Sobre la libertad y el
hecho de que el cargo se puede imponer sobre el hombre y, por ende, el cargo
hace al hombre, y no al revés, condicionando insanamente su comportamiento.
Ha sido habitual
recordar el mito de Antígona para afirmar la libertad del individuo frente a
las exigencias del despotismo. Los griegos se quedaron ahí, nunca lograron
llegar al concepto de persona, de raíz ya cristiana. Desde esta nueva
perspectiva Antígona ha sido reinterpretada siendo mucho más: no será solo
imagen de la libertad, sino el reconocimiento de las raíces inextinguibles de
la persona, de su vinculación a unas creencias, de su inserción en lo más
profundo de una cultura. Antígona no lucha ni muere por su rebeldía, sino por
su sumisión a códigos más altos que los de la autoridad. No defiende una
libertad abstracta frente al poder, sino una lealtad a valores que se
consideran supremos porque son los de siempre, los que le vinculan a los
mandatos de los dioses, los que le dan un sentido moral, los que impulsan un
orden anterior a la legitimidad temporal de la voluntad de un tirano; los
Creonte de todos los tiempos que —debe reconocerse— están obligados a defender
el principio de autoridad y orden en la sociedad. Pero frente a la norma de un
gobierno, existen las leyes profundas de la tradición, en las que se ha
fundamentado el concepto mismo de religión para un griego de los de entonces:
vínculo, trama, atadura que da significado a la propia vida en un sistema de
justicia primordial en el que todo ha sido dispuesto.
Cuando Cicerón elabora
su teoría sobre el Derecho Natural recuerda que ya la esbozó Sófocles en su
tragedia “El grito de Antígona”, compuesta 400 años antes: existe una ley que
todos llevamos dentro, en nuestra conciencia, es una ley dictada por los dioses,
y hay que obedecerla antes que a las leyes dictadas por los reyes, que son
leyes de hombres. Saber poner freno y plantarse con fortaleza ante los abusos
de la autoridad, es también un servicio necesario a la sociedad civil, por más
incomodidades que pueda acarrear. A Sócrates, Cicerón y Séneca les llevó a la
muerte.
¿DEJAR CRECER A LOS
ENANOS?
Ha sido una expresión
poco respetuosa hacia cierto tipo de personas, pero frecuentemente utilizada en
ambientes donde se reflexiona sobre los orígenes del poder en el ámbito público
y privado. Existen cesiones de derechos que son obligaciones.
Esta sección la
auspicia y esas omisiones pueden desencadenar abusos de derechos de los que
todos podemos convertirnos en culpables. En la vida pública —desde Montesquieu
al menos— se ha buscado un equilibrio de poderes que impida la prevalencia de
unos sobre otros. Concretamente, se atribuyó a los parlamentos el contralor y
vigilancia del poder ejecutivo, frecuentemente llamado a comparecencias
parlamentarias para dar cuenta de sus actos. En algunos países se dice ahora
que “Montesquieu ha muerto” para reflejar la confusión y los excesos entre
poderes, como es la politización de la Justicia, y la judicialización de la
política.
Pero esto puede afectar
a otros órdenes más privados de la vida, donde sigue rigiendo aquello de que
todos debemos ser a la vez “ovejas y buen pastor”, y por consiguiente, estar
vigilantes, aunque ello suponga vencer la comodidad de la omisión de deberes. A
veces podemos tener tanto respeto a la autoridad que puede hacernos caer en una
suerte de traición a la noción de autoridad, y así tener la ingenuidad de no
poseer un sano espíritu crítico, que nos lleve a decir noble y valientemente a
la cara lo que vemos que los que mandan no hacen bien y perjudica a todos.
Encogerse de hombros y mirar hacia otro lado es negarnos a prestar una ayuda
que necesitan quienes nos dirigen, y un servicio que también necesitan todos
los que son dirigidos. Como en todo, siempre es difícil encontrar el adecuado
equilibrio porque también no está exento de sabiduría el dicho popular de que
“más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena”. Pero estar atentos y
ayudar con la crítica constructiva a quienes nos dirigen es una de las formas
más elevadas de esa preciosa virtud que es la lealtad.
Quienes no lo ven ni lo
viven así, o se basan solamente en sus pasadas y a veces penosas experiencias,
suelen encontrar ese otro modo de evitar el crecimiento de la autoridad y poder
de los que tienen misión de gobierno: desde los mismos comienzos de su
ejercicio buscan modos de desautorizarlos, o desprestigiarlos, o recortarles
sus competencias…, evitar que crezcan. Personalmente pienso que es mucho más
noble y a la vez eficaz para todos la actitud asertiva: apoyarlos claramente
desde el comienzo, manifestar de modo público nuestra obediencia y apoyo,
ayudarlos en todo lo que podamos, cuidando que reciban también información
fehaciente, hablar siempre bien de ellos cuando se tercie, salvando su
reputación, y cuando veamos o nos parezca ver que hay algo en lo que no
aciertan, únicamente de modo privado a la cara o por escrito, hacerles llegar
nuestra opinión bien documentada.
PLUTARCO SOBRE
EPAMINONDAS: “EL HOMBRE Y EL CARGO”
Epaminondas fue un gran
general tebano del siglo IV a.C. que junto a su amigo Pelópidas llevó a Tebas
(en Beocia) a ser durante un período de tiempo la ciudad más poderosa de
Grecia. Dirigió la expedición militar que en el año 371 puso fin al dominio
espartano sobre todas las ciudades Estado.
Además de sus éxitos
bélicos también se manifestó como un gran estratega político. Adquirió inmensa
fama en toda la Hélade. Se atrevió a enfrentar el poderío naval de Atenas y en
el año 369 se enfrentó a una alianza entre Esparta y Atenas y les venció en la
batalla de Mantinea, aunque él murió, llenando de consternación a todo el mundo
antiguo.
Su compatriota Plutarco
de Queronea —por tanto también beocio como él— escribiendo sobre el general y
estadista tebano hace una referencia que, estimo, es útil para todos los
tiempos. Enfrenta el valor del hombre al valor del cargo que ocupa. Dice que
hay hombres que son nombrados para un cargo que les supera respecto a su
capacidad.
En muchos casos esta
situación lleva a que el cargo se imponga sobre el hombre y entonces el cargo
hace al hombre: no solamente su posible prestigio se deba al cargo que ocupa y
no a su categoría personal, sino que también condiciona de un modo insano su
comportamiento. Cae en actitudes que estima deben ser así por la importancia de
su cargo, aunque conlleven cometer injusticias, preferencias no justificadas,
favoritismos, caprichos, decisiones no contrastadas colegialmente con sus
compañeros en el gobierno. O irse deslizando hacia el autoritarismo, el
protagonismo personal, el engreimiento interior aunque exteriormente se muestre
humilde. El cargo le hace creerse que él ya lo sabe todo, o sentirse confirmado
en su idoneidad por la confianza otorgada por sus superiores o manifestada por
quienes dependen de él. El mediocre que ocupa un cargo que lo supera suele refugiarse
detrás de un muro opaco para evitar tener que dar explicaciones de sus
decisiones, o cuando las da, suele recurrir a unas supuestas informaciones de
las que los demás carecen, y así pretende situarse en una posición de
superioridad.
En nuestro país —como
la humildad y la prudencia han sido consideradas valores públicos respetados—
se ha dado en estos casos también la variante de una prudencia imprudente que a
la postre se demostró falsa prudencia, donde quienes dirigen retrasaban
decisiones o se inhibían de responsabilidades que les competían, cayendo en la
pasividad o en la cobardía. Otros aparentaban la humildad de la inoperancia,
que en el fondo escondía la soberbia de esperar sin hacer nada a que el otro se
equivoque, para demostrar que se tenía razón. A la hora de nombrar
colaboradores, o recurrir a asesores, tienden a rodearse de personas que
sientan no son muy superiores a ellos, o privilegiando la docilidad y la
obediencia —cuando no la obsecuencia de que les digan lo que quieren escuchar— para
poder mantener el control o evitar ser descubiertos en sus insuficiencias y
perder autoridad. Todo esto justificado subjetivamente por “la importancia o
necesidad del cargo que ocupa”. ¿Qué solución positiva podría encontrarse para
equilibrar ese desbalance entre el valor del hombre y la supuesta importancia
de su cargo? Lo responderemos un poco más adelante.
El caso contrario es el
de un hombre valioso y digno que acepta ser nombrado para un cargo que domina
por su conocimiento y cualidades, o que los demás consideran que “no está a su
altura” pero él lo acepta por generosidad y espíritu de servicio. Ahora tenemos
al hombre como situado espacialmente más arriba que su cargo. Entonces si toma
el desempeño de su tarea adecuadamente, el hombre hace al cargo. No solamente
lo desempeñará del modo adecuado y justo, aprovechando su autoridad para servir
a los demás desde su cargo —y no servirse del cargo en provecho propio como en
el caso anterior— sino que además le dota de sus connotaciones personales y lo dignifica.
Cuando abandone su puesto esa función habrá quedado dignificada y prestigiada
por el valor del hombre que la ha desempeñado.
Aunque el polígrafo de
Queronea no lo diga, este fue precisamente el caso de Plutarco al final de sus
días, cuando vuelve a ocupar cargos en su patria chica: era un hombre famoso en
todo el imperio romano; había viajado por distintos países y ciudades dictando
cursos y conferencias; sus libros eran leídos con fruición y se usaban para la
educación de príncipes, gobernantes y militares; su Academia era bien conocida
en todas partes y venían de lejos a formarse con él; era ciudadano ad honorem
de Roma y Atenas; había desempeñado altos cargos políticos y se lo consideraba
el hombre más sabio y culto de aquellos tiempos.
Sin embargo, fiel a los
principios que asentó en su tardío opúsculo político. Sobre si el anciano debe
intervenir en política, cuando en edad ya provecta le ofrecen ocupar la
telearquía de su ciudad —un cargo menor asimilable a una policía edilicia
municipal— acepta ante el desconcierto de muchos. Pero cuando se retira, ese
cargo ya estaba revestido de autoridad y muchos lo ambicionaban.
ATREVERSE A SABER
Quedó una pregunta sin
responder más arriba, pero con este último ejemplo, por contraste, ahora
podemos responderla mejor: cuando el cargo o función está más alto que el
hombre, la salida positiva es hacer subir al hombre. Ayudarlo a que crezca, que
adquiera las virtudes, cualidades y conocimientos para estar a la altura de lo
que se espera de él. Facilitarle acceso a la ciencia y técnica del buen
gobierno.
Procurar que crezca
también como persona, esforzándose y dejándose ayudar y aconsejar. Nunca estará
de más que busque tener más mundo, más humanidad y cultura. Todo esto, como es
evidente incluye tener la humildad de saber escuchar, buscar consejo y dejarse
aconsejar, querer aprender, rodearse de buenos asesores y colaboradores en el
gobierno intentando siempre que sean más valiosos que él, evitar las decisiones
inconsultas, y, sobre todo, entender que gobernar es servir.
Hoy en día es frecuente
encontrar personas de 40 o 50 años, y aún mayores, que realizan cursos en
escuelas de negocios como son los PAD, MBA o PDD, o hacen programas de máster
en gobierno, recursos humanos, o temas similares. Muchos ocupan cargos de
responsabilidad, algunos tienen dilatada experiencia o altos cargos. Son una
expresión de esa necesidad de formación permanente y de actualización
creciente. Pero también pueden estar demostrando que tienen la conciencia y la
humildad de que siempre se puede aprender. Un buen profesional sigue estudiando
toda su vida.
Un buen dirigente
siente la responsabilidad de ser como un delicado sismógrafo que procura captar
todas las ondas que le ayuden a cumplir mejor con su misión. Aude sapere!,
atrévete a saber, decían los clásicos. Ha sido desde siempre la señal de las
personas superiores.
Ricardo Rovira es PhD
en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Complutense;
PhD en Filosofía por la Universidad de Navarra; capellán del CIMA (Centro de
Investigación en Medicina Aplicada), Universidad de Navarra.
Fuente: Civilitas -
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