mismos derechos individuales que son la quintaesencia del ideario liberal. De modo que, así como el liberalismo nació históricamente como una reacción frente al absolutismo monárquico, también se manifiesta contra toda suerte de despotismo democrático, tiranía de las masas o populismo demagógico. Las mayorías tienen un claro límite entonces en la protección de las libertades individuales. La democracia liberal implica división de poderes (no concebidos necesariamente de modo racionalista), constitución (escrita o no), y derechos y garantías amparados por un orden jurídico espontáneo y por lo tanto, no codificado;

5.- Descentralización política y administrativa: La protección de ámbitos de inmunidad jurídica amplios requiere gobiernos que se puedan controlar del modo más directo posible y en los cuales las limitadísimas competencias políticas estén cercanas a los ciudadanos. Por eso los liberales clásicos son partidarios de formas de estado federales, y algunos incluso llegaron a defender modelos confederados. En todo caso, es contrario al pensamiento liberal clásico todo sistema excesivamente centralizado, sea a nivel nacional como internacional. Valga la pena aclarar, de paso, que realidades como las de patria y nación son vistas en esta tradición como “peligrosas”, siempre que no se refieran a una simple vinculación contractual y sentimental con el lugar en el que se ha nacido, contrato naturalmente revocable por el individuo. Pero en general, son contrarios también a la formación de una suerte de gobierno mundial;

6.- Reformismo social: Sin negar la legitimidad del “ius resistendi” en ciertos casos de tiranía manifiesta, la violencia no es vista según el liberalismo como lícita para promover o acelerar cambios, ni siquiera con vistas a la promoción de un orden liberal. Tanto por razones antropológicas como gnoseológicas que no es del caso explicar ahora (pero que están vinculadas a la noción de conocimiento limitado), el liberalismo entiende que la mejor manera de alcanzar cambios profundos, duraderos y justos es mediante la libre discusión de conjeturas (la expresión es de Popper), y de procedimientos pacíficos y democráticos. De modo que cualquier clase de revolución “constructivista” (sea de izquierda o de derecha), de jacobinismo político o de ingeniería social, es reputada como nociva, contraproducente y opuesta a la dignidad de la persona humana.

Los fundamentos filosóficos de estos planteos no son los mismos en todos los autores, pero a título meramente indicativo podemos mencionar tres grandes tradiciones que coexisten en el liberalismo (pero que no son las únicas): el iusnaturalismo individualista, el utilitarismo y el llamado personalismo cristiano. La Doctrina Social de la Iglesia ha condenado este liberalismo por su carácter individualista, naturalista y laicista, aunque no siempre se opuso al uso de la palabra “liberal” –aunque sí la desaconsejó o le puso reparos– como puede advertirse en documentos de San Pío X, Pablo VI y Benedicto XVI. Tampoco está condenado de suyo un liberalismo “institucional” (no “filosófico”) que defienda la democracia republicana, el constitucionalismo, el federalismo, la economía de mercado, el control de constitucionalidad, la división de poderes, etc., siempre que lo haga no desde la “ideología liberal” sino desde los principios y las normas esenciales de la Doctrina Social de la Iglesia. En tal sentido, al condenar el error “americanista”, León XIII afirmó que “si por este nombre debe entenderse” la “condición política y las leyes y costumbres por las cuales sois gobernados (los norteamericanos), no hay ninguna razón para rechazar este nombre”, es decir el “americanismo político”. Esa “condición política, leyes y costumbres” son precisamente las del liberalismo clásico “institucional”.

En cuanto al llamado liberalismo católico (tanto el conservador como el progresista), el Magisterio condenó sus manifestaciones más radicalizadas, es decir las representadas por Lammennais como las defendidas por el movimiento francés Le Sillon, pero no la versión moderada del mismo defendida por Mons. Dupanloup, Lacordaire, Montalembert, Rosmini, Ozanam, entre otros. Tampoco condenó la Doctrina Social de la Iglesia el “capitalismo” sino su variante individualista o “liberal”, como supo aclararlo Carlos A. Sacheri en su “El Orden Natural”, distinción que se desprende de afirmaciones hechas por algunos Papas anteriores al Concilio Vaticano II como por los posteriores, en especial las sostenidas por Juan Pablo II y Benedicto XVI.


El orden constitucional liberal

El constitucionalismo coherente con este modo de ver la comunidad política concibe al Gobierno como un simple garante de los derechos individuales y en no pocos autores como un “mal necesario” (los católicos liberales hablan de la primacía del bien común pero lo reducen a un “conjunto de condiciones” constituidas por los derechos humanos llamados de primera generación, que no es lo que enseña la Iglesia, analizando la totalidad de su Magisterio social y no sólo citas aisladas). Ezequiel Gallo lo ha explicado así: “Para un liberal clásico es bueno todo lo que posibilita una mayor extensión del ámbito de la interacción espontánea de los individuos. Es malo todo lo que interfiere con su libre desarrollo. Como, sin embargo, ese orden espontáneo requiere la existencia de reglas mínimas de tolerancia recíproca, se hace necesaria la presencia de un aparato de coerción limitado exclusivamente a hacerlas respetar” (Ezequiel Gallo, “Notas sobre el liberalismo clásico” en VV.AA. “Liberalismo y sociedad”, Ediciones Macchi, Bs. As., 1984, pág. 6). Es decir que para el liberalismo el valor máximo a defender en la vida política es la libertad individual (no necesariamente como permisivismo moral sino como inmunidad de coacción), siempre que se respeten los derechos de terceros y el orden público. En consecuencia, todo el derecho constitucional girará en torno a dos pivotes esenciales: limitar todo lo que se pueda el poder del “Estado” y dar un marco jurídico adecuado para defender la libertad individual.

 La Constitución puede ser, como dijimos, escrita o no; puede estar codificada o dispersa; puede contener una enumeración de derechos individuales expresamente reconocidos o puede no decir nada (suponiendo en ese caso que lo que no está expresamente prohibido, está permitido). Pero siempre debe garantizar que haya división de poderes –preferentemente sin poderes legislativos para el Ejecutivo, aunque algunos defienden el presidencialismo de la Constitución estadounidense–, elecciones democráticas (con sufragio calificado o universal, directo o indirecto según los casos), responsabilidad de los funcionarios públicos, periodicidad en el ejercicio de los cargos de gobierno, derechos individuales (los llamados “sociales” son vistos como bienes que puede garantizar el mercado y que es peligroso e ilegítimo confiarlos a la acción –aunque sea subsidiaria– de los cuerpos intermedios y del poder político, salvo de modo excepcional), garantías procesales (y un sistema en tal sentido dispositivo en el ámbito civil y acusatorio en el penal), separación “amistosa” entre Iglesia y Estado (laicidad, aconfesionalidad en tesis o de máxima una confesionalidad con amplia libertad religiosa), control de constitucionalidad de las leyes (en principio judicial) y una forma de estado federal o al menos claramente descentralizada. En los EE.UU, por poner un ejemplo acerca de las características que el constitucionalismo liberal tiene, las sentencias judiciales, en ciertas ocasiones, valoran más la libertad individual entendiéndola como “privacidad” (independientemente del juicio moral que la conducta concreta merezca) y dando una preferencia mayor a las libertades de culto, de expresión, de prensa y económica. Por eso los efectos `públicos´ negativos que el ejercicio de dichas libertades generan, alientan desde hace varias décadas los estudios en torno a la llamada “internalización de externalidades negativas” a que son propensos los liberales “libertarios” y ciertos conservadores americanos.


Liberalismo clásico y orden social cristiano

Las incompatibilidades con un orden social cristiano –aun en el “liberalismo católico” radicalizado– han quedado de un modo u otro esbozadas (con la excepción de un posible liberalismo “institucional”) por las siguientes razones: negación o minusvaloración de la sociabilidad y politicidad natural del hombre o su reducción a un simple modo de “cooperación social” para amparar la autonomía individual y lograr progresos económicos, culturales o políticos; oposición a la idea de bien común o su interpretación como un simple “conjunto de condiciones” dentro del  sistema de protección de libertades individuales; desconocimiento de los derechos propios de los cuerpos intermedios y del poder político; desnaturalización, cuando no negación también, de las nociones de patria y nación; laicismo moderado; distorsión –en nombre del libre mercado– de  las clásicas ideas de precio y salario justo, reciprocidad en los cambios, préstamo a interés, propiedad privada, libre empresa, condiciones dignas de labor, justicia social, subsidiariedad y solidaridad, entre otras; y sobre todo, como algo que está presente de modo explícito o implícito, tanto en las corrientes de la Ilustración anglo-escocesa como en las “cristianas”, el naturalismo o semi–naturalismo político, con lo que supone de negación del carácter social de la religión, de los límites objetivos a la libertad religiosa (que no son sólo los derechos de terceros sino los que se desprenden de un orden público no concebido de manera naturalista y del orden objetivo moral, que incluye la ley natural y el derecho divino–positivo), de los derechos propios y distintivos de la Iglesia Católica, y de la realeza de Cristo sobre todo el orden social (pelagianismo o semipelagianismo políticos).

Como afirmamos al principio si por “liberalismo” se entendiera sólo la propuesta “institucional” dentro de las normas o principios permanentes de la Doctrina Social de la Iglesia (que incluyen, por caso, sostener en tesis el ideal del Estado católico o la virtud del patriotismo); si se entendiera aquélla según una “hermenéutica de la continuidad” que tenga en cuenta todo el Magisterio, tanto el anterior como el posterior al Concilio Vaticano II; y si hubiera al menos un pensador que lograra una síntesis coherente de dicho liberalismo “institucional” con la Doctrina Social de la Iglesia, la cuestión sería sólo terminológica y no habría incompatibilidad con la Fe y la Moral católicas. Esto puede explicar en parte el sentido positivo con que el entonces Cardenal Ratzinger utilizó el término “liberal” en su famoso debate con Habermas, donde ambos usaron ese vocablo como sinónimo de “estado de derecho”, aunque con distintas visiones axiológicas. Tal vez esa síntesis se logre algún día, aunque nosotros seguiremos oponiéndonos a dicho liberalismo “institucional” desde la filosofía política, pues proponemos otro Ideario político y económico (monarquía o república tradicional, social y representativa; cuerpos intermedios con procuradores dotados de mandato imperativo; organización profesional corporativa y una moderada como selectiva protección industrial, que ordene con medidas prudentes y moderadas una sana economía de mercado; difusión equitativa de la propiedad privada de los medios de producción; defensa de la vida rural y de algunas propuestas distributistas; federalismo histórico–tradicional de base municipal; unidad de poder político y equilibrio de funciones entre los órganos de gobierno; derecho foral con pluralidad de fuentes jurídicas; etc.).

Empero, creemos que, dada la connotación negativa que la palabra “liberal” ha tenido y sigue teniendo en el Magisterio, como la inexistencia de un liberalismo “real” que no asuma alguno de los errores señalados, su uso, para un católico, es algo que, de mínima, confunde. Además, los pensadores que asumen (al menos parcialmente) dichas instituciones pero dentro de valores tradicionales, suelen autodenominarse conservadores o tradicionalistas moderados y no liberales (como Richard Weaver, Russell Kirk, Pat Buchanan, Wilmoore Kendall, Roger Scruton, Florentino Pérez Embid, Gonzalo Fernández de la Mora, Ricardo de la Cierva, Ricardo A. Paz, Eduardo Ventura, entre muchos otros). Por lo demás, los referentes del liberalismo católico contemporáneo, al margen de sus valiosos aportes, no nos parece que hayan logrado una síntesis ortodoxa de las instituciones liberales con lo inmutable de la Doctrina Social de la Iglesia. Pensamos sobre todo en intelectuales como Michael Novak, George Weigel, Rocco Buttiglione, Gabriel Zanotti, Rafael Termes, Martín Rhonheimer o Juan Manuel Burgos (por mencionar sólo a algunos), aunque podrían lograrlo en el futuro (no descartamos esa hipótesis).

En todo caso, el liberalismo “ideológico” (naturalista, individualista y laicista) sí es incompatible con un Orden Social Cristiano. Para dejar del todo clara esta cuestión, nos parece importante finalizar este artículo citando dos intervenciones de la Santa Sede durante el pontificado de San Pío X que orientan con criterios claros respecto de los diversos aspectos de esta cuestión: “No acusar a nadie como no católico o menos católico por el solo hecho de militar en partidos políticos llamados o no llamados liberales, si bien este nombre repugna justamente a muchos, y mejor sería no emplearlo. Combatir «sistemáticamente» a hombres y partidos por el solo hecho de llamarse liberales, no sería justo ni oportuno; combátanse los actos y las doctrinas reprobables, cuando se producen, sea cual fuere el partido a que estén afiliados los que ponen tales actos o sostienen tales doctrinas (…). No sería justo ser de tal manera inexorables por los menores deslices políticos de los hombres afiliados a los partidos llamados liberales que por tendencia y por actitud política sean ordinariamente más respetuosos con la Iglesia que la generalidad de los hombres políticos de otros partidos, que se creyera obra buena atacarles sistemáticamente, presentándoles como a los peores enemigos de la Religión y de la Patria, como a «imitadores de Lucifer», etc., pues semejantes calificativos convienen al «liberalismo doctrinario» y a sus hombres en cuanto sean sostenedores contumaces y habituales de errores y doctrinas contrarios a los derechos de Dios y de la Iglesia, abusando del nombre de católicos en sus mismas aberraciones, y no a los que quieren ser verdaderos católicos, por más que en las esferas del Gobierno o en su acción política falten en algún caso práctico, por ignorancia o por debilidad, a lo que deben a su Religión o a su Patria. Combátanse con prudencia y discreción estos deslices, nótense estas debilidades que tantos males suelen causar; pero en todo lo bueno y honesto que hagan déseles apoyo y oportuna cooperación, exigiendo a su vez por ella cuantos bienes se puedan hic et nunc alcanzar en beneficio de la Religión y de la Patria” (Autorizadas instrucciones a los católicos, publicadas en “El Siglo futuro”, 30 de enero de 1909).

Y también lo que sigue: “Para evitar mejor cualquier idea inexacta en el uso y aplicación de la palabra «liberalismo», téngase siempre presente la doctrina de León XIII en la Encíclica Libertas, del 20 de Junio de 1888, como también las importantes instrucciones comunicadas por orden del mismo Sumo Pontífice, por el eminentísimo Cardenal Rampolla, secretario de Estado, al Arzobispo de Bogotá y a los otros Obispos de Colombia en la Carta Plures e Columbiae, del 6 de Abril de 1900, donde, entre las demás cosas, se lee: «En esta materia se ha de tener a la vista lo que la Suprema Congregación del Santo Oficio hizo saber a los Obispos de Canadá el día 29 de Agosto de 1877, a saber: que la Iglesia al condenar el liberalismo no ha intentado condenar todos y cada uno de los partidos políticos que por ventura se llaman liberales. Esto mismo se declaró también en carta que por orden del Pontífice dirigí yo al Obispo de Salamanca el 17 de Febrero de 1891, pero añadiendo estas condiciones, a saber: que los católicos que se llaman liberales, en primer lugar acepten sinceramente todos los capítulos doctrinales enseñados por la Iglesia y estén prontos a recibir los que en adelante ella misma enseñare: además, ninguna cosa se propongan que explícita o implícitamente haya sido condenada por la Iglesia: finalmente, siempre que las circunstancias lo exigieren, no rehúsen, como es razón, expresar abiertamente su modo de sentir conforme en todo con las doctrinas de la Iglesia. Decíase, además, en la misma carta que era de desear el que los católicos escogiesen y tomasen otra denominación con que apellidar sus propios partidos, no fuera que, adoptando la de liberales, diesen a los fieles ocasión de equívoco o de extrañeza; por lo demás, que no era lícito notar con censura teológica y mucho menos tachar de herético al liberalismo cuando se le atribuye sentido diferente del fijado por la Iglesia al condenarlo, mientras que la misma Iglesia no manifieste otra cosa»”

(Normas de San Pío X a los católicos españoles, Secretaría de Estado de Su Santidad, 20 de abril de 1911).