Peronismo y Doctrina Social de la Iglesia



 José A. Quarracino – Juan C. Vacarezza



Primera Parte: la Doctrina Social de la Iglesia, fuentes y desarrollo histórico-doctrinal

A. ¿Qué es la doctrina social de la Iglesia católica? Es la proyección de los valores proclamados por el mensaje evangélico a la vida social del hombre y al entramado que constituye la misma.
Se impone la pregunta: ¿por qué la Iglesia católica pretende o tiene derecho a expresar sus conceptos doctrinales sobre cuestiones sociales, políticas y económicas, aparentemente ajenas a su misión religiosa de anunciar y predicar el Evangelio?
La misión religiosa de la Iglesia es anunciar el Evangelio, anuncio que es esencia la proclamación de la Encarnación de Dios en Jesucristo, su muerte y su resurrección pascual, para rescatar y redimir al hombre, triunfando sobre el poder de la muerte. En este sentido, la revelación de Dios en la historia humana que proclama el Evangelio no es un juego divino que se satisface en sí mismo, ni tampoco una aventura a modo de paseo, ni su autocomplacencia es el objeto de su “visita” a la tierra, sino que el hombre es el objeto de este proceder divino, el sentido último de la presencia concreta de Dios en medio de los hombres. Según el anuncio evangélico que proclama la Iglesia, Dios se ha encarnado y ha experimentado la muerte en la cruz, para resucitar y rescatar al hombre, posibilitándole alcanzar su salvación eterna en un sentido integral y absoluto.
Para la fe cristiana, esta salvación ofrecida por Cristo resucitado abarca al ser humano tanto en su vida individual como en su existencia social y comunitaria, por cuanto el hombre es en esencia ser social, no un individuo aislado: la fe cristiana no reduce la vida religiosa ni la salvación a la esfera meramente privada del ser humano, ni tampoco orienta su mensaje hacia una salvación puramente ultra-terrena, ajena a su presencia en la tierra.1 Es decir, para el cristianismo la salvación del hombre es universal e integral, ya que incluye todas las dimensiones de la persona humana: personal y social, espiritual y corpórea, histórica y trascendente. 2.

Esta dimensión humanista integral es la que obliga al cristianismo a proyectar el anuncio evangélico al plano social, en todos sus niveles: económico, político, cultural, etc., ya que es en la configuración de la sociedad, con sus ordenamientos estructurales, donde el hombre tiene la posibilidad de alcanzar el bien y el desarrollo personal al que está llamado por su vocación. Así, la Iglesia tiene el derecho, pero al mismo tiempo el deber de anunciar y actualizar su anuncio salvífico en el entramado de las relaciones sociales, para fecundar y fermentar la sociedad misma con el Evangelio.3 Este anuncio sistematizado y proyectado al ámbito de lo social es lo que constituye la doctrina social de la Iglesia.
La enseñanza de la doctrina social forma parte entonces de la misión evangelizadora de la Iglesia, no es una acción marginal, aleatoria o complementaria sino esencial a su ministerio. No es una teoría sociológica, económica o política, sino una doctrina eminentemente teológica –reflexión sobre el misterio de la vida humana a la luz de la revelación divina- y forma parte de la teología moral, ya que no es teología teórica o especulativa, sino que está destinada a “orientar la conducta de las personas”. 4
Como hemos afirmado en la Introducción, este proceso de proyección de lo religioso al ámbito de la vida social y comunitaria del hombre es el mismo proceso que han llevado a cabo las comunidades humanas a lo largo de la historia. Es que lo religioso fundamenta y funda la edificación de toda comunidad humana, en tanto es la fuente de los valores culturales sobre los que se asienta toda construcción social. Éste es el proceso a través del cual se han forjado las grandes civilizaciones.
El rechazo a la presencia e influencia de lo religioso en general y del cristianismo en particular es un producto histórico postulado por la conciencia capitalista burguesa moderna, que ha pretendido y pretende configurar la vida social del hombre en todos sus aspectos sin los fundamentos éticos y morales que surgen de la cosmovisión religiosa y que ponen un límite al individualismo sobre el que se sustenta cultural e ideológicamente el sistema capitalista moderno. En el plano cultural, el capitalismo ha promovido el proceso conocido como secularismo moderno, es decir, ha configurado la vida humana en su faz social y las actividades en el mundo que el hombre lleva a cabo independientemente de los valores religiosos, de tal modo que esta configuración social en el ámbito de la política promueve la separación absoluta del Estado respecto a la Religión.

B. ¿Cuáles son las fuentes de las que se nutre la Doctrina Social de la Iglesia? La fuente primera de la que se nutre la enseñanza social de la Iglesia es la Sagrada Escritura, “comenzando por el libro del Génesis y, en particular, en el Evangelio y en los escritos apostólicos” 5, la predicación evangélica de la Iglesia misma respecto a su concepción del hombre y de la vida social y, especialmente, de la moral social.
Una segunda fuente la constituye la enseñanza que se fue reelaborando y ampliando a partir de las doctrinas elaboradas por los Padres de la Iglesia (san Atanasio de Alejandría, san Cirilo de Alejandría, san Juan Crisóstomo, san Gregorio de Nacianzo, san Hilario de Poitiers, san Ambrosio de Milán, san Agustín, san Gregorio Magno, etc.) y por los Doctores de la Iglesia (santo Tomás de Aquino, san Buenaventura, san Isidoro de Sevilla, san León Magno, san Bernardo de Claraval, etc.).
La tercera fuente la constituye la sistematización de la enseñanza social, a partir de los desarrollos aportados por el Magisterio Pontificiosobre la llamada «cuestión social» moderna, sistematización que fue iniciada con la Encíclica Rerum Novarum, promulgada el 15 de mayo de 1891 por el papa León XIII,6 denominada la Carta Magna que da sustento teórico-doctrinal a la actividad cristiana en el ámbito económico-social. 7

Esta sistematización recogió toda la tradición doctrinal y cultural elaborada por la Iglesia a través de los siglos, incorporando las reflexiones elaboradas por los Papas respecto a las nuevas situaciones sociales que se plantearon a partir de finales del siglo XIX: la relación capital-trabajo, las desigualdades sociales, la miseria creciente de la clase trabajadora, el imperialismo ejercido por el poder financiero internacional, el crecimiento poblacional, el desarrollo tecnológico, la acumulación y concentración de la riqueza, la contaminación ambiental, etc.

C. Conviene tener presente, a grandes rasgos, cuál ha sido el desarrollo histórico-doctrinal a través del cual se ha ido configurando la Doctrina Social de la Iglesia.
Este proceso de configuración de la enseñanza social cristiana no puede ser aislado del proceso global de promoción humanística que ha realizado la Iglesia a lo largo de su historia, no sólo en el plano social sino también en el plano económico, cultural e intelectual, más allá de sus limitaciones, imperfecciones y errores.
Desde el origen mismo del cristianismo, la Iglesia ha ido desarrollando una labor constante por el reconocimiento de la dignidad intrínseca del ser humano y sus derechos fundamentales y por la vigencia práctica de los mismos, para hacer realidad los principios que pregonaba. Logró esto a través de un intenso y progresivo apostolado social y cultural desplegado en numerosas iniciativas e instituciones.
Ya en las epístolas de san Pablo el mensaje de caridad evangélica muestra toda su dimensión y alcance. El testimonio imparcial de los historiadores de la Antigüedad pone de relieve la eficacia de la labor desarrollada en tal sentido por las comunidades cristianas que se constituyeron a lo largo de todo el Imperio Romano.
Durante los siglos II a V d. C., los Padres de la Iglesia (latinos y griegos) desarrollaron en sus escritos un pensamiento profundo en materia social y económica, sentando las bases de la elaboración teológico-moral que se llevó a cabo en los siglos posteriores.

La crisis y derrumbe del Imperio Romano transformó al mundo occidental de ese entonces en un mosaico de naciones y pueblos disgregados y muchas veces hostiles entre sí. La evangelización llevada a cabo por la Iglesia, desde las Islas Británicas hacia el continente, forjó la unidad religiosa-espiritual de todas esas comunidades dispersas, base de la unidad política-geográfica que se llamó Europa. Pero esta labor de unidad política y espiritual fue acompañada en el plano social mediante el desarrollo de varias iniciativas –casas de huéspedes, asilos dispensarios, orfelinatos-, en respuesta a los problemas de injusticia y desigualdad que se presentaban. Al mismo tiempo, en el plano económico la Iglesia promovió la organización de los artesanos y trabajadores en talleres y gremios, que no sólo eran lugares de trabajo sino también centros de formación y capacitación de sus miembros, quienes, además de trabajar, aprendían el oficio y lo transmitían.
En el plano cultural, en un primer momento la Iglesia conservó el tesoro de la educación no-cristiana antigua, griega y romana, a través de la labor de las bibliotecas monasteriales. Posteriormente, promovió el desarrollo de las ciencias y de las artes, y amparó la formación escolástica rigurosa, mediante la creación de la Universidad, instituyéndola en varias ciudades de Europa: Boloña, Oxford, París, Módena, Cambridge, Palencia, Salamanca, Padua, Nápoles.

En el período conocido como Renacimiento, que tuvo lugar en los comienzos de la Edad Moderna, la Iglesia –muchas veces por iniciativa de los Papas- presidió, amparó y posibilitó el desarrollo de las letras y de las artes, rescatando del olvido la cultura clásica greco-latina.
En particular, fueron los teólogos españoles del siglo XVI –Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, etc.-, quienes sentaron las bases de los derechos humanos que fueron consagrados en tiempos muy avanzados de la Edad Moderna, al igual que elaboraron los principios modernos del Derecho Internacional y asumieron la defensa teórica de los derechos de las poblaciones nativas no-europeas, a la vez que buscaron proteger en la práctica esos derechos mediante la labor misionera de las Órdenes Dominicana, Franciscana y Jesuita.
Frente a los desbordes financieros del Capitalismo, la Iglesia levantó su voz condenando la práctica de la usura y recomendando su prohibición, a través de la Bula Detestabilis Avaritiae, promulgada por el papa Sixto V el 21 de octubre de 1586, y a través de la Bula Vix Pervenit, promulgada por el papa Benedicto XIV el 1 de noviembre de 1745.


1.    Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires 2005,  Primera Parte, Capítulo Segundo, I d) n. 71.
2.    Ibidem, Primera Parte, Capítulo Primero, III b) n. 38.
3.    Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (La Iglesia en el mundo contemporáneo, n. 40.
4.    Juan Pablo II, Carta encíclica Sollicitudo rei socialis, n. 41. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio…, Primera Parte, Capítulo Segundo, II a), n. 73.
5.    Juan Pablo II, Laborem exercens, “Introducción”, I n. 3.
6.    Juan Pablo II, Ibidem. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio…, Primera Parte, Capítulo Segundo, III a), n. 87.
7.    Pío XI, Quadragesimo anno, n. 13.



Segunda Parte: Magisterio social pontificio contemporáneo/León XIII, Pío XI, Pío XII

D. El Magisterio Pontificio contemporáneo. No es por casualidad que la Iglesia comienza a sistematizar toda la doctrina referida a la “cuestión social”, en particular al tema del trabajo humano, en un momento histórico que el sistema capitalista comenzó a mostrar su faz más negativa y cuestionable: un gran desarrollo económico material, acompañado como condición cuasi sine qua non de la miseria en la que se encontraban sumergidos los trabajadores proletarios urbanos, artífices de ese desarrollo y a quienes les estaba prohibida su agremiación. Esta contradicción –espectacular desarrollo material a favor de los dueños de los medios de producción, pauperización y miseria creciente para los “socios” de esos medios, como son los trabajadores- ha sido una constante en el proceso de desarrollo capitalista, prácticamente desde su mismo inicio, y que nunca ha podido resolverse, sino más bien todo lo contrario, ha tendido a profundizarse y acrecentarse.
Tal como lo afirma oficialmente la Iglesia, “los eventos de naturaleza económica que se produjeron en el siglo XIX tuvieron consecuencias sociales, políticas y culturales devastadoras”, puesto que “los acontecimientos vinculados a la revolución industrial trastornaron estructuras sociales seculares, ocasionando graves problemas de justicia y dando lugar a la primera gran cuestión social, la cuestión obrera, causada por el conflicto entre el capital y el trabajo” 1

1. Rerum novarum. A causa de esta situación social explosiva, el papa León XIII promulga el 15 de mayo de 1891 la encíclica Rerum novarum, en la que aborda las “cosas nuevas”, es decir, los nuevos desafíos que plantea la crisis generada por el desarrollo del capitalismo, crisis que está acompañada por grandes revueltas sociales en reacción a la vida de miseria que viven los trabajadores y por la difusión de doctrinas que proponen un cambio revolucionario signado por la violencia –el socialismo en sus distintas versiones.
La encíclica aborda específicamente la condición en la que viven los trabajadores asalariados, sumidos en la miseria y en la injusticia. Como causa de esa situación de miseria e injusticia instaurada por el capitalismo, el Papa denuncia en la encíclica el desamparo que sufren los trabajadores, al estar prohibida la agremiación; el proceso secularista que ha expulsado a la religión y sus valores fuera de la vida social; el auge de la usura y la concentración de la riqueza en muy pocas manos.
En primer lugar, rechaza la solución propuesta por el socialismo -la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada- por cuanto perjudica al obrero, ya que es injusta y antinatural. Resalta la armonía como elemento fundamental para organizar las relaciones entre patrones y obreros; la dignidad del trabajador asalariado; el derecho a un salario justo, ya que “explotar en provecho propio la indigencia de los menesterosos y abusar de la pobreza ajena […] es contra todo derecho divino y humano”, porque defraudar a alguien respecto al salario justo que se le debe “es un crimen que clama venganza al cielo”. 2

En segundo lugar, rescata la misión del Estado, destinada a la promoción del bienestar común, atendiendo especialmente a los que trabajan, por cuanto del trabajo de ellos “salen las riquezas de los Estados”, razón por la cual debe el Estado promover el bienestar moral y el bienestar material del obrero.
En esencia, la encíclica resalta fundamentalmente la dignidad del trabajo humano en su aspecto personal –como expresión de la realidad interior y espiritual del ser humano- y en su carácter necesario –como producción de bienes sobre los que el individuo sustenta su existencia. Esa dignidad se sustenta en el pago de un salario justo y en el derecho a tener como propio los frutos de su esfuerzo productivo.
Reclama también el reconocimiento de las asociaciones gremiales y sindicales, sobre la base de la dimensión esencialmente social del ser humano en general. 3

2. Quadragesimo anno. Escrita por el papa Pío XI, promulgada el 15 de mayo de 1931, exactamente a los 40 años de la encíclica anterior, aborda en particular el problema de la expansión internacional de las grandes industrias y de los grupos financieros, el auge de los sistemas totalitarios y el exacerbamiento de la lucha de clases.
Este texto pone de relieve el contexto que llevó al papa León XIII a redactar su famosa encíclica: la “división cada vez más patente en dos clases distintas”, una menos numerosa que gozaba “casi exclusivamente de todas las ventajas” del desarrollo económico, y la otra, la “ingente muchedumbre obrera, reducida a la más angustiosa miseria, luchando en vano por salir de la estrechez en que vivía”. Frente a este cuadro, destaca la solución propuesta por el pontífice de ese entonces: la afirmación de los derechos y obligaciones que “regulan las relaciones de los ricos y de los pobres, de los capitalistas y de los obreros”. 4
En el primer capítulo, se resaltan los aportes efectuados por la encíclica Rerum novarum. Por un lado, se sostiene que la solución propuesta en la mencionada encíclica “sobrepasó los límites impuestos por el liberalismo”, ya que señaló que el Estado no debe limitarse a ser guardián del derecho y del orden, sino que debe ser promotor de la prosperidad pública y de la privada, pero ocupándose especialmente del “interés y cuidado de los débiles y menesterosos”. Uno de los frutos de esta orientación pontificia fue la sanción de nuevas leyes y legislaciones que aseguraron los “derechos sagrados” de los obreros, al tomar a cargo su “tutela y protección, en particular de las mujeres y niños”. Otro de sus frutos fue el reconocimiento de las asociaciones gremiales, para proteger a sus miembros y asegurar su perfeccionamiento moral y material.
En el segundo capítulo, se reivindica el aporte de la doctrina eclesial a las cuestiones económicas, circunscripto al aspecto moral, no técnico, de las cuestiones.
Reafirma el principio del derecho a la propiedad privada, pero resaltando su doble carácter, individual y social (propio en cuanto a la posesión, común en cuanto al uso), es decir, como derecho que está gravado o limitado por obligaciones y deberes que impiden sea ejercido en forma absoluta, sin limitación alguna. En este sentido, una de las funciones del Estado es asegurar el ejercicio de este derecho, pero en el marco del bien común que lo determina.

Reivindica el trabajo individual como uno de las acciones por medio de la cual el hombre ejerce el derecho a la propiedad privada, y el trabajo colectivo de la clase obrera como fuente de la riqueza de los pueblos.
Formula el principio básico de la justa distribución de los bienes de la tierra, postulando su destinación universal (para todos) y su distribución individual mediante la propiedad privada, y prohibiendo que una clase excluya a la otra de la participación de los bienes. Es por eso que critica “la actual distribución de los bienes de este mundo”, por el enorme contraste que presenta “entre unos pocos, inmensamente ricos, y la innumerable muchedumbre de pobres”. Para superar esta situación, reclama la justa distribución de los bienes: hay que procurar con el mayor empeño y esfuerzo que, “para el futuro, las riquezas producidas se acumulen con justa medida en las manos de los ricos y se distribuyan con relativa profusión entre los obreros, […], para que aumenten su patrimonio con el ahorro, y administrando prudentemente el patrimonio aumentado, puedan cubrir con mayor holgura sus cargas familiares, y libres de las incertidumbres de la vida, cuyas vicisitudes tanto afectan a los proletarios, no sólo puedan soportar las contingencias de la vida, sino confiar también en que, al abandonar este mundo, queden suficientemente atendidos los que dejan en pos de sí”. Es decir, justa distribución de los bienes, para que los asalariados no sólo puedan satisfacer sus necesidades sino también asegurar el futuro de sus descendientes.

Cumplir este principio obliga a postular la obligación de abonar un justo salario para los trabajadores. Esto significa que la remuneración del obrero debe ser lo suficientemente adecuada para asegurar el propio sustento y el de la familia; que ninguna empresa debe pretender obtener ganancias pagando sueldos bajos o injustos, pero tampoco debe poner en riesgo su existencia y el futuro de los trabajadores; que la cifra salarial que se abona debe ser acorde a las exigencias del bien común, es decir, debe permitir satisfacer las necesidades personales y familiares del que trabaja y ha de posibilitarle también reunir paulatinamente un capital.
Para asegurar la vigencia efectiva de estos principios, la encíclica propone la restauración del orden social, a través de la agremiación profesional y gremial y la colaboración entre ellas, no el enfrentamiento. Propone también la organización de la actividad económica, que no puede quedar librada a la libre competencia, sin ningún tipo de intervención estatal. Por el contrario, la actividad económica, según el Magisterio, “debe ser regida por la justicia social y la caridad social”.
En el capítulo tercero se abordan los cambios económicos y sociales producidos luego de la promulgación de la Rerum novarum, cambios no contemplados en ésta última.
Entre esos cambios destaca la concentración económica (“se crean poderes enormes”) y la instauración de una auténtica oligarquía económica (“prepotencia económica verdaderamente despótica en manos de muy pocos”), dueña del dinero y del crédito, al que distribuyen arbitrariamente, constituyéndose en dueños de la vida económica. Destaca que este proceso ha originado tres nuevos conflictos: la lucha para alcanzar ese predominio económico; la guerra para obtener el predominio sobre los poderes públicos; el conflicto en el campo internacional, para lucrar con el enfrentamiento entre Estados.

Específicamente, detalla las “funestas consecuencias” del espíritu individualista en el terreno económico: la sustitución del mercado libre por la prepotencia económica; la desenfrenada ambición de poder; la mutación de la economía en una actividad extremadamente dura, cruel e implacable; la fusión del poder político con el poder económico; el imperialismo económico y, en última instancia, el “funesto y execrable internacionalismo del capital”, es decir, el imperialismo internacional del dinero.
Para solucionar los males generados por el capitalismo liberal que degenera en explotación y sometimiento, y evitar la vía del izquierdismo marxista en sus diferentes variantes, la encíclica propone “la restauración social mediante la renovación del espíritu cristiano en la sociedad”, es decir, propone la edificación de la sociedad sobre la base de principios cristianos, cuya racionalidad puede instituir la vida económica de la sociedad como un régimen recto y provechoso. Dicho de otra manera, propone la cristianización de la vida económica: la edificación de la vida social, económica y política sobre bases cristianas. 5

3. Radiomensaje sobre la Solemnidad de Pentecostés. Se trata de un mensaje radiofónico, transmitido el 1 de junio de 1941 por el papa Pío XII, para celebrar la fiesta cristiana de Pentecostés. En este texto el pontífice romano vincula la celebración religiosa con el 50 aniversario de la encíclica Rerum novarum.
En este texto se destaca en primer lugar el aporte hecho por el papa León XIII a la cuestión social, tanto al señalar “los errores y los peligros” de la concepción materialista del socialismo, como “las fatales consecuencias de un liberalismo económico” que ha olvidado o despreciado los deberes sociales, exponiendo los “principios convenientes y aptos” para mejorar en forma gradual y pacífica las condiciones de vida de los obreros. 6
En segundo lugar, este texto destaca el deber del Estado de procurar el bienestar de todo el pueblo y de todos sus miembros, “particularmente de los débiles y de los desheredados, con amplia política social y con la creación de un fuero del trabajo”.

A partir de estos dos puntos, el Papa expone lo que considera los “tres valores fundamentales de la vida social y económica”, valores que se entrelazan y se referencian mutuamente: el uso de los bienes materiales, el trabajo y la familia.
A) El uso de los bienes materiales es un valor fundamental, en cuanto es un derecho individual y natural, que debe ser regulado según formas jurídicas que lo aseguren, para que todos tengan acceso a ese derecho y esté al alcance de todos. Es un derecho que está en íntima unión con la dignidad y con los demás derechos de la persona humana, ya que le ofrece a ésta la base material segura que le permita elevarse al cumplimiento de sus deberes morales.
El Estado y la economía nacional deben asegurar y posibilitar el ejercicio de este derecho para cada uno de los miembros de la comunidad política. Ello conformará la riqueza económica de todo pueblo, no por la abundancia de los bienes que produce, medidos en forma material, sino por su justa distribución, real y durable, que “dará frutos de paz y de bienestar general”.
B) El trabajo es otro valor fundamental, particular y necesario, como deber y derecho que le permite el ejercicio del anterior derecho mencionado y así mantener su vida y la de las personas a su cargo. Como derecho individual y accesible a todos, debe ser amparado y protegido por el Estado.
C) La familia es el tercer valor fundamental reafirmado, vinculado a los dos derechos ya mencionados, cuyo ejercicio permite asegurar la subsistencia y perdurabilidad de aquélla. En tal sentido, no es sólo un valor para el individuo, sino también y además “la raíz natural y fecunda” de la grandeza y potencia de la nación, a la que el Estado debe proteger y perfeccionar cada vez más. 7 En este sentido, uno de los deberes del Estado respecto a la familia es la de permitir a cada una de ellas la posesión y propiedad de un terreno en el que pueda asentarse y arraigarse el núcleo familiar, sostenido por el acceso y uso a los bienes materiales mediante el trabajo. 8
Nos hemos detenido en particular en estos tres exponentes originarios de la doctrina social de la Iglesia, anteriores a la irrupción del peronismo en la vida política, porque lo expresado y proclamado en esas exposiciones tiene profunda resonancia y familiaridad con los postulados sociales de la doctrina justicialista y con las políticas ejecutadas bajo su inspiración.

1.    Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires 2005,  Primera Parte, Capítulo Segundo, I d) n. 71.
2.    León XIII, Rerum novarum, n. 17., Primera Parte, Capítulo Primero, III b) n. 38.
3.    Todas estas citas están tomadas de la encíclica citada, nn. 27, 31-35, 36-40.
4.    Pío XI, Quadragesimo anno, nn. 2-3. Cuadro que luego de 80 años ha vuelto a repetirse, lo cual muestra el retroceso histórico y social que ha significado el desarrollo capitalista comandado por el poder financiero internacional y el Nuevo Orden Mundial que ha instaurado.
5.    Citas tomadas de la encíclica citada en la nota anterior: nn. 8, 10, 14-21, 25, 27-34, 35-40.
6.    Pío XII, Solemnidad de Pentecostés. Radiomensaje, 1 de junio de 1944, n. 6.
7.    Ibidem, nn.22-23.
8.    Todo esto está explicitado en el radiomensaje, nn. 9, 11, 12-18, 19-23.




Tercera Parte: Principios de la Doctrina Social de la Iglesia

4. Continuidad del magisterio social de la Iglesia. A partir de la década del ’60, a través de sus pontífices, la Iglesia siguió ocupándose oficialmente de la “cuestión social”, ampliando sus ámbitos de análisis al campo de la política nacional y de la política internacional.
— El papa Juan XXIII (1958-1963) contribuyó con dos encíclicas: Mater et magistra y Pacem in terris. En la primera de ellas se reafirma la misión fundamental de la Iglesia de tutelar y promover la dignidad humana, a través de la configuración de una comunión auténtica de los hombres en torno a la verdad, la justicia y el amor. En la segunda se afronta el tema de la guerra, en momentos de la proliferación la carrera armamentista nuclear, y el tema de los derechos humanos. Aborda la cuestión de los poderes públicos de la comunidad mundial, para examinar y resolver los problemas vinculados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural.
— El Concilio Vaticano II dedicó uno de sus documentos liminares, Gaudium et spes. La Iglesia en el mundo contemporáneo, promulgado en 1966, afrontando los temas de la cultura, de la vida económico-social, del matrimonio y la familia, de la paz y la concordia entre los pueblos, desde una perspectiva antropológica cristiana, con la finalidad de consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana, pues ésta es “la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma” 1.

— En la encíclica Populorum progressio, el papa Pablo VI (1963-1978) se ocupó del tema del desarrollo, resaltando la necesidad que éste sea un desarrollo íntegro de la persona individual y de todos los hombres, no sólo en el plano económico y técnico, sino también y fundamentalmente en el acceso a la cultura, en el respeto a la dignidad humana, en el reconocimiento de los valores supremos, en cuanto exigencia de la vigencia de la justicia a escala mundial.
— En la encíclica Laborem exercens, el papa Juan Pablo II retomó la orientación planteada por León XIII, pero ocupándose específicamente de la cuestión del trabajo, como el tema “clave y esencial” de la doctrina social de la Iglesia 2 .
Destaca que el trabajo “constituye una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra”, ya que al ser creado a imagen y semejanza de Dios todo ser humano “refleja la acción misma del Creador del universo” a través del trabajo 3. Es decir, por el trabajo, el hombre se coloca en la línea del plan original del Creador, razón por la cual todo sistema político-económico que los hombres configuran DEBE SALVAGUARDAR SIEMPRE esa dimensión fundamental del trabajo.

Distingue las dos dimensiones que tiene el trabajo humano: su sentido objetivo –constituido por todos los elementos e instrumentos que el hombre utiliza para trabajar- y su sentido subjetivo –la esencia que el hombre expresa en su hacer- que tiene la primacía sobre aquél, ya que “el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto”, no lo que produce 4. Es por eso que reafirma el principio sostenido permanentemente por la Iglesia, según el cual “el trabajo tiene prioridad frente al capital”, al ser el trabajo causa eficiente primaria de la producción, y el capital sólo un instrumento o causa instrumental: “todo lo que está contenido en el concepto de ‘capital’ –en sentido restringido- es solamente un conjunto de cosas. El hombre como sujeto del trabajo, e independientemente del trabajo que realiza, el hombre, él solo, es una persona” 5 .
El derecho de propiedad se vincula al trabajo, en cuanto éste último es el acto por el cual el hombre hace propias las cosas que están a su alcance y que puede usufructuar. En este sentido, la propiedad no es un derecho absoluto e intocable, por cuanto está sometido al principio del destino universal de los bienes, según el cual todos los seres humanos tienen derecho al uso de todos los bienes, derecho que se ejerce mediante la actividad por la que el hombre hace suyo un bien, es decir, mediante el trabajo.
En cuanto a los medios de producción, el derecho a la propiedad de los mismos no es un derecho absoluto, ya que “no pueden ser poseídos contra el trabajo” ni “tampoco pueden ser poseídos para poseer”, sino que sólo se justifica su posesión cuando están al servicio del trabajo 6.

E. ¿Cuáles son los principios fundamentales a partir de los cuales se ha desarrollado la Doctrina Social de la Iglesia? Ante todo, la persona humana, su dignidad, su esencia y sus derechos constituyen la base y el sentido último del pensamiento social cristiano. En segundo lugar, la doctrina del bien común. En tercer lugar, el principio del destino universal de los bienes. En cuarto lugar, el principio de subsidiariedad, en quinto lugar el principio de subsidiaridad y en sexto lugar el principio de solidaridad 7.
1. La persona humana. Según la doctrina cristiana, el ser humano es imagen y semejanza de Dios. Como tal, refleja este carácter divino criatural mediante el trabajo y la ciencia –con los cuales ejerce el señorío sobre el mundo creado- y mediante el vínculo de amor varón-mujer –con lo cual prolonga la vida sobre la tierra y funda la unidad básica de la vida social y comunitaria. Este carácter divino criatural es la que le otorga al hombre su dignidad personal inviolable en su realidad histórica concreta, y es lo que constituye el corazón y el alma de la doctrina social cristiana.
Pero en tanto ser individual, el hombre no debe ser considerado ni como individualidad absoluta, instalada por sí misma y sobre sí misma, ni tampoco debe ser considerado como mera célula de un organismo en el que simplemente cumpliría una función. En otras palabras, para la Doctrina Social cristiana la persona no es un individuo asocial –el hombre lobo- ni tampoco es un simple miembro de un todo superior –el hombre insecto. En tanto individuo, el ser humano es unidad de cuerpo y alma. Mediante el cuerpo, unifica en sí el mundo material, y mediante el espíritu supera la totalidad de las cosas y penetra en la estructura más profunda de la realidad, trascendiendo la realidad material y adhiriéndose a la verdad última de la existencia, concebible por el pensamiento racional.
Pero el individuo humano, como unidad de cuerpo y alma, no es individualista, ya que tiene como componente esencial e irrenunciable la dimensión social: la vocación de todo individuo es la unidad con los demás, a través de los lazos del amor. El individuo es constitutivamente un ser social, una “subjetividad relacional”, un ser libre y responsable que necesita integrarse y colaborar con sus semejantes, porque es “capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor” 8. En este sentido, el carácter comunitario o social del ser humano no anula la individualidad, sino que es una característica inherente a su naturaleza que lo distingue del resto de las criaturas terrenales.

2. El Bien común. Si el individuo como tal está llamado a perfeccionarse y realizarse plenamente, el medio social del que forma parte debe contribuir o hacer posible esa realización. En este sentido, el Bien común de la comunidad constituye “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” . Es decir, la comunidad debe posibilitar la realización individual, pero a su vez ésta sólo puede hacerse realidad a través de la comunidad, porque el individuo no puede encontrar realización sólo en sí mismo, prescindiendo de su ser “con” y “para” los demás.
Significa entonces que al mismo tiempo que el individuo busca y se esfuerza por realizarse personalmente, al mismo tiempo debe contribuir y colaborar con la conformación efectiva del Bien común, para que cada uno de los miembros de esa comunidad pueda alcanzar su propia perfección.
Pero no solamente el individuo, sino también el Estado deben contribuir al Bien común, porque éste es la “razón de ser de la autoridad política”, ya que corresponde al Estado “defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias” 10.

3. Destino universal de los bienes, el Trabajo y la Propiedad privada. De la promoción y vigencia del Bien común –conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible la realización plena de la persona individual- se deriva el principio del destino universal de los bienes, en el sentido que todos y cada uno de los miembros de la familia humana tienen derecho al uso de todos los bienes de la tierra, porque ningún ser humano puede prescindir de los bienes materiales que cubren sus necesidades primarias y que constituyen las condiciones básicas indispensables para su existencia.
Este principio es el fundamento de todo el ordenamiento ético-social y base peculiar de la doctrina social cristiana. Es un derecho natural, ya que está inscrito en la naturaleza del hombre y no depende de ninguna contingencia o circunstancia históricas. En este sentido, es un derecho originario y prioritario, en cuanto todos los otros derechos están subordinados a ese principio 11.
De este principio originario se deriva el particular derecho a la propiedad privada, realizable a través del trabajo, ya que mediante éste el ser humano se apropia de los bienes que necesita para su subsistencia y su existencia, los usa y usufructúa. En este sentido, el derecho a la propiedad privada no es un derecho absoluto e intocable, sino que está subordinado al derecho común de todos al uso de todos los bienes de la tierra. Por eso mismo, el derecho a la propiedad privada tiene una función social, es decir, la posesión individual de un bien no excluye su uso colectivo o común, sino que lo supone siempre presente. Juan Pablo II llega a afirmar que el derecho a la propiedad privada sólo se justifica cuando se lo ejerce con sentido social, cuando sirve no sólo a su dueño sino a quienes están vinculados a él de diferentes maneras 12.

4. El principio de subsidiaridad. Promover la dignidad individual del ser humano obliga a promover y defender todas las formas de asociación que crea todo individuo y que se configuran en su conjunto como sociedad civil, entendida ésta como el “conjunto de relaciones entre individuos y sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria y gracias a la ‘subjetividad creadora del ciudadano’”.
Según este principio, el poder político supremo tiene la obligación de apoyar, desarrollar y promover –subsidiar, ayudar- toda iniciativa que lleve a cabo tanto los individuos por sí como las sociedades intermedias que ellos configuran, sin absorber ni destruir a unos y a otras. En otras palabras: este principio define el vínculo o la relación entre el individuo, las asociaciones intermedias y el poder político, según el cual éste último está al servicio y salvaguardia de los dos primeros. El poder político debe ejercer su autoridad de tal modo que afirme la preeminencia de la persona frente a todo poder extra-personal.
Sí hay casos o situaciones en las que el Estado puede y debe suplir la iniciativa individual o social: cuando la persona o la sociedad no pueden asumir autónomamente una iniciativa.
5. El principio de participación. Deriva del principio anterior, y se lo concibe como una serie de actividades mediante las cuales todo ciudadano, como individuo o asociado a otros, contribuye a la vida económica, social, política y cultural de la comunidad a la que pertenece. En tal sentido, la participación constituye no solamente un deber que todos y cada uno de los ciudadanos debe cumplir conscientemente en orden al bien común, sino también un pilar fundamental de todo ordenamiento democrático, el cual debe fomentar y promover dicha participación individual y social 13.
6. El principio de solidaridad. Expresa la interdependencia de los hombres y de los pueblos, bajo dos aspectos: comoprincipio social y al mismo tiempo como virtud moral. Vale como principio ordenador de las relaciones sociales y como determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común y por el bien del prójimo en particular.
F. Junto a estos principios mencionados que edifican el orden social digno del hombre, están los valores fundamentales que expresan el aprecio a los aspectos del bien moral que los principios se proponen conseguir, y que constituyen puntos de referencia para la estructuración ordenada de la vida social. Esos valores son: la verdad, la libertad, la justicia y el amor 14.
La verdad sobre el hombre –la finalidad y el sentido último de su existencia- es el valor básico sobre el que se asienta todo ordenamiento social. La libertad es el signo eminente de la imagen divina en el hombre y signo de su dignidad sublime, y se ejercita en las relaciones entre los seres humanos, pero no en un sentido individualista y arbitrario, ya que se perfecciona en la unión con todos los seres humanos y en el rechazo de todo lo que moralmente denigra o disminuye a la persona.
La justicia es la firme y constante voluntad de dar a cada uno lo que le es debido. Ella lleva a reconocer en los otros seres humanos la dignidad de su persona y a establecer relaciones de armonía con ellos y con el bien común que los cobija. Hace siempre referencia a otro, y en tal sentido es legal (se refiere a lo que el individuo debe a la comunidad),conmutativa (se refiere a lo que los individuos se deben recíprocamente) y distributiva (se refiere a lo que la comunidad debe a los ciudadanos según sus contribuciones y necesidades).

Por su misma esencia, la justicia distributiva es la que está en íntima y profunda vinculación con la justicia social. Importantes y sólidos análisis económicos internacionales, inclusive de organismos oficiales internacionales como el FMI, muestran que el actual sistema económico-financiero mundial, con la preeminencia que ha otorgado a la especulación financiera improductiva y con el reconocimiento de hecho que ha efectuado de la injusta distribución de la riqueza, actúa en sentido contrario a este concepto de justicia distributiva. Bajo el paradigma de la “eficiencia” y de la “globalización” justifica permanentemente decisiones, acciones y toda clase de instrumentos que afectan profundamente la vida de las comunidades nacionales y del mundo en su conjunto. Despojado de toda visión ética, moral y religiosa, este sistema financiero globalizador ha rebajado al hombre a mero ser físico y a número estadístico. Por su parte, la revolución tecnológica ha modificado los hábitos de vida y la producción de riqueza, muchas veces en contra de la dignidad humana.
Por último, el amor o la caridad constituyen el criterio supremo y universal de toda relación social, ya que los otros valores –verdad, libertad y justicia- “nacen y se desarrollan de la fuente interior de la caridad”, en tanto ésta última “hace sentir como propias las necesidades y exigencias de los demás” 15.
Así entendida, la caridad no solamente anima las acciones individuales a favor de la justicia, sino que constituye la fuerza capaz de suscitar nuevas vías para afrontar los problemas que producen las situaciones injustas y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, las organizaciones sociales y los ordenamientos jurídicos. Es decir, es también caridad social y política, en tanto hace amar el bien común y se orienta a buscar el bien de todas las personas, consideradas en su ser individual y en la dimensión social que las une: “la caridad social y política no se agota en las relaciones entre las personas, sino que se despliega en la red en la que estas relaciones se insertan, justamente la comunidad social y política, e interviene sobre ésta, procurando el bien posible para la comunidad en su conjunto” 16.

1.   Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 25.
2.   Juan Pablo II, Laborem exercens, “Introducción”, n. 3.
3.   Ibidem, Capítulo II, n.4.
4.   Ibidem, Capítulo II, nn. 5-6.
5.   Ibidem, Capítulo II, n. 14.
6.   Ibidem, Capítulo II, n. 12.
7.   Para esto y lo que sigue, cf. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio…, Primera Parte, Capítulo Tercero, III nn. 125, 127-129.
8.   Ibidem, n. 149.
9.   Ibidem, Capítulo IV, II a), n. 164. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1906. Definición tomada de la Constitución Apostólica Gaudium et spes, n. 26, 1.
10. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio…, Primera Parte, Capítulo Cuarto, II c), n. 168. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1910.
11. Para este capítulo, cf. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Ibidem, nn. 171-181.
12. Para este capítulo, cf. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Ibidem, nn. 171-181.
13. Cf. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Ibidem, nn. 185-186 y 189-190.
14. Ibidem, nn. 197-208.
15. Ibidem, n. 205.
16. Ibidem, n. 208.



Cuarta Parte: Los postulados sociales doctrinarios del Peronismo


En este capítulo pondremos de manifiesto la coincidencia doctrinal entre la enseñanza social de la Iglesia y la concepción política justicialista, según los puntos que han sido explicitados en el capítulo anterior.
1. Dignidad suprema de la persona humana. En primer lugar, la dignidad del ser humano como persona constituye el fundamento y valor supremo de la doctrina justicialista. Todo el quehacer político está orientado a hacer posible una comunidad en la que cada individuo tenga la posibilidad concreta de forjar y labrar su destino personal, en el seno de una comunidad que se realiza como tal.
Ya desde sus comienzos el Justicialismo definió que “la vida, la cultura espiritual y profesional, vivienda y salud, alimentación, educación física y vestido son los derechos fundamentales de la persona” que “deben ser alcanzados por todos los argentinos”1.Pero esta concepción de la persona humana no debe ser entendida en sentido individualista, sino en sentido comunitario, el hombre-pueblo, concepción alejada también del colectivismo de Estado, que niega la dignidad de la persona individual y lo masifica o cosifica.
Ya desde sus orígenes la concepción política que impulsa y promueve el justicialismo no es el de un “individualismo exagerado” ni tampoco el de un “colectivismo de Estado que mate al individuo y lo sepulte en una cárcel”2.
No hay que olvidar que en el ideal político de comunidad organizada que promueve el justicialismo, el hombre es el principio y fin de ella, ya que ninguna organización política-histórica de la comunidad puede avasallar la libertad de su espíritu. El ideal de una organización política de la sociedad no significa construir una comunidad mecanizada en la que se diluya la conciencia individual en una estructura que no puede sentir sino como ajena. Pero esto no significa predicar el individualismo como modo de vida, en el que cada ser humano compite ferozmente a la manera de un lobo contra sus semejantes. Ni colectivismo asfixiante del individuo, pero tampoco un individualismo deshumanizado, sino una comunidad que sólo vale como tal en la medida que se realiza cada uno de los ciudadanos individuales que la integran. Esta comunidad así organizada el individuo la siente como propia, porque en ella no hay diferencia entre los principios de su accionar individual y los de la comunidad en la que está arraigada su existencia3. En última instancia, el hombre es el objetivo supremo de la praxis política del justicialismo: “debemos cuidar al ser humano. No se concibe una sociedad donde ello no sea una preocupación fundamental de los hombres de gobierno”4

Es decir, el humanismo justicialista rechaza tanto la absolutización del individuo que se impone por encima de la comunidad, como también la absolutización del Estado por sobre el individuo, convirtiéndolo en un simple engranaje de una gran maquinaria o reduciéndolo a la función de un insecto, sin dignidad ni personalidad. La fórmula justicialista reafirma la “fe suprema en el individuo” por la mera razón de su existencia, pero sobre “una base social” en la que proyecta lo mejor de sí. Una comunidad que se realiza como tal porque permite que cada uno de sus miembros se realice en plenitud, pero de tal modo que esta realización individual perfecciona y enriquece la edificación de una auténtica y verdadera comunidad humana, en la que todos están hermanados. En otras palabras: el Justicialismo promueve un individualismo de profunda raíz social, en la que el individuo participa activamente en la vida de la comunidad y le aporta creativamente algo de lo suyo, no sólo su presencia muda y temerosa. O dicho de otra manera: el justicialismo postula su fe en la comunidad, pero respetando la individualidad de cada uno de sus miembros, porque cada uno de ellos representa un tesoro supremo: “nosotros creemos en la comunidad, pero en la base de esa convicción se conserva un profundo respeto por la individualidad y su raíz es una suprema fe en el tesoro que el hombre representa, por el solo hecho de su existencia”5
En definitiva, el humanismo justicialista y la dignidad suprema de la persona humana que promueve y defiende no absolutiza al individuo como tal, sino como hombre-pueblo, como hombre en, por y para la comunidad. Por eso la felicidad del pueblo, no del individuo, es el objetivo al que el justicialismo aspira como meta última de su accionar político.

2. El Bien Común y la grandeza de la Nación. El Bien Común cristiano al que tiende el justicialismo, como principio y marco de su política, se expresa políticamente en el otro gran objetivo-meta de la grandeza de la Nación.
Es imposible que el ser humano, como individuo, pueda realizarse en plenitud si no se realiza de la misma manera la comunidad-pueblo en la que cada individuo tiene la raíz más profunda de su existencia. “Nadie puede realizarse en una comunidad que no se realiza”. De la misma manera, ninguna comunidad política puede configurarse y edificarse en plenitud si no es mediante la dignificación y perfección de cada uno de sus miembros. En su realización efectiva, cada uno de éstos, contribuye y consolida la realización concreta y efectiva de esa comunidad en la que cada persona habita.
La Nación, políticamente hablando, significa o representa el Bien Común doctrinal como “conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”, tal como lo define la Doctrina Social de la Iglesia.
La unión de los argentinos, la unión nacional a la que aspira el Justicialismo no tiene como finalidad la aglomeración de los individuos ni su conformación uniforme y monocorde, sino que apunta a configurarse como comunidad organizada, porque solamente así se puede proteger o amparar la acción perfectiva de cada uno de los individuos que forman parte de ella. La comunidad debe ser conscientemente organizada, ya que los pueblos que carecen de organización pueden ser sometidos, y de hecho lo son, a cualquier tiranía. Es decir, la comunidad organizada –expresión real y concreta del principio del Bien Común- es la garantía y salvaguardia de la realización plena y perfecta de cada uno de los miembros que viven en ella.

3. Trabajo y Propiedad privada. En la concepción política del Justicialismo está implícita la idea o el principio del destino universal de los bienes, postulado por el cristianismo,en tanto el acceso a los bienes que hacen posible una vida digna es un derecho reconocido para todos los seres humanos, no sólo de la Nación sino también del mundo entero. En la Argentina en particular, el justicialismo definió desde sus orígenes que aspira a que “no haya un solo argentino que sea un andrajoso, que se arrastre por los caminos, sino que tenga el derecho y el honor de ganarse la vida con el sudor de su frente” 6.
En esta línea de pensamiento, el justicialismo concibe al trabajo como el modo a través del cual el ser humano imprime su esencia en la realidad, la moldea y configura, la custodia, la protege y la perfecciona, expresándose así como criatura racional y como persona: “para el peronismo no existe más que una sola clase de hombres: los que trabajan”. En este sentido, el ser humano es tal por el trabajo, éste es un derecho innato en él, en tanto lo dignifica y lo hace ser más persona: “el trabajo es un derecho que crea la dignidad del hombre”. No es una mercancía ni fuerza de labor, es derecho. Pero como todo derecho, tiene su contrapartida en el deber que lo complementa: si la Providencia ha instituido el trabajo como derecho natural del ser humano, éste tiene la obligación y el deber de “producir por lo menos lo que consume”7. En esencia, el trabajo es el elemento humano actual y futuro que debe preocupar fundamentalmente al Estado, no sólo porque es productor de la riqueza, sino porque después del hogar y de la escuela, es un moldeador insustituible del carácter de los individuos, y en tal sentido es fuente de los hábitos y costumbres colectivos, forjadores de la tradición nacional. 

El acceso a la propiedad privada y el derecho de usar y disponer de lo que le es propio a cada ser humano fue un principio permanente e irrenunciable del Justicialismo, ya desde sus orígenes. La invocación a la unidad nacional sobre la base de la solidaridad del pueblo ha tenido y tiene entre sus metas la de fomentar el acceso a la propiedad privada, en el marco del progreso e incremento de la economía nacional, del acrecentamiento de la producción en todas sus manifestaciones y de la defensa del que trabaja, mejorando sus condiciones de trabajo y de vida. Pero no sólo el Justicialismo fomenta el acceso universal a la propiedad privada, sino que le ha otorgado rango constitucional a este principio, al declarar que todos los habitantes de la Nación gozan de varios derechos: de trabajar, de circular y comerciar, de peticionar a las autoridades, de reunirse, de hacer públicas sus ideas sin censura previa, de profesar libremente su culto, de enseñar y aprender, y de usar y disponer de su propiedad”. 8

4. El principio de subsidiaridad. Como hemos podido apreciar en las páginas anteriores, el ser humano como individuo tiene la primacía frente a lo social y comunitario. Esto no significa que el individuo ocupe un rango superior o esté por encima de la comunidad, sino que ésta última en su evolución debe respetar la dignidad intrínseca de aquél y asegurar su desarrollo pleno y personal.
En el plano político comunitario, el Pueblo tiene la primacía frente al Gobierno y al Estado: no está al servicio de éstos ni debe ser manipulado o dirigido por ellos, sino que ambos deben servir al pueblo y fomentar su bienestar, en el sentido que “el gobierno [y el Estado] hacen lo que el pueblo quiere y defienden un solo interés: el del Pueblo”. 9
Para hacer realidad este principio, el Justicialismo impulsó el ideal de la Comunidad Organizada, en la que el Gobierno es centralizado, porque es el órgano de concepción y planificación, el Estado es descentralizado, porque es el organismo de ejecución, y el Pueblo es organizado, como el elemento activo que hace realidad el proyecto político. Es decir, el Pueblo no es una masa amorfa que delega su poder político en representantes, sino queparticipa activamente mediante la organización de las asociaciones e instituciones que él mismo crea libremente, no sólo para hacer realidad los planes de gobierno sino para proponer, proyectar, aportar y discutir las políticas que se han de aplicar.
Así, los tres factores –Gobierno, Estado y Pueblo- actúan armónicamente coordinados: el Estado se subordina en forma absoluta al Gobierno, a la vez que las distintas organizaciones libres del Pueblo colaboran y cooperan en forma inteligente con el Gobierno y con las instituciones estatales. 10
En definitiva, el Gobierno (con la cooperación del Estado) sólo participa activamente y tiene presencia dominante en las actividades que no pueden desempeñar ni ejercitar ni los individuos ni el pueblo.
5. El principio de participación. En la concepción política justicialista, este principio está teórica y prácticamente vinculado al principio anterior. Precisamente, la organización libre del Pueblo ha hecho realidad este principio cristiano de la participación esbozado en el capítulo anterior.
6. El principio de solidaridad. Para forjar la integración social y la unión nacional, el amor y la solidaridad son las fuerzas espirituales que unen las almas, las mentes y los corazones de toda comunidad humana. Si el hombre debe realizarse en sociedad, armonizando los valores espirituales con los materiales y los derechos del individuo con los derechos de la sociedad, la solidaridad –basada en la ley del corazón- debe ser asumida por todos los miembros de la nación, para compartir los beneficios y los sacrificios, equitativamente distribuidos.
  . La solidaridad es la fuerza espiritual fundamental e imprescindible para forjar una nueva sociedad, no basada en el crecimiento material y tecnológico ni en el egoísmo como fuerza motivadora. En última instancia, la solidaridad social es el factor aglutinante y la fuerza de cohesión poderosa que sólo puede germinar en el pueblo organizado. 11

7. Justicia Social. Ésta constituye la gran bandera distintiva que, en esencia el Justicialismo tomó de la doctrina social cristiana.
Como hemos visto en el capítulo anterior que la justicia social se equipara o es equivalente a la justicia distributiva, que es aquélla en la que la comunidad o el Estado promueven y garantizan el derecho de sus miembros. En este sentido, la justicia social puede ser considerada como superior a todas las demás justicias de la tierra, razón por la cual debe alcanzar a todos los argentinos, hasta el último de ellos. 12
Sin justicia social para los pueblos, las naciones no pueden progresar, tal como muestra el actual sistema económico internacional y el nuevo orden mundial forjado por los ricos del mundo, en perjuicio de la inmensa mayoría de la humanidad, sumergida en la pobreza extrema, la miseria y el abandono.
La obligación de todo Estado es velar para que la justicia social distributiva tenga efectiva vigencia en la vida de las comunidades humanas, impidiendo que los bienes que Dios y la Naturaleza han otorgado a los hombres no sean distribuidos entre un grupo de privilegiados, sino que puedan ser compartidos y disfrutados por todos los habitantes y ciudadanos de la patria.

No se trata sólo de asegurar salarios justos para los que trabajan, sino también organizar el trabajo a través de una legislación laboral, consolidar jurídicamente el derecho laboral y defender a las asociaciones obreras.


1.    Doctrina revolucionaria, Introducción, A. Análisis y crítica de las condiciones imperantes, S 3º, p. 32.
2.    Doctrina revolucionaria, Capítulo 1, A. Postulados, S 2º, p. 52
3.    Estos conceptos están desarrollados en el Modelo argentino para el proyecto nacional, Segunda Parte, “El modelo argentino”, S 1.
4.    Doctrina revolucionaria, Capítulo 1, A. Postulados, S 2º, p. 54.
5.    Modelo argentino…, Primera Parte, “Fundamentación”, 2. El modelo argentino y el Justicialismo.
6.    Ibidem,  Introducción, B. Soluciones y propósitos, S 1º, p. 35.
7.    Verdades Peronistas nn. 5 y 6.
8.    Constitución de la Nación Argentina (1949), Artículo 26.
9.    Verdad Peronista n. 1.
10. Juan Domingo Perón, “Una Comunidad Organizada”, publicada en Descartes, Política y Estrategia (No ataco crítico), Buenos Aires 1953, p. 74.
11. Juan Domingo Perón, Modelo argentino…, Segunda Parte, 1. La comunidad organizada.
12. Doctrina revolucionaria, Capítulo I, G. Justicia social, p. 120.


CONCLUSIÓN
Peronismo y Doctrina Social de la Iglesia

En estas páginas hemos querido rescatar la esencia de la doctrina justicialista, nutrida del aporte tomado de la Doctrina Social de la Iglesia, como gran innovación política histórica, ya que es peronismo constituye la primera experiencia histórica moderna y contemporánea que trasladó al ámbito de la vida política nacional los postulados de la doctrina cristiana.
Como hemos visto, el justicialismo constituye la única doctrina política que pone como objetivo central de su acción la dignidad y dignificación del ser humano, en su dimensión individual pero innegablemente vinculado a su ser social. Ni el individuo frente o contra el Estado, ni el Estado por encima del individuo, sino individuo en y por la comunidad: nadie se realiza en una comunidad que no se realiza. Ni el individualismo burgués de la Revolución Francesa ni tampoco la insectificación del ser humano de las Revoluciones marxistas totalitarias, sino el hombre planificado en su integración armónica con la Nación.
Pero esta dimensión horizontal del ser humano sólo puede alcanzar realidad plena si tiene una sólida configuración de su dimensión vertical, su relación con la Providencia y con los valores morales eternos que se derivan del mundo celestial: “el mundo del futuro será sólo de los que posean las virtudes que Dios inspiró como norte de la vida de los hombres”.1

Estamos viviendo un momento histórico en el que una ultra-minoritaria plutocracia internacionalista, mediante una inhumana, injusta y perversa concentración de la riqueza mundial, ha concentrado en sus manos los bienes que esencia y por derecho natural pertenece a los pueblos y naciones del orbe. Para gozar “en paz” de este saqueo criminal, este poder imperialista ha combatido históricamente la proyección social de la doctrina social que ha emanado en particular del cristianismo católico.
Por su íntima coincidencia con el pensamiento social cristiano, el Justicialismo está llamado a forjar una nueva revolución política, económica, social y espiritual que permita a quienes habitan en nuestro suelo patrio no sólo vivir una vida digna del hombre, sino también volver a iluminar el camino de la humanidad en este momento de tinieblas en que se encuentra sometida.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, los pretendidos “dueños” del mundo –la plutocracia financiera internacional- ha llevado a cabo un proceso paulatino de reconfiguración del sistema político y económico mundial, en el contexto de un Nuevo Orden planetario en el que ha concentrado en muy pocas manos la mayor parte de la riqueza mundial y en el que ha colocado al 60% de la población mundial -4 mil millones de personas- fuera de toda convivencia y organización social y política, ya que cuentan con un ingreso diario de 1 ó 2 dólares diarios. A la inversa, y tal como han reconocido en los últimos años organismos oficiales internacionales como las Naciones Unidas y el Fondo Monetario Internacional, 39 millones de personas –el 0,6% de la población mundial- concentra en sus manos el 39% de la riqueza mundial. 2

La Argentina no escapa a esta reconfiguración social y política que se está llevando a cabo en el mundo entero. Un 25% de su población vive en la pobreza y en la miseria, en un ordenamiento en el que se encuentra concentrada y extranjerizada la mayor parte de su economía, básicamente como país sojero-exportador.
Para volver a hacer de la Argentina una nación políticamente soberana, económicamente independiente y socialmente justa, es fundamental y necesario recrear y volver a hacer vigentes la mística y la acción política revolucionarias del Justicialismo. Por eso se impone recuperar el carácter humanista-cristiano de su doctrina y los fundamentos de la doctrina social de la Iglesia que supo hacer realidad en los momentos que gobernó nuestra Patria, ya que “hay una cabal coincidencia entre la concepción de la Iglesia, nuestra visión del mundo y nuestro planteo de justicia social, por cuanto nos basamos en una misma ética, en una misma moral, e igual prédica por la paz y el amor entre los hombres”. 3


1.    Juan Domingo Perón, Discurso, 5 de octubre de 1948.
2.    Aurelio Jiménez, La desigual distribución de la riqueza mundial, 6 de junio de 2013, Figure 1, ver al final del texto (extraído de http://www.elblogsalmon.com/economia/una-super-elite-mueve-los-hilos-de-la-economia-mundial). Hacia el año 2000, un estudio oficial de Naciones Unidas mostró que el 85% de los adultos del mundo tenía en sus manos el 85% de los activos del mundo, cf. Anthony Sorrocks et alii, La Distribución Mundial de la Riqueza de los Hogares, World Institute for Development Economics of the United Nations University, 2006, p. 2 y ss. 
3.    Juan Domingo Perón, Mensaje a la Asamblea Legislativa, 1 de mayo de 1974


Fuente: www.historiadelperonismo.com