Mario
Meneghini
Consideramos importante dedicar esta
ponencia al tema propuesto, dada la complejidad de la realidad que nos toca
vivir a quienes somos ciudadanos de un país de mediana envergadura, en una
época de intensa interrelación en el planeta. En nuestro caso, se agrava aún
más la situación debido a una profunda crisis interna. Hoy existe en la
Argentina, como nunca antes, un desaliento generalizado sobre su destino; cunde
un clima de descontento, de protesta, una especie de atomización social. Estos
síntomas evidencian que está debilitada la concordia, factor imprescindible
para que exista una nación en plenitud. En estas condiciones, enfrentar los
desafíos que conlleva un mundo globalizado requiere un enorme esfuerzo de
reflexión y de eficacia en la acción gubernamental.
I.
Globalización e independencia
Un tópico a considerar es el peligro
que creen advertir muchos de que, en esta época signada por la globalización,
el estado sufra una disminución o pérdida total de su soberanía. La palabra
globalización, implica “la creciente interdependencia de todas las sociedades
entre sí, promovida por el aumento de los flujos económicos, financieros y
comunicacionales, y catapultada por la tercera revolución industrial o tercera
ola, que facilita que estos flujos puedan ser realizados en tiempo real”[1].
Para Fukuyama,
la caída del Muro de Berlín representaba el fin de la historia, al quedar como
única opción el liberalismo capitalista al ser derrotado el comunismo[2].
La globalización parecía ofrecer un mundo mágico, con un progreso continuo
basado en el avance tecnológico. Los conflictos se limitarían a una competencia
entre los países, por los recursos, entre las empresas, por los clientes, y
entre las personas, por el empleo.
Otras miradas
no eran tan optimistas, y preferían usar el concepto de mundialización, para
caracterizar una etapa, como cualquier otra de la historia humana, con sus
problemas y tensiones: consecuencias ambientales del progreso desenfrenado,
crisis demográfica en Europa, paralela a migraciones desordenadas, guerras y
hechos terroristas de violencia sin precedentes[3].
Es que en este
momento, la mundialización no puede eliminar la política como acción humana;
acción que le da un rostro humano a los problemas, ya que no solo lo económico
determina un tiempo histórico. La convivencia entre millones de personas que no
se conocen, solo es posible por la política: sin ella no habría sociedad, porque el instinto no nos permite vivir
separados ni nos alcanza para vivir juntos[4].
No cabe duda que la globalización
implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma alarmante el grado de
independencia que puede exhibir un país en vías de desarrollo. Ningún país es
hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni siquiera las de orden
interno, a diferencia de otras épocas históricas en que los países podían
desenvolverse con un grado considerable de independencia. Entendiendo por
independencia la capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin
subordinación a otro Estado o actor externo; la posibilidad de dicha
independencia variará según las características del país respectivo y de la
capacidad y energía que demuestre su gobierno. Pues, más allá de las
pretensiones de los ideólogos de la globalización, lo cierto es que el Estado
continúa manteniendo su rol en nuestros días. En varios países europeos el
Estado maneja más de la mitad del gasto nacional, y no es consistente, por lo
tanto, afirmar que los políticos son simples agentes del mercado. Es claro que
ello exige fortalecer el Estado, que sigue siendo el único instrumento de que
dispone la sociedad para su ordenamiento interno y su defensa exterior.
Pese a todos
los condicionamientos que impone la globalización, el Estado sigue siendo el
mejor órgano de que dispone una sociedad para su ordenamiento interno y su
defensa exterior. Desde nuestra perspectiva, no deben ser motivo de
preocupación los cambios de tamaño, forma y roles del Estado, mientras cumpla
su finalidad esencial de gerente del bien común. De modo que conviene no
proclamar apresuradamente la desaparición del Estado, que sigue siendo una
sociedad perfecta, por ser la única institución temporal que protege
adecuadamente el bien común de cada sociedad territorialmente delimitada. Como
enseña Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate: parece más realista una renovada valoración de su papel y de su poder,
que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean
capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades
de ejercerlos (24).
La situación internacional, vista sin
anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde 1989- posibilidades de
actuación autonómica aún a los países pequeños y medianos. Por cierto, que para
poder aprovechar las circunstancias, es necesario que los gobernantes sepan
distinguir los factores condicionantes de la realidad, de los llamados
"factores determinantes" de la política exterior; estos son los
hombres concretos que deciden en los Estados, procurando mantener su
independencia.
El economista Aldo Ferrer ha aportado un
concepto interesante, el de densidad
nacional, que expresa el conjunto de circunstancias que determinan la
calidad de las respuestas de cada nación a los desafíos y oportunidades de la
globalización. Atribuye dicho autor a la baja densidad nacional, la causa de
los problemas argentinos[5].
Por otra parte, es necesario expresar
que la posibilidad, que sostienen muchos, de un gobierno mundial ya fue
desestimada por Carl Schmitt en 1932: “El mundo político es un Pluriversum, no
un Universum”. “La unidad política no puede, por razón de su esencia, ser
universal, en el sentido de una unidad que abrazara la humanidad toda y la
tierra entera”[6]. Explica Bandieri que: “El
tránsito del Estado Nación centralizado al equilibrio de grandes espacios
requiere un nuevo tipo de distribución funcional y articulación territorial del
poder: la federalización hacia adentro, la confederación hacia afuera”[7].
Agrega Castaño que una sociedad es política, mientras no efectúe una cesión
general e irrevocable de sus facultades de gobierno y jurisdicción a una
entidad superior[8].
Esto no ocurre, ni con las Naciones
Unidas y con la Unión Europea. Según la Carta de las Naciones Unidas, los
propósitos consisten en mantener la paz y fomentar entre las naciones
relaciones de amistad, en base al principio de la igualdad soberana de todos
sus miembros. A su vez, el tratado de la Unión Europea, establece que la Unión
actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados
miembros, para lograr los objetivos que éstos determinen. En virtud del
principio de subsidiariedad, la Unión intervendrá sólo en caso de que los
objetivos no puedan ser alcanzados por los Estados miembros. La decisión
adoptada por el Reino Unido de retirarse de la Unión –Brexit- estaba prevista
por el artículo 50 del Tratado, y confirma que la adhesión es revocable. Por
consiguiente, un poder subsidiario “sí puede ser compatible con la existencia
de comunidades políticas que no han renunciado a su status de tales, esto es,
de Estados independientes”[9].
II.
Identidad nacional
Por cierto, en esta hora
resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la globalización y
conservar su independencia, las sociedades que se afiancen en sus propias
raíces, y mantengan su identidad nacional. La identidad nacional, está marcada
por la filiación de un pueblo; el pueblo argentino es el resultado de un
mestizaje; la nación argentina no es europea ni indígena. Es el fruto de la
simbiosis de la civilización grecolatina, heredada de España, con las
características étnicas y geográficas del continente americano.
La cultura de
un pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio
de una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la
cultura y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. La nación es una
comunidad unificada por la cultura, que nos da una misma concepción del mundo,
la misma escala de valores y se proyecta en actitudes, costumbres e instituciones. Cuando un pueblo se debilita
en la defensa de su autonomía frente al mundo, desaparece como tal, como ha
ocurrido muchas veces en la historia.
III.
Estado
y soberanía
Entonces, la primera decisión política
a adoptar es la de fortalecer el rol del Estado –como órgano de conducción de
la sociedad- para procurar su máxima eficacia. Para ello, debemos precisar el
concepto mismo de soberanía, que es la cualidad del poder estatal que consiste
en ser supremo en un territorio determinado, y no depender de otra normatividad
superior. No es susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de
sentido mencionar la "disminución de soberanía" de los Estados
contemporáneos.
Lo que puede disminuirse o
incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de
hacer cosas, de resolver problemas e influir en la realidad. El hecho de que un
Estado acepte, por ejemplo, delegar atribuciones propias en un organismo supraestatal
-como el Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente, adopta dichas
decisiones en virtud de su carácter de ente soberano.
Ahora bien, el grave problema
argentino, es que no existe soberanía
pues no existe el Estado. Como explica Marcelo Sánchez Sorondo: todo Estado
incluye un gobierno, pero no todo gobierno implica que exista un Estado[10]. El Estado es
una entidad jurídico-política que surge recién en una etapa de la civilización,
como complejo de organismos, al servicio del bien común. Supone una
delimitación explícita del poder discrecional. Si un gobernante puede afirmar el Estado soy yo, queda demostrada la
inexistencia del Estado. Pues la hipertrofia del poder personal, sin frenos, es
un síntoma de la ausencia de un Estado.
El gobierno no
encuadrado en un Estado es errático y caprichoso; sirve únicamente para el
enriquecimiento y la influencia individual de los gobernantes, que no pueden
lograr el funcionamiento eficaz de la estructura gubernamental.
De allí la
paradoja de culpar al Estado de todos los problemas, cuando el origen de los
problemas es la ausencia del Estado. En esto seguimos al Prof. de Mahieu, que describe al Estado como el órgano de
síntesis, planeamiento y conducción, de una sociedad determinada, destinado a
lograr el bien común[11].
El ejercicio de las tres funciones señaladas
es requisito indispensable para la existencia de un Estado; cuando dejan de
cumplirse, el Estado desaparece, aunque se mantengan las formalidades
constitucionales. Eso es lo que ocurrió en la Argentina, hace cinco décadas[12].
Si un Estado no posee, en acto, estas
tres funciones, ha dejado de funcionar como tal o ha efectuado una trasferencia
de poder en beneficio de organismos supraestatales, o de actores privados, o de
otro Estado[13].
IV.
El planeamiento
Resumiendo lo expresado, consideramos
que el mundo contemporáneo permite conservar cuotas significativas de
independencia, siempre que exista una estrategia que seleccione el método de
análisis y de elaboración de planes, apto para resolver los problemas gubernamentales.
Si es correcto el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el
Estado, y procurar que actúe eficazmente al servicio del bien común. Sin
embargo, la restauración del Estado argentino no ocurrirá como consecuencia
necesaria de elaborar un buen diagnóstico, sino como resultado de un gobierno
que solucione los problemas concretos, para lo cual deberá planificar
cuidadosamente sus acciones.
A esta altura del análisis,
debemos profundizar en cuestiones teóricas, para determinar si es posible, estrictamente
hablando, elaborar un proyecto nacional como anticipación del futuro, y que no
sea, por lo tanto, una simple utopía[14].
La primera afirmación sobre el futuro es negar que se identifique con la nada.
Algo, para ser, basta con que posea capacidad de existir -aunque no exista
actualmente-; si el futuro aún no existe y no se sabe cómo será, al resultar
posible ya es un ente real y, como tal, es lícito pensar sobre él. En cada
circunstancia, son muchos los futuros posibles -futuribles- y existen algunos
pocos probables -futurables. El riesgo de elegir el que tenga más chance de ser
logrado y resultar conveniente, depende del procedimiento utilizado.
Bertrand de
Jouvenel[15] explica que: “Respecto al
pasado, la voluntad del hombre es inútil, su libertad nula, su poder
inexistente”; en cambio el porvenir es para el hombre dominio de la libertad y
del poder. De libertad, en cuanto la persona es libre de concebir lo que no es,
y es dominio del poder, porque dispone de algún poder para hacer válido lo que
ha concebido. De todos modos, el análisis predictivo nos aporta un conocimiento de opinión, pues la
materia objeto del planeamiento es opinable por naturaleza; el futuro sólo es
susceptible de aproximación conjetural. Lo mismo podemos decir sobre lo
político: es pasible de certidumbre en cuanto a sus contenidos pasados o
presentes, pero es sólo opinable en cuanto al futuro.
El proyecto,
sin embargo, es mucho más que extrapolación en el tiempo; el vocablo se refiere
a la intervención necesaria de la voluntad humana en su configuración. Si bien
generalmente se proyecta de acuerdo a lo que se cree posible, aquí resulta
dominante el ámbito de lo deseable. Para lo posible utilizamos la razón, en lo
probable domina la voluntad.
Existe el
riesgo de hacer futurología, aplicando métodos cuantitativos a los aspectos
cualitativos de la vida social, como si se pudiera revelar el porvenir por
computación. Evitaremos el intento de hacer futurología y su consecuencia más
dañina, la ingeniería social, si reconocemos que la sociedad no es una cosa
susceptible de manipular, ni el porvenir un destino asequible por medio de los
dudosos oráculos de una nueva ciencia ficción. Sin embargo, “el futuro es
parcialmente controlable”; “el futuro de un pueblo, entendido como proyecto
vital colectivo, puede en buena medida ser regulado desde el presente”[16].
Creemos, por
lo tanto, que es injusto confundir el planeamiento con el utopismo; Santo Tomás
aclara que, por muy imprevisible que en esencia sea la conducta humana, nada es
tan contingente que no tenga en sí una parte de necesidad (S. Th. 1, 86, 3).
“Un plan de la nación no aparece, pues, como una fórmula mágica, sino como una
combinación perfectible de realismo y voluntad”[17].
Conociendo ya
las limitaciones del conocimiento humano, y evitados los riesgos de la voluntad
desbocada, resulta posible encauzar la acción sistemática mediante el
planeamiento. En primer lugar, aunque dispongamos de la mejor información y el
sistema más sofisticado para procesarla, tendremos que elegir entre opciones
posibles. En segundo término, los instrumentos técnicos pueden facilitar dichas
decisiones, pero no reemplazar la virtud de la prudencia. De allí los límites
de la influencia tecnocrática, tan temida por algunos, puesto que el gobernante
siempre tiende a ejercer su derecho a la conducción, y los gobernados a
reclamar su derecho a la participación en la cosa pública.
De manera que,
no sólo es posible sino muy útil al bien común la planificación. Pero siempre,
respaldando los planes en el consenso de sus protagonistas, quienes deben
participar en su elaboración, ejecución y modificación.
El Estado, en su función de
planeamiento, centraliza la información que le llega de los grupos sociales;
recopila sus problemas, necesidades y demandas. Los datos son procesados y
extrapolados en función de los fines comunes, fijados en la Constitución
Nacional y en otros documentos, que señalan los objetivos políticos y los
valores que identifican a un pueblo. Con mayor o menor intensidad, según el
modelo gubernamental elegido, es en el marco del Estado donde debe realizarse
el planeamiento global que establezca las metas y las prioridades en el proceso
de desarrollo integral de la sociedad, en procura del Bien Común.
Por cierto que, en una concepción no
totalitaria el planeamiento estatal sólo será vinculante para el propio Estado,
y meramente indicativo para el sector privado. La autoridad pública no debe realizar
ni decidir por sí misma lo que puedan hacer y procurar comunidades menores e
inferiores. Pero, debido a la complejidad de los problemas modernos, el
principio de subsidiariedad resulta insuficiente para resolverlos sin la
orientación del Estado, que mediante el planeamiento se dedique a "animar,
estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los individuos y de los
cuerpos intermedios" (Pablo VI, Populorum progressio, p. 33).
V.
Conclusiones
Un proyecto
nacional puede contribuir, en ésta época signada por el fenómeno de la
globalización, a compatibilizar la inevitable integración del país con los
demás países, con la preservación de la propia identidad cultural, haciendo explícito lo que somos a fin de buscar lo
que debemos ser; lo contrario sería abandonarse al futuro sin prudencia, de la
mano de un empirismo más o menos ciego[18].
Para finalizar,
recordamos la exhortación de Juan Pablo II: “Velad con todos los medios a
vuestra disposición sobre esta soberanía fundamental que cada Nación posee en
virtud de la propia cultura”. “No permitáis que se vuelva víctima de
totalitarismos, imperialismos o hegemonías”[19].
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Ponencia presentada al Congreso Organizado por la Sociedad Argentina de
Filosofía, en La Falda (Córdoba), los días 25-27 de Octubre de 2018.
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*Fukuyama, Francis. “El fin de la historia y el último
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*Malamud, Andrés. “El oficio más antiguo del mundo.
Secretos, mentiras y belleza de la política”; Buenos Aires, Capital
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*Schmitt, Carl. “Concepto de la política”; Buenos
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*Schmitt, Carl. “Teología política”; Buenos Aires,
Editorial Struhart & Cia., 1985.
[3] Fernández Riquelme, Sergio. “La identidad... “, op. cit., p. 2.
[9] Castaño, ibídem, p. 21. En
el mismo sentido, la encíclica Pacem in
terris, de Juan XXIII, resume la doctrina pontificia: “Esta autoridad
general…ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no
imponerse por la fuerza” (138). “Es decir, no corresponde a esta autoridad
mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la
autoridad pública de cada Estado” (140).
[10] Sánchez Sorondo, Marcelo.
“La Argentina no tiene Estado, sólo Gobiernos”; Buenos Aires, Revista Militar
N° 728, 1993, pp. 13-17.
[18] Pithod, Abelardo. “Proyecto
Nacional y orden social”; en: AAVV. “Planeamiento…”, op. cit., p. 63.