Primera Parte: la Doctrina Social
de la Iglesia, fuentes y desarrollo
histórico-doctrinal
A. ¿Qué es la doctrina social de
la Iglesia católica? Es la proyección de los valores proclamados por el mensaje
evangélico a la vida social del hombre y al entramado que constituye la misma.
Se impone la pregunta: ¿por qué
la Iglesia católica pretende o tiene derecho a expresar sus conceptos
doctrinales sobre cuestiones sociales, políticas y económicas, aparentemente
ajenas a su misión religiosa de anunciar y predicar el Evangelio?
La misión religiosa de la Iglesia
es anunciar el Evangelio, anuncio que es esencia la proclamación de la
Encarnación de Dios en Jesucristo, su muerte y su resurrección pascual, para
rescatar y redimir al hombre, triunfando sobre el poder de la muerte. En este
sentido, la revelación de Dios en la historia humana que proclama el Evangelio
no es un juego divino que se satisface en sí mismo, ni tampoco una aventura a
modo de paseo, ni su autocomplacencia es el objeto de su “visita” a la tierra,
sino que el hombre es el objeto de este proceder divino, el sentido último de
la presencia concreta de Dios en medio de los hombres. Según el anuncio
evangélico que proclama la Iglesia, Dios se ha encarnado y ha experimentado la
muerte en la cruz, para resucitar y rescatar al hombre, posibilitándole
alcanzar su salvación eterna en un sentido integral y absoluto.
Para la fe cristiana, esta
salvación ofrecida por Cristo resucitado abarca al ser humano tanto en su vida
individual como en su existencia social y comunitaria, por cuanto el hombre es
en esencia ser social, no un individuo aislado: la fe cristiana no reduce la
vida religiosa ni la salvación a la esfera meramente privada del ser humano, ni
tampoco orienta su mensaje hacia una salvación puramente ultra-terrena, ajena a
su presencia en la tierra.1 Es decir, para el cristianismo la salvación del
hombre es universal e integral, ya que incluye todas las dimensiones de la persona
humana: personal y social, espiritual y corpórea, histórica y trascendente. 2.
Esta dimensión humanista integral
es la que obliga al cristianismo a proyectar el anuncio evangélico al plano
social, en todos sus niveles: económico, político, cultural, etc., ya que es en
la configuración de la sociedad, con sus ordenamientos estructurales, donde el
hombre tiene la posibilidad de alcanzar el bien y el desarrollo personal al que
está llamado por su vocación. Así, la Iglesia tiene el derecho, pero al mismo
tiempo el deber de anunciar y actualizar su anuncio salvífico en el entramado
de las relaciones sociales, para fecundar y fermentar la sociedad misma con el
Evangelio.3 Este anuncio sistematizado y proyectado al ámbito de lo social es
lo que constituye la doctrina social de la Iglesia.
La enseñanza de la doctrina
social forma parte entonces de la misión evangelizadora de la Iglesia, no es
una acción marginal, aleatoria o complementaria sino esencial a su ministerio.
No es una teoría sociológica, económica o política, sino una doctrina
eminentemente teológica –reflexión sobre el misterio de la vida humana a la luz
de la revelación divina- y forma parte de la teología moral, ya que no es
teología teórica o especulativa, sino que está destinada a “orientar la
conducta de las personas”. 4
Como hemos afirmado en la
Introducción, este proceso de proyección de lo religioso al ámbito de la vida
social y comunitaria del hombre es el mismo proceso que han llevado a cabo las
comunidades humanas a lo largo de la historia. Es que lo religioso fundamenta y
funda la edificación de toda comunidad humana, en tanto es la fuente de los
valores culturales sobre los que se asienta toda construcción social. Éste es
el proceso a través del cual se han forjado las grandes civilizaciones.
El rechazo a la presencia e
influencia de lo religioso en general y del cristianismo en particular es un
producto histórico postulado por la conciencia capitalista burguesa moderna,
que ha pretendido y pretende configurar la vida social del hombre en todos sus
aspectos sin los fundamentos éticos y morales que surgen de la cosmovisión
religiosa y que ponen un límite al individualismo sobre el que se sustenta
cultural e ideológicamente el sistema capitalista moderno. En el plano
cultural, el capitalismo ha promovido el proceso conocido como secularismo
moderno, es decir, ha configurado la vida humana en su faz social y las
actividades en el mundo que el hombre lleva a cabo independientemente de los
valores religiosos, de tal modo que esta configuración social en el ámbito de
la política promueve la separación absoluta del Estado respecto a la Religión.
B. ¿Cuáles son las fuentes de las
que se nutre la Doctrina Social de la Iglesia? La fuente primera de la que se
nutre la enseñanza social de la Iglesia es la Sagrada Escritura, “comenzando
por el libro del Génesis y, en particular, en el Evangelio y en los escritos
apostólicos” 5, la predicación evangélica de la Iglesia misma respecto a su
concepción del hombre y de la vida social y, especialmente, de la moral social.
Una segunda fuente la constituye
la enseñanza que se fue reelaborando y ampliando a partir de las doctrinas
elaboradas por los Padres de la Iglesia (san Atanasio de Alejandría, san Cirilo
de Alejandría, san Juan Crisóstomo, san Gregorio de Nacianzo, san Hilario de
Poitiers, san Ambrosio de Milán, san Agustín, san Gregorio Magno, etc.) y por
los Doctores de la Iglesia (santo Tomás de Aquino, san Buenaventura, san
Isidoro de Sevilla, san León Magno, san Bernardo de Claraval, etc.).
La tercera fuente la constituye
la sistematización de la enseñanza social, a partir de los desarrollos
aportados por el Magisterio Pontificiosobre la llamada «cuestión social»
moderna, sistematización que fue iniciada con la Encíclica Rerum Novarum,
promulgada el 15 de mayo de 1891 por el papa León XIII,6 denominada la Carta
Magna que da sustento teórico-doctrinal a la actividad cristiana en el ámbito
económico-social. 7
Esta sistematización recogió toda
la tradición doctrinal y cultural elaborada por la Iglesia a través de los
siglos, incorporando las reflexiones elaboradas por los Papas respecto a las
nuevas situaciones sociales que se plantearon a partir de finales del siglo
XIX: la relación capital-trabajo, las desigualdades sociales, la miseria
creciente de la clase trabajadora, el imperialismo ejercido por el poder
financiero internacional, el crecimiento poblacional, el desarrollo
tecnológico, la acumulación y concentración de la riqueza, la contaminación
ambiental, etc.
C. Conviene tener presente, a
grandes rasgos, cuál ha sido el desarrollo histórico-doctrinal a través del
cual se ha ido configurando la Doctrina Social de la Iglesia.
Este proceso de configuración de
la enseñanza social cristiana no puede ser aislado del proceso global de
promoción humanística que ha realizado la Iglesia a lo largo de su historia, no
sólo en el plano social sino también en el plano económico, cultural e
intelectual, más allá de sus limitaciones, imperfecciones y errores.
Desde el origen mismo del
cristianismo, la Iglesia ha ido desarrollando una labor constante por el
reconocimiento de la dignidad intrínseca del ser humano y sus derechos
fundamentales y por la vigencia práctica de los mismos, para hacer realidad los
principios que pregonaba. Logró esto a través de un intenso y progresivo
apostolado social y cultural desplegado en numerosas iniciativas e
instituciones.
Ya en las epístolas de san Pablo
el mensaje de caridad evangélica muestra toda su dimensión y alcance. El
testimonio imparcial de los historiadores de la Antigüedad pone de relieve la
eficacia de la labor desarrollada en tal sentido por las comunidades cristianas
que se constituyeron a lo largo de todo el Imperio Romano.
Durante los siglos II a V d. C.,
los Padres de la Iglesia (latinos y griegos) desarrollaron en sus escritos un
pensamiento profundo en materia social y económica, sentando las bases de la
elaboración teológico-moral que se llevó a cabo en los siglos posteriores.
La crisis y derrumbe del Imperio
Romano transformó al mundo occidental de ese entonces en un mosaico de naciones
y pueblos disgregados y muchas veces hostiles entre sí. La evangelización
llevada a cabo por la Iglesia, desde las Islas Británicas hacia el continente,
forjó la unidad religiosa-espiritual de todas esas comunidades dispersas, base
de la unidad política-geográfica que se llamó Europa. Pero esta labor de unidad
política y espiritual fue acompañada en el plano social mediante el desarrollo
de varias iniciativas –casas de huéspedes, asilos dispensarios, orfelinatos-,
en respuesta a los problemas de injusticia y desigualdad que se presentaban. Al
mismo tiempo, en el plano económico la Iglesia promovió la organización de los
artesanos y trabajadores en talleres y gremios, que no sólo eran lugares de trabajo
sino también centros de formación y capacitación de sus miembros, quienes,
además de trabajar, aprendían el oficio y lo transmitían.
En el plano cultural, en un
primer momento la Iglesia conservó el tesoro de la educación no-cristiana
antigua, griega y romana, a través de la labor de las bibliotecas
monasteriales. Posteriormente, promovió el desarrollo de las ciencias y de las
artes, y amparó la formación escolástica rigurosa, mediante la creación de la
Universidad, instituyéndola en varias ciudades de Europa: Boloña, Oxford,
París, Módena, Cambridge, Palencia, Salamanca, Padua, Nápoles.
En el período conocido como
Renacimiento, que tuvo lugar en los comienzos de la Edad Moderna, la Iglesia
–muchas veces por iniciativa de los Papas- presidió, amparó y posibilitó el
desarrollo de las letras y de las artes, rescatando del olvido la cultura
clásica greco-latina.
En particular, fueron los
teólogos españoles del siglo XVI –Francisco de Vitoria, Francisco Suárez,
etc.-, quienes sentaron las bases de los derechos humanos que fueron
consagrados en tiempos muy avanzados de la Edad Moderna, al igual que
elaboraron los principios modernos del Derecho Internacional y asumieron la
defensa teórica de los derechos de las poblaciones nativas no-europeas, a la
vez que buscaron proteger en la práctica esos derechos mediante la labor
misionera de las Órdenes Dominicana, Franciscana y Jesuita.
Frente a los desbordes
financieros del Capitalismo, la Iglesia levantó su voz condenando la práctica
de la usura y recomendando su prohibición, a través de la Bula Detestabilis
Avaritiae, promulgada por el papa Sixto V el 21 de octubre de 1586, y a través
de la Bula Vix Pervenit, promulgada por el papa Benedicto XIV el 1 de noviembre
de 1745.
1. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Conferencia Episcopal Argentina,
Buenos Aires 2005, Primera Parte,
Capítulo Segundo, I d) n. 71.
2. Ibidem, Primera Parte, Capítulo Primero,
III b) n. 38.
3. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral
Gaudium et Spes (La Iglesia en el mundo contemporáneo, n. 40.
4. Juan Pablo II, Carta encíclica Sollicitudo
rei socialis, n. 41. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio…, Primera
Parte, Capítulo Segundo, II a), n. 73.
5. Juan Pablo II, Laborem exercens,
“Introducción”, I n. 3.
6. Juan Pablo II, Ibidem. Pontificio Consejo
“Justicia y Paz”, Compendio…, Primera Parte, Capítulo Segundo, III a), n. 87.
7. Pío XI, Quadragesimo anno, n. 13.
Segunda Parte: Magisterio social
pontificio contemporáneo/León XIII, Pío XI,
Pío XII
D. El Magisterio Pontificio
contemporáneo. No es por casualidad que la Iglesia comienza a sistematizar toda
la doctrina referida a la “cuestión social”, en particular al tema del trabajo
humano, en un momento histórico que el sistema capitalista comenzó a mostrar su
faz más negativa y cuestionable: un gran desarrollo económico material,
acompañado como condición cuasi sine qua non de la miseria en la que se
encontraban sumergidos los trabajadores proletarios urbanos, artífices de ese
desarrollo y a quienes les estaba prohibida su agremiación. Esta contradicción
–espectacular desarrollo material a favor de los dueños de los medios de
producción, pauperización y miseria creciente para los “socios” de esos medios,
como son los trabajadores- ha sido una constante en el proceso de desarrollo
capitalista, prácticamente desde su mismo inicio, y que nunca ha podido
resolverse, sino más bien todo lo contrario, ha tendido a profundizarse y
acrecentarse.
Tal como lo afirma oficialmente
la Iglesia, “los eventos de naturaleza económica que se produjeron en el siglo
XIX tuvieron consecuencias sociales, políticas y culturales devastadoras”,
puesto que “los acontecimientos vinculados a la revolución industrial
trastornaron estructuras sociales seculares, ocasionando graves problemas de
justicia y dando lugar a la primera gran cuestión social, la cuestión obrera,
causada por el conflicto entre el capital y el trabajo” 1
1. Rerum novarum. A causa de esta
situación social explosiva, el papa León XIII promulga el 15 de mayo de 1891 la
encíclica Rerum novarum, en la que aborda las “cosas nuevas”, es decir, los
nuevos desafíos que plantea la crisis generada por el desarrollo del
capitalismo, crisis que está acompañada por grandes revueltas sociales en
reacción a la vida de miseria que viven los trabajadores y por la difusión de
doctrinas que proponen un cambio revolucionario signado por la violencia –el
socialismo en sus distintas versiones.
La encíclica aborda
específicamente la condición en la que viven los trabajadores asalariados,
sumidos en la miseria y en la injusticia. Como causa de esa situación de
miseria e injusticia instaurada por el capitalismo, el Papa denuncia en la
encíclica el desamparo que sufren los trabajadores, al estar prohibida la
agremiación; el proceso secularista que ha expulsado a la religión y sus
valores fuera de la vida social; el auge de la usura y la concentración de la
riqueza en muy pocas manos.
En primer lugar, rechaza la
solución propuesta por el socialismo -la lucha de clases y la abolición de la
propiedad privada- por cuanto perjudica al obrero, ya que es injusta y
antinatural. Resalta la armonía como elemento fundamental para organizar las relaciones
entre patrones y obreros; la dignidad del trabajador asalariado; el derecho a
un salario justo, ya que “explotar en provecho propio la indigencia de los
menesterosos y abusar de la pobreza ajena […] es contra todo derecho divino y
humano”, porque defraudar a alguien respecto al salario justo que se le debe
“es un crimen que clama venganza al cielo”. 2
En segundo lugar, rescata la
misión del Estado, destinada a la promoción del bienestar común, atendiendo
especialmente a los que trabajan, por cuanto del trabajo de ellos “salen las
riquezas de los Estados”, razón por la cual debe el Estado promover el
bienestar moral y el bienestar material del obrero.
En esencia, la encíclica resalta
fundamentalmente la dignidad del trabajo humano en su aspecto personal –como
expresión de la realidad interior y espiritual del ser humano- y en su carácter
necesario –como producción de bienes sobre los que el individuo sustenta su
existencia. Esa dignidad se sustenta en el pago de un salario justo y en el
derecho a tener como propio los frutos de su esfuerzo productivo.
Reclama también el reconocimiento
de las asociaciones gremiales y sindicales, sobre la base de la dimensión
esencialmente social del ser humano en general. 3
2. Quadragesimo anno. Escrita por
el papa Pío XI, promulgada el 15 de mayo de 1931, exactamente a los 40 años de
la encíclica anterior, aborda en particular el problema de la expansión
internacional de las grandes industrias y de los grupos financieros, el auge de
los sistemas totalitarios y el exacerbamiento de la lucha de clases.
Este texto pone de relieve el
contexto que llevó al papa León XIII a redactar su famosa encíclica: la
“división cada vez más patente en dos clases distintas”, una menos numerosa que
gozaba “casi exclusivamente de todas las ventajas” del desarrollo económico, y
la otra, la “ingente muchedumbre obrera, reducida a la más angustiosa miseria,
luchando en vano por salir de la estrechez en que vivía”. Frente a este cuadro,
destaca la solución propuesta por el pontífice de ese entonces: la afirmación
de los derechos y obligaciones que “regulan las relaciones de los ricos y de
los pobres, de los capitalistas y de los obreros”. 4
En el primer capítulo, se
resaltan los aportes efectuados por la encíclica Rerum novarum. Por un lado, se
sostiene que la solución propuesta en la mencionada encíclica “sobrepasó los
límites impuestos por el liberalismo”, ya que señaló que el Estado no debe
limitarse a ser guardián del derecho y del orden, sino que debe ser promotor de
la prosperidad pública y de la privada, pero ocupándose especialmente del
“interés y cuidado de los débiles y menesterosos”. Uno de los frutos de esta
orientación pontificia fue la sanción de nuevas leyes y legislaciones que
aseguraron los “derechos sagrados” de los obreros, al tomar a cargo su “tutela
y protección, en particular de las mujeres y niños”. Otro de sus frutos fue el
reconocimiento de las asociaciones gremiales, para proteger a sus miembros y
asegurar su perfeccionamiento moral y material.
En el segundo capítulo, se reivindica
el aporte de la doctrina eclesial a las cuestiones económicas, circunscripto al
aspecto moral, no técnico, de las cuestiones.
Reafirma el principio del derecho
a la propiedad privada, pero resaltando su doble carácter, individual y social
(propio en cuanto a la posesión, común en cuanto al uso), es decir, como
derecho que está gravado o limitado por obligaciones y deberes que impiden sea
ejercido en forma absoluta, sin limitación alguna. En este sentido, una de las
funciones del Estado es asegurar el ejercicio de este derecho, pero en el marco
del bien común que lo determina.
Reivindica el trabajo individual
como uno de las acciones por medio de la cual el hombre ejerce el derecho a la
propiedad privada, y el trabajo colectivo de la clase obrera como fuente de la
riqueza de los pueblos.
Formula el principio básico de la
justa distribución de los bienes de la tierra, postulando su destinación
universal (para todos) y su distribución individual mediante la propiedad
privada, y prohibiendo que una clase excluya a la otra de la participación de
los bienes. Es por eso que critica “la actual distribución de los bienes de
este mundo”, por el enorme contraste que presenta “entre unos pocos,
inmensamente ricos, y la innumerable muchedumbre de pobres”. Para superar esta
situación, reclama la justa distribución de los bienes: hay que procurar con el
mayor empeño y esfuerzo que, “para el futuro, las riquezas producidas se
acumulen con justa medida en las manos de los ricos y se distribuyan con
relativa profusión entre los obreros, […], para que aumenten su patrimonio con
el ahorro, y administrando prudentemente el patrimonio aumentado, puedan cubrir
con mayor holgura sus cargas familiares, y libres de las incertidumbres de la
vida, cuyas vicisitudes tanto afectan a los proletarios, no sólo puedan
soportar las contingencias de la vida, sino confiar también en que, al
abandonar este mundo, queden suficientemente atendidos los que dejan en pos de
sí”. Es decir, justa distribución de los bienes, para que los asalariados no
sólo puedan satisfacer sus necesidades sino también asegurar el futuro de sus
descendientes.
Cumplir este principio obliga a
postular la obligación de abonar un justo salario para los trabajadores. Esto
significa que la remuneración del obrero debe ser lo suficientemente adecuada
para asegurar el propio sustento y el de la familia; que ninguna empresa debe
pretender obtener ganancias pagando sueldos bajos o injustos, pero tampoco debe
poner en riesgo su existencia y el futuro de los trabajadores; que la cifra
salarial que se abona debe ser acorde a las exigencias del bien común, es
decir, debe permitir satisfacer las necesidades personales y familiares del que
trabaja y ha de posibilitarle también reunir paulatinamente un capital.
Para asegurar la vigencia
efectiva de estos principios, la encíclica propone la restauración del orden
social, a través de la agremiación profesional y gremial y la colaboración
entre ellas, no el enfrentamiento. Propone también la organización de la
actividad económica, que no puede quedar librada a la libre competencia, sin
ningún tipo de intervención estatal. Por el contrario, la actividad económica,
según el Magisterio, “debe ser regida por la justicia social y la caridad
social”.
En el capítulo tercero se abordan
los cambios económicos y sociales producidos luego de la promulgación de la
Rerum novarum, cambios no contemplados en ésta última.
Entre esos cambios destaca la
concentración económica (“se crean poderes enormes”) y la instauración de una
auténtica oligarquía económica (“prepotencia económica verdaderamente despótica
en manos de muy pocos”), dueña del dinero y del crédito, al que distribuyen
arbitrariamente, constituyéndose en dueños de la vida económica. Destaca que
este proceso ha originado tres nuevos conflictos: la lucha para alcanzar ese
predominio económico; la guerra para obtener el predominio sobre los poderes
públicos; el conflicto en el campo internacional, para lucrar con el
enfrentamiento entre Estados.
Específicamente, detalla las
“funestas consecuencias” del espíritu individualista en el terreno económico:
la sustitución del mercado libre por la prepotencia económica; la desenfrenada
ambición de poder; la mutación de la economía en una actividad extremadamente
dura, cruel e implacable; la fusión del poder político con el poder económico;
el imperialismo económico y, en última instancia, el “funesto y execrable
internacionalismo del capital”, es decir, el imperialismo internacional del
dinero.
Para solucionar los males
generados por el capitalismo liberal que degenera en explotación y
sometimiento, y evitar la vía del izquierdismo marxista en sus diferentes
variantes, la encíclica propone “la restauración social mediante la renovación
del espíritu cristiano en la sociedad”, es decir, propone la edificación de la
sociedad sobre la base de principios cristianos, cuya racionalidad puede
instituir la vida económica de la sociedad como un régimen recto y provechoso.
Dicho de otra manera, propone la cristianización de la vida económica: la
edificación de la vida social, económica y política sobre bases cristianas. 5
3. Radiomensaje sobre la
Solemnidad de Pentecostés. Se trata de un mensaje radiofónico, transmitido el 1
de junio de 1941 por el papa Pío XII, para celebrar la fiesta cristiana de
Pentecostés. En este texto el pontífice romano vincula la celebración religiosa
con el 50 aniversario de la encíclica Rerum novarum.
En este texto se destaca en
primer lugar el aporte hecho por el papa León XIII a la cuestión social, tanto
al señalar “los errores y los peligros” de la concepción materialista del
socialismo, como “las fatales consecuencias de un liberalismo económico” que ha
olvidado o despreciado los deberes sociales, exponiendo los “principios
convenientes y aptos” para mejorar en forma gradual y pacífica las condiciones
de vida de los obreros. 6
En segundo lugar, este texto
destaca el deber del Estado de procurar el bienestar de todo el pueblo y de
todos sus miembros, “particularmente de los débiles y de los desheredados, con
amplia política social y con la creación de un fuero del trabajo”.
A partir de estos dos puntos, el
Papa expone lo que considera los “tres valores fundamentales de la vida social
y económica”, valores que se entrelazan y se referencian mutuamente: el uso de
los bienes materiales, el trabajo y la familia.
A) El uso de los bienes
materiales es un valor fundamental, en cuanto es un derecho individual y
natural, que debe ser regulado según formas jurídicas que lo aseguren, para que
todos tengan acceso a ese derecho y esté al alcance de todos. Es un derecho que
está en íntima unión con la dignidad y con los demás derechos de la persona
humana, ya que le ofrece a ésta la base material segura que le permita elevarse
al cumplimiento de sus deberes morales.
El Estado y la economía nacional
deben asegurar y posibilitar el ejercicio de este derecho para cada uno de los
miembros de la comunidad política. Ello conformará la riqueza económica de todo
pueblo, no por la abundancia de los bienes que produce, medidos en forma
material, sino por su justa distribución, real y durable, que “dará frutos de
paz y de bienestar general”.
B) El trabajo es otro valor
fundamental, particular y necesario, como deber y derecho que le permite el
ejercicio del anterior derecho mencionado y así mantener su vida y la de las
personas a su cargo. Como derecho individual y accesible a todos, debe ser
amparado y protegido por el Estado.
C) La familia es el tercer valor
fundamental reafirmado, vinculado a los dos derechos ya mencionados, cuyo
ejercicio permite asegurar la subsistencia y perdurabilidad de aquélla. En tal
sentido, no es sólo un valor para el individuo, sino también y además “la raíz
natural y fecunda” de la grandeza y potencia de la nación, a la que el Estado
debe proteger y perfeccionar cada vez más. 7 En este sentido, uno de los
deberes del Estado respecto a la familia es la de permitir a cada una de ellas
la posesión y propiedad de un terreno en el que pueda asentarse y arraigarse el
núcleo familiar, sostenido por el acceso y uso a los bienes materiales mediante
el trabajo. 8
Nos hemos detenido en particular
en estos tres exponentes originarios de la doctrina social de la Iglesia,
anteriores a la irrupción del peronismo en la vida política, porque lo
expresado y proclamado en esas exposiciones tiene profunda resonancia y
familiaridad con los postulados sociales de la doctrina justicialista y con las
políticas ejecutadas bajo su inspiración.
1. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Conferencia Episcopal Argentina,
Buenos Aires 2005, Primera Parte, Capítulo
Segundo, I d) n. 71.
2. León XIII, Rerum novarum, n. 17., Primera
Parte, Capítulo Primero, III b) n. 38.
3. Todas estas citas están tomadas de la
encíclica citada, nn. 27, 31-35, 36-40.
4. Pío XI, Quadragesimo anno, nn. 2-3. Cuadro
que luego de 80 años ha vuelto a repetirse, lo cual muestra el retroceso
histórico y social que ha significado el desarrollo capitalista comandado por
el poder financiero internacional y el Nuevo Orden Mundial que ha instaurado.
5. Citas tomadas de la encíclica citada en la
nota anterior: nn. 8, 10, 14-21, 25, 27-34, 35-40.
6. Pío XII, Solemnidad de Pentecostés.
Radiomensaje, 1 de junio de 1944, n. 6.
7. Ibidem, nn.22-23.
8. Todo esto está explicitado en el
radiomensaje, nn. 9, 11, 12-18, 19-23.
Tercera Parte: Principios de la
Doctrina Social de la Iglesia
4. Continuidad del magisterio
social de la Iglesia. A partir de la década del ’60, a través de sus
pontífices, la Iglesia siguió ocupándose oficialmente de la “cuestión social”,
ampliando sus ámbitos de análisis al campo de la política nacional y de la
política internacional.
— El papa Juan XXIII (1958-1963)
contribuyó con dos encíclicas: Mater et magistra y Pacem in terris. En la
primera de ellas se reafirma la misión fundamental de la Iglesia de tutelar y
promover la dignidad humana, a través de la configuración de una comunión
auténtica de los hombres en torno a la verdad, la justicia y el amor. En la
segunda se afronta el tema de la guerra, en momentos de la proliferación la
carrera armamentista nuclear, y el tema de los derechos humanos. Aborda la
cuestión de los poderes públicos de la comunidad mundial, para examinar y
resolver los problemas vinculados con el bien común universal en el orden
económico, social, político o cultural.
— El Concilio Vaticano II dedicó
uno de sus documentos liminares, Gaudium et spes. La Iglesia en el mundo
contemporáneo, promulgado en 1966, afrontando los temas de la cultura, de la
vida económico-social, del matrimonio y la familia, de la paz y la concordia
entre los pueblos, desde una perspectiva antropológica cristiana, con la
finalidad de consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana, pues
ésta es “la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma” 1.
— En la encíclica Populorum
progressio, el papa Pablo VI (1963-1978) se ocupó del tema del desarrollo,
resaltando la necesidad que éste sea un desarrollo íntegro de la persona
individual y de todos los hombres, no sólo en el plano económico y técnico,
sino también y fundamentalmente en el acceso a la cultura, en el respeto a la
dignidad humana, en el reconocimiento de los valores supremos, en cuanto
exigencia de la vigencia de la justicia a escala mundial.
— En la encíclica Laborem
exercens, el papa Juan Pablo II retomó la orientación planteada por León XIII,
pero ocupándose específicamente de la cuestión del trabajo, como el tema “clave
y esencial” de la doctrina social de la Iglesia 2 .
Destaca que el trabajo
“constituye una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la
tierra”, ya que al ser creado a imagen y semejanza de Dios todo ser humano
“refleja la acción misma del Creador del universo” a través del trabajo 3. Es
decir, por el trabajo, el hombre se coloca en la línea del plan original del
Creador, razón por la cual todo sistema político-económico que los hombres
configuran DEBE SALVAGUARDAR SIEMPRE esa dimensión fundamental del trabajo.
Distingue las dos dimensiones que
tiene el trabajo humano: su sentido objetivo –constituido por todos los
elementos e instrumentos que el hombre utiliza para trabajar- y su sentido
subjetivo –la esencia que el hombre expresa en su hacer- que tiene la primacía
sobre aquél, ya que “el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre
mismo, su sujeto”, no lo que produce 4. Es por eso que reafirma el principio
sostenido permanentemente por la Iglesia, según el cual “el trabajo tiene
prioridad frente al capital”, al ser el trabajo causa eficiente primaria de la
producción, y el capital sólo un instrumento o causa instrumental: “todo lo que
está contenido en el concepto de ‘capital’ –en sentido restringido- es
solamente un conjunto de cosas. El hombre como sujeto del trabajo, e
independientemente del trabajo que realiza, el hombre, él solo, es una persona”
5 .
El derecho de propiedad se
vincula al trabajo, en cuanto éste último es el acto por el cual el hombre hace
propias las cosas que están a su alcance y que puede usufructuar. En este
sentido, la propiedad no es un derecho absoluto e intocable, por cuanto está
sometido al principio del destino universal de los bienes, según el cual todos
los seres humanos tienen derecho al uso de todos los bienes, derecho que se
ejerce mediante la actividad por la que el hombre hace suyo un bien, es decir,
mediante el trabajo.
En cuanto a los medios de
producción, el derecho a la propiedad de los mismos no es un derecho absoluto,
ya que “no pueden ser poseídos contra el trabajo” ni “tampoco pueden ser
poseídos para poseer”, sino que sólo se justifica su posesión cuando están al
servicio del trabajo 6.
E. ¿Cuáles son los principios
fundamentales a partir de los cuales se ha desarrollado la Doctrina Social de
la Iglesia? Ante todo, la persona humana, su dignidad, su esencia y sus
derechos constituyen la base y el sentido último del pensamiento social
cristiano. En segundo lugar, la doctrina del bien común. En tercer lugar, el
principio del destino universal de los bienes. En cuarto lugar, el principio de
subsidiariedad, en quinto lugar el principio de subsidiaridad y en sexto lugar
el principio de solidaridad 7.
1. La persona humana. Según la
doctrina cristiana, el ser humano es imagen y semejanza de Dios. Como tal,
refleja este carácter divino criatural mediante el trabajo y la ciencia –con
los cuales ejerce el señorío sobre el mundo creado- y mediante el vínculo de
amor varón-mujer –con lo cual prolonga la vida sobre la tierra y funda la
unidad básica de la vida social y comunitaria. Este carácter divino criatural
es la que le otorga al hombre su dignidad personal inviolable en su realidad
histórica concreta, y es lo que constituye el corazón y el alma de la doctrina
social cristiana.
Pero en tanto ser individual, el
hombre no debe ser considerado ni como individualidad absoluta, instalada por
sí misma y sobre sí misma, ni tampoco debe ser considerado como mera célula de
un organismo en el que simplemente cumpliría una función. En otras palabras,
para la Doctrina Social cristiana la persona no es un individuo asocial –el
hombre lobo- ni tampoco es un simple miembro de un todo superior –el hombre
insecto. En tanto individuo, el ser humano es unidad de cuerpo y alma. Mediante
el cuerpo, unifica en sí el mundo material, y mediante el espíritu supera la
totalidad de las cosas y penetra en la estructura más profunda de la realidad,
trascendiendo la realidad material y adhiriéndose a la verdad última de la
existencia, concebible por el pensamiento racional.
Pero el individuo humano, como unidad
de cuerpo y alma, no es individualista, ya que tiene como componente esencial e
irrenunciable la dimensión social: la vocación de todo individuo es la unidad
con los demás, a través de los lazos del amor. El individuo es
constitutivamente un ser social, una “subjetividad relacional”, un ser libre y
responsable que necesita integrarse y colaborar con sus semejantes, porque es
“capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor” 8. En
este sentido, el carácter comunitario o social del ser humano no anula la
individualidad, sino que es una característica inherente a su naturaleza que lo
distingue del resto de las criaturas terrenales.
2. El Bien común. Si el individuo
como tal está llamado a perfeccionarse y realizarse plenamente, el medio social
del que forma parte debe contribuir o hacer posible esa realización. En este
sentido, el Bien común de la comunidad constituye “el conjunto de condiciones
de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus
miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” . Es decir, la
comunidad debe posibilitar la realización individual, pero a su vez ésta sólo
puede hacerse realidad a través de la comunidad, porque el individuo no puede
encontrar realización sólo en sí mismo, prescindiendo de su ser “con” y “para”
los demás.
Significa entonces que al mismo
tiempo que el individuo busca y se esfuerza por realizarse personalmente, al
mismo tiempo debe contribuir y colaborar con la conformación efectiva del Bien
común, para que cada uno de los miembros de esa comunidad pueda alcanzar su
propia perfección.
Pero no solamente el individuo,
sino también el Estado deben contribuir al Bien común, porque éste es la “razón
de ser de la autoridad política”, ya que corresponde al Estado “defender y
promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las
instituciones intermedias” 10.
3. Destino universal de los
bienes, el Trabajo y la Propiedad privada. De la promoción y vigencia del Bien
común –conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible la
realización plena de la persona individual- se deriva el principio del destino
universal de los bienes, en el sentido que todos y cada uno de los miembros de
la familia humana tienen derecho al uso de todos los bienes de la tierra,
porque ningún ser humano puede prescindir de los bienes materiales que cubren
sus necesidades primarias y que constituyen las condiciones básicas
indispensables para su existencia.
Este principio es el fundamento
de todo el ordenamiento ético-social y base peculiar de la doctrina social
cristiana. Es un derecho natural, ya que está inscrito en la naturaleza del
hombre y no depende de ninguna contingencia o circunstancia históricas. En este
sentido, es un derecho originario y prioritario, en cuanto todos los otros
derechos están subordinados a ese principio 11.
De este principio originario se
deriva el particular derecho a la propiedad privada, realizable a través del
trabajo, ya que mediante éste el ser humano se apropia de los bienes que necesita
para su subsistencia y su existencia, los usa y usufructúa. En este sentido, el
derecho a la propiedad privada no es un derecho absoluto e intocable, sino que
está subordinado al derecho común de todos al uso de todos los bienes de la
tierra. Por eso mismo, el derecho a la propiedad privada tiene una función
social, es decir, la posesión individual de un bien no excluye su uso colectivo
o común, sino que lo supone siempre presente. Juan Pablo II llega a afirmar que
el derecho a la propiedad privada sólo se justifica cuando se lo ejerce con
sentido social, cuando sirve no sólo a su dueño sino a quienes están vinculados
a él de diferentes maneras 12.
4. El principio de subsidiaridad.
Promover la dignidad individual del ser humano obliga a promover y defender
todas las formas de asociación que crea todo individuo y que se configuran en
su conjunto como sociedad civil, entendida ésta como el “conjunto de relaciones
entre individuos y sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria
y gracias a la ‘subjetividad creadora del ciudadano’”.
Según este principio, el poder
político supremo tiene la obligación de apoyar, desarrollar y promover
–subsidiar, ayudar- toda iniciativa que lleve a cabo tanto los individuos por
sí como las sociedades intermedias que ellos configuran, sin absorber ni
destruir a unos y a otras. En otras palabras: este principio define el vínculo
o la relación entre el individuo, las asociaciones intermedias y el poder
político, según el cual éste último está al servicio y salvaguardia de los dos
primeros. El poder político debe ejercer su autoridad de tal modo que afirme la
preeminencia de la persona frente a todo poder extra-personal.
Sí hay casos o situaciones en las
que el Estado puede y debe suplir la iniciativa individual o social: cuando la
persona o la sociedad no pueden asumir autónomamente una iniciativa.
5. El principio de participación.
Deriva del principio anterior, y se lo concibe como una serie de actividades
mediante las cuales todo ciudadano, como individuo o asociado a otros,
contribuye a la vida económica, social, política y cultural de la comunidad a
la que pertenece. En tal sentido, la participación constituye no solamente un
deber que todos y cada uno de los ciudadanos debe cumplir conscientemente en
orden al bien común, sino también un pilar fundamental de todo ordenamiento
democrático, el cual debe fomentar y promover dicha participación individual y
social 13.
6. El principio de solidaridad.
Expresa la interdependencia de los hombres y de los pueblos, bajo dos aspectos:
comoprincipio social y al mismo tiempo como virtud moral. Vale como principio
ordenador de las relaciones sociales y como determinación firme y perseverante
de empeñarse por el bien común y por el bien del prójimo en particular.
F. Junto a estos principios
mencionados que edifican el orden social digno del hombre, están los valores
fundamentales que expresan el aprecio a los aspectos del bien moral que los
principios se proponen conseguir, y que constituyen puntos de referencia para
la estructuración ordenada de la vida social. Esos valores son: la verdad, la
libertad, la justicia y el amor 14.
La verdad sobre el hombre –la
finalidad y el sentido último de su existencia- es el valor básico sobre el que
se asienta todo ordenamiento social. La libertad es el signo eminente de la
imagen divina en el hombre y signo de su dignidad sublime, y se ejercita en las
relaciones entre los seres humanos, pero no en un sentido individualista y
arbitrario, ya que se perfecciona en la unión con todos los seres humanos y en
el rechazo de todo lo que moralmente denigra o disminuye a la persona.
La justicia es la firme y
constante voluntad de dar a cada uno lo que le es debido. Ella lleva a
reconocer en los otros seres humanos la dignidad de su persona y a establecer
relaciones de armonía con ellos y con el bien común que los cobija. Hace
siempre referencia a otro, y en tal sentido es legal (se refiere a lo que el
individuo debe a la comunidad),conmutativa (se refiere a lo que los individuos
se deben recíprocamente) y distributiva (se refiere a lo que la comunidad debe
a los ciudadanos según sus contribuciones y necesidades).
Por su misma esencia, la justicia
distributiva es la que está en íntima y profunda vinculación con la justicia
social. Importantes y sólidos análisis económicos internacionales, inclusive de
organismos oficiales internacionales como el FMI, muestran que el actual
sistema económico-financiero mundial, con la preeminencia que ha otorgado a la
especulación financiera improductiva y con el reconocimiento de hecho que ha
efectuado de la injusta distribución de la riqueza, actúa en sentido contrario
a este concepto de justicia distributiva. Bajo el paradigma de la “eficiencia”
y de la “globalización” justifica permanentemente decisiones, acciones y toda
clase de instrumentos que afectan profundamente la vida de las comunidades
nacionales y del mundo en su conjunto. Despojado de toda visión ética, moral y
religiosa, este sistema financiero globalizador ha rebajado al hombre a mero
ser físico y a número estadístico. Por su parte, la revolución tecnológica ha
modificado los hábitos de vida y la producción de riqueza, muchas veces en
contra de la dignidad humana.
Por último, el amor o la caridad
constituyen el criterio supremo y universal de toda relación social, ya que los
otros valores –verdad, libertad y justicia- “nacen y se desarrollan de la
fuente interior de la caridad”, en tanto ésta última “hace sentir como propias
las necesidades y exigencias de los demás” 15.
Así entendida, la caridad no
solamente anima las acciones individuales a favor de la justicia, sino que
constituye la fuerza capaz de suscitar nuevas vías para afrontar los problemas
que producen las situaciones injustas y para renovar profundamente desde su
interior las estructuras, las organizaciones sociales y los ordenamientos
jurídicos. Es decir, es también caridad social y política, en tanto hace amar
el bien común y se orienta a buscar el bien de todas las personas, consideradas
en su ser individual y en la dimensión social que las une: “la caridad social y
política no se agota en las relaciones entre las personas, sino que se
despliega en la red en la que estas relaciones se insertan, justamente la
comunidad social y política, e interviene sobre ésta, procurando el bien
posible para la comunidad en su conjunto” 16.
1. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral
Gaudium et spes, n. 25.
2. Juan Pablo II, Laborem exercens,
“Introducción”, n. 3.
3. Ibidem, Capítulo II, n.4.
4. Ibidem, Capítulo II, nn. 5-6.
5. Ibidem, Capítulo II, n. 14.
6. Ibidem, Capítulo II, n. 12.
7. Para esto y lo que sigue, cf. Pontificio
Consejo “Justicia y Paz”, Compendio…, Primera Parte, Capítulo Tercero, III nn.
125, 127-129.
8. Ibidem, n. 149.
9. Ibidem, Capítulo IV, II a), n. 164.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1906. Definición tomada de la Constitución
Apostólica Gaudium et spes, n. 26, 1.
10. Pontificio Consejo “Justicia
y Paz”, Compendio…, Primera Parte, Capítulo Cuarto, II c), n. 168. Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 1910.
11. Para este capítulo, cf.
Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Ibidem, nn. 171-181.
12. Para este capítulo, cf.
Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Ibidem, nn. 171-181.
13. Cf. Pontificio Consejo
“Justicia y Paz”, Ibidem, nn. 185-186 y 189-190.
14. Ibidem, nn. 197-208.
15. Ibidem, n. 205.
16. Ibidem, n. 208.
Cuarta Parte: Los postulados
sociales doctrinarios del Peronismo
En este capítulo pondremos de
manifiesto la coincidencia doctrinal entre la enseñanza social de la Iglesia y
la concepción política justicialista, según los puntos que han sido
explicitados en el capítulo anterior.
1. Dignidad suprema de la persona
humana. En primer lugar, la dignidad del ser humano como persona constituye el
fundamento y valor supremo de la doctrina justicialista. Todo el quehacer
político está orientado a hacer posible una comunidad en la que cada individuo
tenga la posibilidad concreta de forjar y labrar su destino personal, en el
seno de una comunidad que se realiza como tal.
Ya desde sus comienzos el
Justicialismo definió que “la vida, la cultura espiritual y profesional,
vivienda y salud, alimentación, educación física y vestido son los derechos
fundamentales de la persona” que “deben ser alcanzados por todos los
argentinos”1.Pero esta concepción de la persona humana no debe ser entendida en
sentido individualista, sino en sentido comunitario, el hombre-pueblo,
concepción alejada también del colectivismo de Estado, que niega la dignidad de
la persona individual y lo masifica o cosifica.
Ya desde sus orígenes la
concepción política que impulsa y promueve el justicialismo no es el de un
“individualismo exagerado” ni tampoco el de un “colectivismo de Estado que mate
al individuo y lo sepulte en una cárcel”2.
No hay que olvidar que en el ideal
político de comunidad organizada que promueve el justicialismo, el hombre es el
principio y fin de ella, ya que ninguna organización política-histórica de la
comunidad puede avasallar la libertad de su espíritu. El ideal de una
organización política de la sociedad no significa construir una comunidad
mecanizada en la que se diluya la conciencia individual en una estructura que
no puede sentir sino como ajena. Pero esto no significa predicar el
individualismo como modo de vida, en el que cada ser humano compite ferozmente
a la manera de un lobo contra sus semejantes. Ni colectivismo asfixiante del
individuo, pero tampoco un individualismo deshumanizado, sino una comunidad que
sólo vale como tal en la medida que se realiza cada uno de los ciudadanos individuales
que la integran. Esta comunidad así organizada el individuo la siente como
propia, porque en ella no hay diferencia entre los principios de su accionar
individual y los de la comunidad en la que está arraigada su existencia3. En
última instancia, el hombre es el objetivo supremo de la praxis política del
justicialismo: “debemos cuidar al ser humano. No se concibe una sociedad donde
ello no sea una preocupación fundamental de los hombres de gobierno”4
Es decir, el humanismo
justicialista rechaza tanto la absolutización del individuo que se impone por
encima de la comunidad, como también la absolutización del Estado por sobre el
individuo, convirtiéndolo en un simple engranaje de una gran maquinaria o reduciéndolo
a la función de un insecto, sin dignidad ni personalidad. La fórmula
justicialista reafirma la “fe suprema en el individuo” por la mera razón de su
existencia, pero sobre “una base social” en la que proyecta lo mejor de sí. Una
comunidad que se realiza como tal porque permite que cada uno de sus miembros
se realice en plenitud, pero de tal modo que esta realización individual
perfecciona y enriquece la edificación de una auténtica y verdadera comunidad
humana, en la que todos están hermanados. En otras palabras: el Justicialismo
promueve un individualismo de profunda raíz social, en la que el individuo
participa activamente en la vida de la comunidad y le aporta creativamente algo
de lo suyo, no sólo su presencia muda y temerosa. O dicho de otra manera: el
justicialismo postula su fe en la comunidad, pero respetando la individualidad
de cada uno de sus miembros, porque cada uno de ellos representa un tesoro
supremo: “nosotros creemos en la comunidad, pero en la base de esa convicción
se conserva un profundo respeto por la individualidad y su raíz es una suprema
fe en el tesoro que el hombre representa, por el solo hecho de su existencia”5
En definitiva, el humanismo
justicialista y la dignidad suprema de la persona humana que promueve y
defiende no absolutiza al individuo como tal, sino como hombre-pueblo, como
hombre en, por y para la comunidad. Por eso la felicidad del pueblo, no del
individuo, es el objetivo al que el justicialismo aspira como meta última de su
accionar político.
2. El Bien Común y la grandeza de
la Nación. El Bien Común cristiano al que tiende el justicialismo, como
principio y marco de su política, se expresa políticamente en el otro gran
objetivo-meta de la grandeza de la Nación.
Es imposible que el ser humano,
como individuo, pueda realizarse en plenitud si no se realiza de la misma
manera la comunidad-pueblo en la que cada individuo tiene la raíz más profunda
de su existencia. “Nadie puede realizarse en una comunidad que no se realiza”.
De la misma manera, ninguna comunidad política puede configurarse y edificarse
en plenitud si no es mediante la dignificación y perfección de cada uno de sus
miembros. En su realización efectiva, cada uno de éstos, contribuye y consolida
la realización concreta y efectiva de esa comunidad en la que cada persona
habita.
La Nación, políticamente
hablando, significa o representa el Bien Común doctrinal como “conjunto de
condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno
de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”, tal
como lo define la Doctrina Social de la Iglesia.
La unión de los argentinos, la
unión nacional a la que aspira el Justicialismo no tiene como finalidad la
aglomeración de los individuos ni su conformación uniforme y monocorde, sino
que apunta a configurarse como comunidad organizada, porque solamente así se
puede proteger o amparar la acción perfectiva de cada uno de los individuos que
forman parte de ella. La comunidad debe ser conscientemente organizada, ya que
los pueblos que carecen de organización pueden ser sometidos, y de hecho lo
son, a cualquier tiranía. Es decir, la comunidad organizada –expresión real y
concreta del principio del Bien Común- es la garantía y salvaguardia de la
realización plena y perfecta de cada uno de los miembros que viven en ella.
3. Trabajo y Propiedad privada.
En la concepción política del Justicialismo está implícita la idea o el
principio del destino universal de los bienes, postulado por el cristianismo,en
tanto el acceso a los bienes que hacen posible una vida digna es un derecho
reconocido para todos los seres humanos, no sólo de la Nación sino también del
mundo entero. En la Argentina en particular, el justicialismo definió desde sus
orígenes que aspira a que “no haya un solo argentino que sea un andrajoso, que
se arrastre por los caminos, sino que tenga el derecho y el honor de ganarse la
vida con el sudor de su frente” 6.
En esta línea de pensamiento, el
justicialismo concibe al trabajo como el modo a través del cual el ser humano
imprime su esencia en la realidad, la moldea y configura, la custodia, la
protege y la perfecciona, expresándose así como criatura racional y como
persona: “para el peronismo no existe más que una sola clase de hombres: los
que trabajan”. En este sentido, el ser humano es tal por el trabajo, éste es un
derecho innato en él, en tanto lo dignifica y lo hace ser más persona: “el
trabajo es un derecho que crea la dignidad del hombre”. No es una mercancía ni
fuerza de labor, es derecho. Pero como todo derecho, tiene su contrapartida en
el deber que lo complementa: si la Providencia ha instituido el trabajo como
derecho natural del ser humano, éste tiene la obligación y el deber de
“producir por lo menos lo que consume”7. En esencia, el trabajo es el elemento
humano actual y futuro que debe preocupar fundamentalmente al Estado, no sólo
porque es productor de la riqueza, sino porque después del hogar y de la
escuela, es un moldeador insustituible del carácter de los individuos, y en tal
sentido es fuente de los hábitos y costumbres colectivos, forjadores de la
tradición nacional.
El acceso a la propiedad privada
y el derecho de usar y disponer de lo que le es propio a cada ser humano fue un
principio permanente e irrenunciable del Justicialismo, ya desde sus orígenes.
La invocación a la unidad nacional sobre la base de la solidaridad del pueblo
ha tenido y tiene entre sus metas la de fomentar el acceso a la propiedad
privada, en el marco del progreso e incremento de la economía nacional, del
acrecentamiento de la producción en todas sus manifestaciones y de la defensa
del que trabaja, mejorando sus condiciones de trabajo y de vida. Pero no sólo
el Justicialismo fomenta el acceso universal a la propiedad privada, sino que
le ha otorgado rango constitucional a este principio, al declarar que todos los
habitantes de la Nación gozan de varios derechos: de trabajar, de circular y
comerciar, de peticionar a las autoridades, de reunirse, de hacer públicas sus
ideas sin censura previa, de profesar libremente su culto, de enseñar y aprender,
y de usar y disponer de su propiedad”. 8
4. El principio de subsidiaridad.
Como hemos podido apreciar en las páginas anteriores, el ser humano como
individuo tiene la primacía frente a lo social y comunitario. Esto no significa
que el individuo ocupe un rango superior o esté por encima de la comunidad,
sino que ésta última en su evolución debe respetar la dignidad intrínseca de
aquél y asegurar su desarrollo pleno y personal.
En el plano político comunitario,
el Pueblo tiene la primacía frente al Gobierno y al Estado: no está al servicio
de éstos ni debe ser manipulado o dirigido por ellos, sino que ambos deben
servir al pueblo y fomentar su bienestar, en el sentido que “el gobierno [y el
Estado] hacen lo que el pueblo quiere y defienden un solo interés: el del
Pueblo”. 9
Para hacer realidad este
principio, el Justicialismo impulsó el ideal de la Comunidad Organizada, en la
que el Gobierno es centralizado, porque es el órgano de concepción y
planificación, el Estado es descentralizado, porque es el organismo de
ejecución, y el Pueblo es organizado, como el elemento activo que hace realidad
el proyecto político. Es decir, el Pueblo no es una masa amorfa que delega su
poder político en representantes, sino queparticipa activamente mediante la
organización de las asociaciones e instituciones que él mismo crea libremente,
no sólo para hacer realidad los planes de gobierno sino para proponer,
proyectar, aportar y discutir las políticas que se han de aplicar.
Así, los tres factores –Gobierno,
Estado y Pueblo- actúan armónicamente coordinados: el Estado se subordina en
forma absoluta al Gobierno, a la vez que las distintas organizaciones libres
del Pueblo colaboran y cooperan en forma inteligente con el Gobierno y con las
instituciones estatales. 10
En definitiva, el Gobierno (con
la cooperación del Estado) sólo participa activamente y tiene presencia
dominante en las actividades que no pueden desempeñar ni ejercitar ni los
individuos ni el pueblo.
5. El principio de participación.
En la concepción política justicialista, este principio está teórica y
prácticamente vinculado al principio anterior. Precisamente, la organización
libre del Pueblo ha hecho realidad este principio cristiano de la participación
esbozado en el capítulo anterior.
6. El principio de solidaridad.
Para forjar la integración social y la unión nacional, el amor y la solidaridad
son las fuerzas espirituales que unen las almas, las mentes y los corazones de
toda comunidad humana. Si el hombre debe realizarse en sociedad, armonizando
los valores espirituales con los materiales y los derechos del individuo con
los derechos de la sociedad, la solidaridad –basada en la ley del corazón- debe
ser asumida por todos los miembros de la nación, para compartir los beneficios
y los sacrificios, equitativamente distribuidos.
. La solidaridad es la fuerza espiritual fundamental e imprescindible
para forjar una nueva sociedad, no basada en el crecimiento material y
tecnológico ni en el egoísmo como fuerza motivadora. En última instancia, la
solidaridad social es el factor aglutinante y la fuerza de cohesión poderosa
que sólo puede germinar en el pueblo organizado. 11
7. Justicia Social. Ésta
constituye la gran bandera distintiva que, en esencia el Justicialismo tomó de
la doctrina social cristiana.
Como hemos visto en el capítulo
anterior que la justicia social se equipara o es equivalente a la justicia
distributiva, que es aquélla en la que la comunidad o el Estado promueven y
garantizan el derecho de sus miembros. En este sentido, la justicia social
puede ser considerada como superior a todas las demás justicias de la tierra,
razón por la cual debe alcanzar a todos los argentinos, hasta el último de
ellos. 12
Sin justicia social para los
pueblos, las naciones no pueden progresar, tal como muestra el actual sistema
económico internacional y el nuevo orden mundial forjado por los ricos del
mundo, en perjuicio de la inmensa mayoría de la humanidad, sumergida en la
pobreza extrema, la miseria y el abandono.
La obligación de todo Estado es
velar para que la justicia social distributiva tenga efectiva vigencia en la
vida de las comunidades humanas, impidiendo que los bienes que Dios y la
Naturaleza han otorgado a los hombres no sean distribuidos entre un grupo de
privilegiados, sino que puedan ser compartidos y disfrutados por todos los
habitantes y ciudadanos de la patria.
No se trata sólo de asegurar
salarios justos para los que trabajan, sino también organizar el trabajo a
través de una legislación laboral, consolidar jurídicamente el derecho laboral
y defender a las asociaciones obreras.
1. Doctrina revolucionaria, Introducción, A.
Análisis y crítica de las condiciones imperantes, S 3º, p. 32.
2. Doctrina revolucionaria, Capítulo 1, A.
Postulados, S 2º, p. 52
3. Estos conceptos están desarrollados en el
Modelo argentino para el proyecto nacional, Segunda Parte, “El modelo
argentino”, S 1.
4. Doctrina revolucionaria, Capítulo 1, A.
Postulados, S 2º, p. 54.
5. Modelo argentino…, Primera Parte,
“Fundamentación”, 2. El modelo argentino y el Justicialismo.
6. Ibidem,
Introducción, B. Soluciones y propósitos, S 1º, p. 35.
7. Verdades Peronistas nn. 5 y 6.
8. Constitución de la Nación Argentina (1949),
Artículo 26.
9. Verdad Peronista n. 1.
10. Juan Domingo Perón, “Una
Comunidad Organizada”, publicada en Descartes, Política y Estrategia (No ataco
crítico), Buenos Aires 1953, p. 74.
11. Juan Domingo Perón, Modelo
argentino…, Segunda Parte, 1. La comunidad organizada.
12. Doctrina revolucionaria, Capítulo
I, G. Justicia social, p. 120.
CONCLUSIÓN
Peronismo y Doctrina Social de la
Iglesia
En estas páginas hemos querido
rescatar la esencia de la doctrina justicialista, nutrida del aporte tomado de
la Doctrina Social de la Iglesia, como gran innovación política histórica, ya
que es peronismo constituye la primera experiencia histórica moderna y
contemporánea que trasladó al ámbito de la vida política nacional los
postulados de la doctrina cristiana.
Como hemos visto, el
justicialismo constituye la única doctrina política que pone como objetivo
central de su acción la dignidad y dignificación del ser humano, en su
dimensión individual pero innegablemente vinculado a su ser social. Ni el
individuo frente o contra el Estado, ni el Estado por encima del individuo,
sino individuo en y por la comunidad: nadie se realiza en una comunidad que no
se realiza. Ni el individualismo burgués de la Revolución Francesa ni tampoco
la insectificación del ser humano de las Revoluciones marxistas totalitarias,
sino el hombre planificado en su integración armónica con la Nación.
Pero esta dimensión horizontal
del ser humano sólo puede alcanzar realidad plena si tiene una sólida
configuración de su dimensión vertical, su relación con la Providencia y con
los valores morales eternos que se derivan del mundo celestial: “el mundo del
futuro será sólo de los que posean las virtudes que Dios inspiró como norte de
la vida de los hombres”.1
Estamos viviendo un momento
histórico en el que una ultra-minoritaria plutocracia internacionalista,
mediante una inhumana, injusta y perversa concentración de la riqueza mundial,
ha concentrado en sus manos los bienes que esencia y por derecho natural
pertenece a los pueblos y naciones del orbe. Para gozar “en paz” de este saqueo
criminal, este poder imperialista ha combatido históricamente la proyección
social de la doctrina social que ha emanado en particular del cristianismo
católico.
Por su íntima coincidencia con el
pensamiento social cristiano, el Justicialismo está llamado a forjar una nueva revolución
política, económica, social y espiritual que permita a quienes habitan en
nuestro suelo patrio no sólo vivir una vida digna del hombre, sino también
volver a iluminar el camino de la humanidad en este momento de tinieblas en que
se encuentra sometida.
A partir de la segunda mitad del
siglo XX, los pretendidos “dueños” del mundo –la plutocracia financiera
internacional- ha llevado a cabo un proceso paulatino de reconfiguración del
sistema político y económico mundial, en el contexto de un Nuevo Orden
planetario en el que ha concentrado en muy pocas manos la mayor parte de la
riqueza mundial y en el que ha colocado al 60% de la población mundial -4 mil
millones de personas- fuera de toda convivencia y organización social y
política, ya que cuentan con un ingreso diario de 1 ó 2 dólares diarios. A la
inversa, y tal como han reconocido en los últimos años organismos oficiales
internacionales como las Naciones Unidas y el Fondo Monetario Internacional, 39
millones de personas –el 0,6% de la población mundial- concentra en sus manos
el 39% de la riqueza mundial. 2
La Argentina no escapa a esta
reconfiguración social y política que se está llevando a cabo en el mundo
entero. Un 25% de su población vive en la pobreza y en la miseria, en un
ordenamiento en el que se encuentra concentrada y extranjerizada la mayor parte
de su economía, básicamente como país sojero-exportador.
Para volver a hacer de la
Argentina una nación políticamente soberana, económicamente independiente y
socialmente justa, es fundamental y necesario recrear y volver a hacer vigentes
la mística y la acción política revolucionarias del Justicialismo. Por eso se
impone recuperar el carácter humanista-cristiano de su doctrina y los
fundamentos de la doctrina social de la Iglesia que supo hacer realidad en los
momentos que gobernó nuestra Patria, ya que “hay una cabal coincidencia entre
la concepción de la Iglesia, nuestra visión del mundo y nuestro planteo de
justicia social, por cuanto nos basamos en una misma ética, en una misma moral,
e igual prédica por la paz y el amor entre los hombres”. 3
1. Juan Domingo Perón, Discurso, 5 de octubre
de 1948.
2. Aurelio Jiménez, La desigual distribución
de la riqueza mundial, 6 de junio de 2013, Figure 1, ver al final del texto
(extraído de
http://www.elblogsalmon.com/economia/una-super-elite-mueve-los-hilos-de-la-economia-mundial).
Hacia el año 2000, un estudio oficial de Naciones Unidas mostró que el 85% de
los adultos del mundo tenía en sus manos el 85% de los activos del mundo, cf.
Anthony Sorrocks et alii, La Distribución Mundial de la Riqueza de los Hogares,
World Institute for Development Economics of the United Nations University,
2006, p. 2 y ss.
3. Juan Domingo Perón, Mensaje a la Asamblea
Legislativa, 1 de mayo de 1974
Fuente:
www.historiadelperonismo.com