por Fernando Romero Moreno
Fuente: Centro Pieper, 19-2-2019
«Las reglas de conducta justa
deben, por lo tanto, permitirnos establecer cuál es la esfera en la vida de
otros que está protegida. Desde la época de John Locke es habitual describir
este ámbito protegido como propiedad (que Locke definió como “la vida, libertad
y posesiones de un hombre”). El término supera, sin embargo, una concepción
estrecha y puramente material del ámbito protegido que incluye no solamente
bienes materiales sino también derechos sobre terceros y ciertas expectativas.
Si el concepto de propiedad es interpretado (como lo hizo Locke) en un sentido
amplio, entonces es verdad que la ley, en el sentido de reglas justas, y la
institución de la propiedad, son inseparables»
F. A. Hayek
La historia política del mundo
occidental nos enseña que la existencia de gobiernos con poderes limitados no
está relacionada necesariamente con el liberalismo político. Grecia y Roma
conocieron el reconocimiento de libertades políticas –aunque no civiles– y la
Edad Media es riquísima en la existencia de libertades concretas, de una y otra
naturaleza. Ver estos antecedentes como una especie de protoliberalismo –como
han hecho ciertos historiadores de las ideas políticas– es, en nuestra opinión,
un abuso. Y lo mismo sucede cuando se identifica al pensamiento liberal con los
orígenes del constitucionalismo. La palabra constitución, como bien señala
Miguel Ayuso, tiene diversos significados: “es conocida –afirma– la polisemia
del término constitución. En un sentido amplio toda sociedad –análogamente a
los organismos vivos– tiene su constitución, sea cual sea el régimen adoptado.
En una segunda acepción menos amplia, la constitución se identifica con la ley
fundamental de la comunidad política –del Estado, en la terminología de los
iuspublicistas estatistas (…)–. En tercer lugar, más estricto, viene a designar
un contrato –al menos tácito– entre los gobernantes y gobernados, por el cual
aquéllos tienen limitados sus poderes y deben reconocer a éstos ciertos
derechos o libertades: la constitución se sitúa, pues, en función del
movimiento ideológico primero y político después de la Ilustración y de las
Revoluciones inglesa, americana y francesa. Finalmente, en un sentido
estrictísimo, sobrepuesto al inmediatamente anterior, restringiéndolo, desde
luego matizándolo y quizá alterándolo, se entiende que la libertad política a
que la constitución se dirige sólo se alcanza cuando existe un mecanismo de
control de la constitucionalidad de las leyes” (Miguel Ayuso, Lenguaje político
y derecho constitucional, en “Revista Internacional de Filosofía Práctica -
Circa Humana Philosophia” págs. 91-92). El liberalismo está pues vinculado, no
al constitucionalismo, sino a una modalidad del mismo que arranca en los siglos
XVII-XVIII, en tiempos de la Ilustración. Vamos a ver qué entendemos entonces
por liberalismo, por constitucionalismo liberal y el juicio que ambos merecen
desde la Doctrina Social de la Iglesia.
La tradición liberal
El liberalismo es una doctrina
cuyo eje gira alrededor de las nociones de persona y derechos individuales.
También podemos decir que es una ideología, en la medida en que resultó
funcional a los intereses de cierta burguesía (ideología como “fachada” que
encubre intereses de poder) o de algunos Estados y que tuvo por premisa
filosófica un cierto nominalismo social (negación del carácter real, aunque
accidental, de lo comunitario y lo institucional), lo cual incluiría a esta
doctrina dentro del inmanentismo ideológico moderno. Pero esto último no se
puede predicar del liberalismo “in totum”. Tampoco parece tener fundamento
histórico el sostener que fue una creación adrede de dicha burguesía o de
comunidades políticas que se beneficiaron de la exportación de ideas liberales
(por caso, Gran Bretaña o EE.UU con la difusión del libre comercio). “Ser
funcional a cierta burguesía o a determinados Estados” no es lo mismo que
“haber sido creado por ellos”. En consecuencia, el carácter “ideológico” del
liberalismo sólo se da en ciertos pensadores y no se puede aplicar a esta
doctrina como una característica general. Por último, es necesario comprender
los caracteres fundamentales del pensamiento liberal para advertir qué clase de
constitucionalismo le es connatural. Antes de abordar esta cuestión nos parece
importante hacer dos aclaraciones:
a) Sin que sean dos cosas
totalmente distintas, no parece correcto identificar de modo absoluto la tradición
liberal teórica (es decir, lo escrito por sus representantes más
característicos) con el liberalismo histórico-concreto, tal como este se
manifestó en sus momentos de mayor esplendor. Por caso, los Estados Unidos
anteriores a la Guerra de Secesión, la Inglaterra victoriana o la Argentina de
la Generación del 80, naciones en las cuales –aun en medio de un consenso
fundamentalmente liberal– existieron prácticas contrarias al liberalismo
teórico y eso no por influencia de corrientes contrarias conservadoras,
tradicionalistas o socialistas –por lo menos no exclusivamente–, sino por obra
de los mismos políticos liberales. Por ej. el “proteccionismo al extranjero” de
Juan Bautista Alberdi, por mencionar un hecho que nos toca de cerca a los
argentinos. Esto nos previene contra la tentación de explicar los
acontecimientos históricos desde causas puramente intelectuales. En la realidad
operan también otros motivos, más o menos nobles, más o menos coherentes y
muchas veces intereses que se defienden y que en ocasiones poco tienen que ver
con el ideario al cual se dice adherir;
b) En segundo lugar, cuando en
este escrito hablamos de liberalismo, nos referimos con exclusividad a la
corriente que parece más consistente en relación a ese punto de partida que es
la defensa de la libertad individual sin más límites que los derechos de
terceros y el orden público. La palabra liberal encierra, según una división
que se ha hecho ya común, dos tendencias fundamentales: una llamada del
liberalismo clásico o anglosajón, en la cual se ubica a pensadores como John
Locke, David Hume, Adam Ferguson, Adam Smith, los autores norteamericanos de El
Federalista, Alexis de Tocqueville, B. Constant, Lord Acton (por mencionar a
los más característicos), y cuyos seguidores actuales se encuentran agrupados
en torno a la Escuela Austríaca de Economía (Mises–Hayek), a la Escuela de
Chicago (Milton Friedman), a la Economía Social de Mercado (Röpke–Erhard) y a
la Escuela de la Opción Pública (James Buchanan). La otra vertiente es la del
liberalismo galicano, constructivista o más genéricamente –según nuestra
definición– “progresista”, que se advierte en las ideas de J. J. Rousseau, en
el racionalismo de la Ilustración Francesa, en los “liberals estadounidenses”
(Dewey, Galbraith, Dworkin, Rawls) y en general en toda corriente que defiende
el modelo “democracia relativista–capitalismo de bienestar”. A caballo entre
ambas tradiciones y con dificultad para ubicarlas en una u otra podemos
mencionar a J. Bentham, J. Stuart Mill y H. Spencer. El liberalismo clásico tiene como referentes
históricos a las Revoluciones Inglesa de 1688 y Norteamericana de 1776,
mientras que el progresista se halla más cabalmente expresado en la Revolución
Francesa de 1789. Una interpretación bastante extendida contrapone de manera
absoluta ambos liberalismos: nosotros adherimos, sin embargo, a la opinión de
Ayuso quien, reconociendo las diferencias importantes que existen, señala un
núcleo de coincidencias básicas que permiten hablar del liberalismo como una
ideología común a las dos corrientes mencionadas. En ese sentido podríamos
decir que “liberalismo” es un término análogo y no equívoco. Pero siendo la
corriente clásica o anglosajona la más coherente, como dijimos, con el
individualismo de base, es a ella a la que nos referiremos al hablar
seguidamente de “constitucionalismo liberal”.
El liberalismo clásico
Podemos distinguir al liberalismo
clásico por las siguientes características:
1.- Individualismo/Personalismo:
el punto de partida del liberalismo es la defensa de un ámbito jurídico de
inmunidad frente al gobierno y frente a las demás personas, que se expresa
habitualmente en expresiones como aquella de que el fin de la comunidad política
es la protección y defensa de los derechos individuales, entendiendo por estos
–y siguiendo la clasificación de Locke– a la seguridad, la vida, la libertad y
la propiedad. Estos derechos y libertades no necesariamente son entendidos de
un modo abstracto, pues en esta corriente influye mucho la tradición del
“common law”, y tampoco supone de suyo una fundamentación relativista, pues
muchos liberales son partidarios de cierto iusnaturalismo. Naturalmente ese
iusnaturalismo poco o nada tiene que ver con el derecho natural
clásico–cristiano, orgánico, solidarista y subsidiarista;
2.- Laicidad aconfesional y/o
laicismo moderado: La religión no es vista como algo malo, sino generalmente
como algo positivo, pero no se hacen juicios de valor –con consecuencias
jurídicas y políticas– acerca de cuál sea la verdadera (indiferentismo social).
De modo que se defiende una separación “amistosa” entre Iglesia y Estado en
términos de neutralidad axiológica, según aquel dicho conocido de “la Iglesia
libre en el Estado libre” y una amplia libertad de cultos, sin más límites que
los derechos de otras personas y el orden público. Excepcionalmente algunos
liberales no se han opuesto a determinados modelos de confesionalidad del
Estado, siempre y cuando fuera garantizada la libertad religiosa;
3.- Economía de mercado: La
libertad económica se considera óptimamente garantizada –mientras no se
descubra un sistema mejor– dentro de un régimen capitalista en el cual todas
las variables –precios, salarios, tasa de interés, condiciones de trabajo,
comercio internacional, etc.– están reguladas por la ley de la oferta y la
demanda, en la convicción de que los precios reflejan la escala de necesidades
individuales y orientan a los empresarios a invertir según los requerimientos
de la demanda. El papel del Estado según esta concepción es mínimo y sólo
algunos liberales –sobre todo los de la Economía Social de Mercado– admiten
“intervenciones conformes al mercado”, para evitar la formación de monopolios,
oligopolios y eventualmente –según el pensamiento de Röpke– para defender
ciertos valores tradicionales;
4.- Democracia limitada: la
libertad política supone, en la concepción liberal, la posibilidad de
participar del modo más pleno en la gestión de los asuntos públicos y esto se
traduce en la preferencia por un sistema de tipo democrático, sea bajo la forma
republicana –los más– o bajo la forma monárquica, aunque no se excluye la
justificación temporal de gobiernos de facto que supriman la libertad política
por razones de seguridad, mientras no se alteren las libertades civiles
fundamentales. Pero la democracia no puede traducirse en un imperio totalitario
de la mayoría, que termine violando esos mismos derechos individuales que son
la quintaesencia del ideario liberal. De modo que, así como el liberalismo
nació históricamente como una reacción frente al absolutismo monárquico,
también se manifiesta contra toda suerte de despotismo democrático, tiranía de
las masas o populismo demagógico. Las mayorías tienen un claro límite entonces
en la protección de las libertades individuales. La democracia liberal implica
división de poderes (no concebidos necesariamente de modo racionalista),
constitución (escrita o no), y derechos y garantías amparados por un orden
jurídico espontáneo y por lo tanto, no codificado;
5.- Descentralización política y
administrativa: La protección de ámbitos de inmunidad jurídica amplios requiere
gobiernos que se puedan controlar del modo más directo posible y en los cuales
las limitadísimas competencias políticas estén cercanas a los ciudadanos. Por
eso los liberales clásicos son partidarios de formas de estado federales, y
algunos incluso llegaron a defender modelos confederados. En todo caso, es
contrario al pensamiento liberal clásico todo sistema excesivamente centralizado,
sea a nivel nacional como internacional. Valga la pena aclarar, de paso, que
realidades como las de patria y nación son vistas en esta tradición como
“peligrosas”, siempre que no se refieran a una simple vinculación contractual y
sentimental con el lugar en el que se ha nacido, contrato naturalmente
revocable por el individuo. Pero en general, son contrarios también a la
formación de una suerte de gobierno mundial;
6.- Reformismo social: Sin negar
la legitimidad del “ius resistendi” en ciertos casos de tiranía manifiesta, la
violencia no es vista según el liberalismo como lícita para promover o acelerar
cambios, ni siquiera con vistas a la promoción de un orden liberal. Tanto por
razones antropológicas como gnoseológicas que no es del caso explicar ahora
(pero que están vinculadas a la noción de conocimiento limitado), el
liberalismo entiende que la mejor manera de alcanzar cambios profundos,
duraderos y justos es mediante la libre discusión de conjeturas (la expresión
es de Popper), y de procedimientos pacíficos y democráticos. De modo que
cualquier clase de revolución “constructivista” (sea de izquierda o de
derecha), de jacobinismo político o de ingeniería social, es reputada como
nociva, contraproducente y opuesta a la dignidad de la persona humana.
Los fundamentos filosóficos de
estos planteos no son los mismos en todos los autores, pero a título meramente
indicativo podemos mencionar tres grandes tradiciones que coexisten en el
liberalismo (pero que no son las únicas): el iusnaturalismo individualista, el
utilitarismo y el llamado personalismo cristiano. La Doctrina Social de la
Iglesia ha condenado este liberalismo por su carácter individualista,
naturalista y laicista, aunque no siempre se opuso al uso de la palabra
“liberal” –aunque sí la desaconsejó o le puso reparos– como puede advertirse en
documentos de San Pío X, Pablo VI y Benedicto XVI. Tampoco está condenado de
suyo un liberalismo “institucional” (no “filosófico”) que defienda la
democracia republicana, el constitucionalismo, el federalismo, la economía de
mercado, el control de constitucionalidad, la división de poderes, etc.,
siempre que lo haga no desde la “ideología liberal” sino desde los principios y
las normas esenciales de la Doctrina Social de la Iglesia. En tal sentido, al
condenar el error “americanista”, León XIII afirmó que “si por este nombre debe
entenderse” la “condición política y las leyes y costumbres por las cuales sois
gobernados (los norteamericanos), no hay ninguna razón para rechazar este
nombre”, es decir el “americanismo político”. Esa “condición política, leyes y
costumbres” son precisamente las del liberalismo clásico “institucional”.
En cuanto al llamado liberalismo
católico (tanto el conservador como el progresista), el Magisterio condenó sus
manifestaciones más radicalizadas, es decir las representadas por Lammennais
como las defendidas por el movimiento francés Le Sillon, pero no la versión
moderada del mismo defendida por Mons. Dupanloup, Lacordaire, Montalembert,
Rosmini, Ozanam, entre otros. Tampoco condenó la Doctrina Social de la Iglesia
el “capitalismo” sino su variante individualista o “liberal”, como supo
aclararlo Carlos A. Sacheri en su “El Orden Natural”, distinción que se
desprende de afirmaciones hechas por algunos Papas anteriores al Concilio Vaticano
II como por los posteriores, en especial las sostenidas por Juan Pablo II y
Benedicto XVI.
El orden constitucional liberal
El constitucionalismo coherente
con este modo de ver la comunidad política concibe al Gobierno como un simple
garante de los derechos individuales y en no pocos autores como un “mal
necesario” (los católicos liberales hablan de la primacía del bien común pero
lo reducen a un “conjunto de condiciones” constituidas por los derechos humanos
llamados de primera generación, que no es lo que enseña la Iglesia, analizando
la totalidad de su Magisterio social y no sólo citas aisladas). Ezequiel Gallo
lo ha explicado así: “Para un liberal clásico es bueno todo lo que posibilita
una mayor extensión del ámbito de la interacción espontánea de los individuos.
Es malo todo lo que interfiere con su libre desarrollo. Como, sin embargo, ese
orden espontáneo requiere la existencia de reglas mínimas de tolerancia
recíproca, se hace necesaria la presencia de un aparato de coerción limitado
exclusivamente a hacerlas respetar” (Ezequiel Gallo, “Notas sobre el
liberalismo clásico” en VV.AA. “Liberalismo y sociedad”, Ediciones Macchi, Bs.
As., 1984, pág. 6). Es decir que para el liberalismo el valor máximo a defender
en la vida política es la libertad individual (no necesariamente como
permisivismo moral sino como inmunidad de coacción), siempre que se respeten
los derechos de terceros y el orden público. En consecuencia, todo el derecho
constitucional girará en torno a dos pivotes esenciales: limitar todo lo que se
pueda el poder del “Estado” y dar un marco jurídico adecuado para defender la
libertad individual.
La Constitución puede ser, como dijimos,
escrita o no; puede estar codificada o dispersa; puede contener una enumeración
de derechos individuales expresamente reconocidos o puede no decir nada
(suponiendo en ese caso que lo que no está expresamente prohibido, está
permitido). Pero siempre debe garantizar que haya división de poderes
–preferentemente sin poderes legislativos para el Ejecutivo, aunque algunos
defienden el presidencialismo de la Constitución estadounidense–, elecciones
democráticas (con sufragio calificado o universal, directo o indirecto según
los casos), responsabilidad de los funcionarios públicos, periodicidad en el
ejercicio de los cargos de gobierno, derechos individuales (los llamados
“sociales” son vistos como bienes que puede garantizar el mercado y que es
peligroso e ilegítimo confiarlos a la acción –aunque sea subsidiaria– de los
cuerpos intermedios y del poder político, salvo de modo excepcional), garantías
procesales (y un sistema en tal sentido dispositivo en el ámbito civil y
acusatorio en el penal), separación “amistosa” entre Iglesia y Estado
(laicidad, aconfesionalidad en tesis o de máxima una confesionalidad con amplia
libertad religiosa), control de constitucionalidad de las leyes (en principio
judicial) y una forma de estado federal o al menos claramente descentralizada.
En los EE.UU, por poner un ejemplo acerca de las características que el
constitucionalismo liberal tiene, las sentencias judiciales, en ciertas
ocasiones, valoran más la libertad individual entendiéndola como “privacidad”
(independientemente del juicio moral que la conducta concreta merezca) y dando
una preferencia mayor a las libertades de culto, de expresión, de prensa y
económica. Por eso los efectos `públicos´ negativos que el ejercicio de dichas
libertades generan, alientan desde hace varias décadas los estudios en torno a
la llamada “internalización de externalidades negativas” a que son propensos
los liberales “libertarios” y ciertos conservadores americanos.
Liberalismo clásico y orden
social cristiano
Las incompatibilidades con un
orden social cristiano –aun en el “liberalismo católico” radicalizado– han
quedado de un modo u otro esbozadas (con la excepción de un posible liberalismo
“institucional”) por las siguientes razones: negación o minusvaloración de la
sociabilidad y politicidad natural del hombre o su reducción a un simple modo
de “cooperación social” para amparar la autonomía individual y lograr progresos
económicos, culturales o políticos; oposición a la idea de bien común o su
interpretación como un simple “conjunto de condiciones” dentro del sistema de protección de libertades
individuales; desconocimiento de los derechos propios de los cuerpos
intermedios y del poder político; desnaturalización, cuando no negación
también, de las nociones de patria y nación; laicismo moderado; distorsión –en
nombre del libre mercado– de las
clásicas ideas de precio y salario justo, reciprocidad en los cambios, préstamo
a interés, propiedad privada, libre empresa, condiciones dignas de labor,
justicia social, subsidiariedad y solidaridad, entre otras; y sobre todo, como
algo que está presente de modo explícito o implícito, tanto en las corrientes
de la Ilustración anglo-escocesa como en las “cristianas”, el naturalismo o
semi–naturalismo político, con lo que supone de negación del carácter social de
la religión, de los límites objetivos a la libertad religiosa (que no son sólo
los derechos de terceros sino los que se desprenden de un orden público no
concebido de manera naturalista y del orden objetivo moral, que incluye la ley
natural y el derecho divino–positivo), de los derechos propios y distintivos de
la Iglesia Católica, y de la realeza de Cristo sobre todo el orden social
(pelagianismo o semipelagianismo políticos).
Como afirmamos al principio si
por “liberalismo” se entendiera sólo la propuesta “institucional” dentro de las
normas o principios permanentes de la Doctrina Social de la Iglesia (que
incluyen, por caso, sostener en tesis el ideal del Estado católico o la virtud
del patriotismo); si se entendiera aquélla según una “hermenéutica de la
continuidad” que tenga en cuenta todo el Magisterio, tanto el anterior como el
posterior al Concilio Vaticano II; y si hubiera al menos un pensador que
lograra una síntesis coherente de dicho liberalismo “institucional” con la
Doctrina Social de la Iglesia, la cuestión sería sólo terminológica y no habría
incompatibilidad con la Fe y la Moral católicas. Esto puede explicar en parte
el sentido positivo con que el entonces Cardenal Ratzinger utilizó el término
“liberal” en su famoso debate con Habermas, donde ambos usaron ese vocablo como
sinónimo de “estado de derecho”, aunque con distintas visiones axiológicas. Tal
vez esa síntesis se logre algún día, aunque nosotros seguiremos oponiéndonos a
dicho liberalismo “institucional” desde la filosofía política, pues proponemos
otro Ideario político y económico (monarquía o república tradicional, social y
representativa; cuerpos intermedios con procuradores dotados de mandato
imperativo; organización profesional corporativa y una moderada como selectiva
protección industrial, que ordene con medidas prudentes y moderadas una sana
economía de mercado; difusión equitativa de la propiedad privada de los medios
de producción; defensa de la vida rural y de algunas propuestas distributistas;
federalismo histórico–tradicional de base municipal; unidad de poder político y
equilibrio de funciones entre los órganos de gobierno; derecho foral con
pluralidad de fuentes jurídicas; etc.).
Empero, creemos que, dada la
connotación negativa que la palabra “liberal” ha tenido y sigue teniendo en el
Magisterio, como la inexistencia de un liberalismo “real” que no asuma alguno
de los errores señalados, su uso, para un católico, es algo que, de mínima,
confunde. Además, los pensadores que asumen (al menos parcialmente) dichas
instituciones pero dentro de valores tradicionales, suelen autodenominarse
conservadores o tradicionalistas moderados y no liberales (como Richard Weaver,
Russell Kirk, Pat Buchanan, Wilmoore Kendall, Roger Scruton, Florentino Pérez
Embid, Gonzalo Fernández de la Mora, Ricardo de la Cierva, Ricardo A. Paz,
Eduardo Ventura, entre muchos otros). Por lo demás, los referentes del
liberalismo católico contemporáneo, al margen de sus valiosos aportes, no nos
parece que hayan logrado una síntesis ortodoxa de las instituciones liberales
con lo inmutable de la Doctrina Social de la Iglesia. Pensamos sobre todo en
intelectuales como Michael Novak, George Weigel, Rocco Buttiglione, Gabriel
Zanotti, Rafael Termes, Martín Rhonheimer o Juan Manuel Burgos (por mencionar
sólo a algunos), aunque podrían lograrlo en el futuro (no descartamos esa
hipótesis).
En todo caso, el liberalismo
“ideológico” (naturalista, individualista y laicista) sí es incompatible con un
Orden Social Cristiano. Para dejar del todo clara esta cuestión, nos parece
importante finalizar este artículo citando dos intervenciones de la Santa Sede
durante el pontificado de San Pío X que orientan con criterios claros respecto
de los diversos aspectos de esta cuestión: “No acusar a nadie como no católico
o menos católico por el solo hecho de militar en partidos políticos llamados o
no llamados liberales, si bien este nombre repugna justamente a muchos, y mejor
sería no emplearlo. Combatir «sistemáticamente» a hombres y partidos por el
solo hecho de llamarse liberales, no sería justo ni oportuno; combátanse los
actos y las doctrinas reprobables, cuando se producen, sea cual fuere el
partido a que estén afiliados los que ponen tales actos o sostienen tales
doctrinas (…). No sería justo ser de tal manera inexorables por los menores
deslices políticos de los hombres afiliados a los partidos llamados liberales
que por tendencia y por actitud política sean ordinariamente más respetuosos
con la Iglesia que la generalidad de los hombres políticos de otros partidos,
que se creyera obra buena atacarles sistemáticamente, presentándoles como a los
peores enemigos de la Religión y de la Patria, como a «imitadores de Lucifer»,
etc., pues semejantes calificativos convienen al «liberalismo doctrinario» y a
sus hombres en cuanto sean sostenedores contumaces y habituales de errores y
doctrinas contrarios a los derechos de Dios y de la Iglesia, abusando del
nombre de católicos en sus mismas aberraciones, y no a los que quieren ser
verdaderos católicos, por más que en las esferas del Gobierno o en su acción
política falten en algún caso práctico, por ignorancia o por debilidad, a lo
que deben a su Religión o a su Patria. Combátanse con prudencia y discreción
estos deslices, nótense estas debilidades que tantos males suelen causar; pero
en todo lo bueno y honesto que hagan déseles apoyo y oportuna cooperación,
exigiendo a su vez por ella cuantos bienes se puedan hic et nunc alcanzar en
beneficio de la Religión y de la Patria” (Autorizadas instrucciones a los católicos,
publicadas en “El Siglo futuro”, 30 de enero de 1909).
Y también lo que sigue: “Para
evitar mejor cualquier idea inexacta en el uso y aplicación de la palabra
«liberalismo», téngase siempre presente la doctrina de León XIII en la
Encíclica Libertas, del 20 de Junio de 1888, como también las importantes
instrucciones comunicadas por orden del mismo Sumo Pontífice, por el
eminentísimo Cardenal Rampolla, secretario de Estado, al Arzobispo de Bogotá y
a los otros Obispos de Colombia en la Carta Plures e Columbiae, del 6 de Abril
de 1900, donde, entre las demás cosas, se lee: «En esta materia se ha de tener
a la vista lo que la Suprema Congregación del Santo Oficio hizo saber a los
Obispos de Canadá el día 29 de Agosto de 1877, a saber: que la Iglesia al
condenar el liberalismo no ha intentado condenar todos y cada uno de los
partidos políticos que por ventura se llaman liberales. Esto mismo se declaró
también en carta que por orden del Pontífice dirigí yo al Obispo de Salamanca
el 17 de Febrero de 1891, pero añadiendo estas condiciones, a saber: que los
católicos que se llaman liberales, en primer lugar acepten sinceramente todos
los capítulos doctrinales enseñados por la Iglesia y estén prontos a recibir
los que en adelante ella misma enseñare: además, ninguna cosa se propongan que
explícita o implícitamente haya sido condenada por la Iglesia: finalmente,
siempre que las circunstancias lo exigieren, no rehúsen, como es razón,
expresar abiertamente su modo de sentir conforme en todo con las doctrinas de la
Iglesia. Decíase, además, en la misma carta que era de desear el que los
católicos escogiesen y tomasen otra denominación con que apellidar sus propios
partidos, no fuera que, adoptando la de liberales, diesen a los fieles ocasión
de equívoco o de extrañeza; por lo demás, que no era lícito notar con censura
teológica y mucho menos tachar de herético al liberalismo cuando se le atribuye
sentido diferente del fijado por la Iglesia al condenarlo, mientras que la
misma Iglesia no manifieste otra cosa»”
(Normas de San Pío X a los
católicos españoles, Secretaría de Estado de Su Santidad, 20 de abril de 1911).