¿Se puede enseñar a dirigir?


La respuesta de los clásicos

P. Dr. Ricardo Rovira Reich

Desde siempre se ha planteado la duda de hasta dónde pueden remediarse con formación y educación las deficiencias naturales para algunos oficios que requieren especiales aptitudes. Desde muy antiguo se discutió sobre la posibilidad de formar como artistas o como gobernantes a quienes no tenían condiciones de nacimiento.

 Esta pregunta atravesó toda la historia de la Pedagogía y del Arte, y no ha dejado de ampliarse este debate en el decurso de los siglos.
Es lógico que una respuesta negativa inquiete a quienes impulsan o trabajan en escuelas de negocios, o en la formación de políticos y administradores públicos. Si se demostrara la imposibilidad de remediar con formación las deficiencias naturales, esas actividades educativas quedarían conceptualmente invalidadas. Tendríamos que fiar todas las esperanzas de mejora en que aparezcan las personas providenciales que tienen en su genética la aptitud del mando, y que quieran y puedan ocupar los puestos directivos. No habría otros recursos, ya que sería vano intentar convocar y formar para las tareas directivas a quienes estén bien dispuestos, o les interese ayudar al bien común, o al bien particular de las empresas — o quizás a ambos a la vez, pues es notorio que están relacionados— pero que no tengan una especial dotación de nacimiento.

Es llamativo cómo, desde el arranque mismo del pensamiento filosófico, ya se han planteado casi todas las preguntas que han venido haciéndose —sobre el hombre y su destino— a lo largo de toda la historia hasta nuestros mismos días. Platón en el Protágoras se pregunta: "¿se puede enseñar a gobernar?" Muchos han visto una respuesta positiva y tranquilizadora en la autorizada afirmación de Aristóteles en la Política: "toda arte y educación pretende completar lo que le falta a la naturaleza".
Pero incluso si esa respuesta fuera positiva, y por tanto, nos abre al optimismo de remediar educativamente las deficiencias de naturaleza, no se despejan todas las incógnitas: ¿en qué proporción pesan las condiciones innatas y las adquiridas? ¿Hay una dotación mínima imprescindible o siempre es posible y necesaria la educación? ¿Existen quienes no necesitan ninguna formación para ocupar altos puestos de gobierno? 

Estas preguntas pueden multiplicarse, también cuando entramos a medir proporciones entre lo natural y lo adquirido o conquistado; o entre la voluntad de poder y el solo aprovechamiento de las oportunidades.

La opinión de Quintiliano
Marco Fabio QUINTILIANO tuvo una amplísima experiencia como formador de especialistas en Retórica y Oratoria, profesiones que en su momento eran de una influencia determinante y decisiva tanto en la vida pública como en los foros jurídicos. Había nacido en el año 30 de nuestra era en Calahorra, ciudad de la provincia romana de la Hispania Tarraconensis. Murió en la Ciudad Eterna en el 96, pero a pesar que aún quedaba una andadura de varios siglos al Imperio, ya en sus días fue considerado el más famoso y autorizado maestro de Retórica de todas las épocas y en todo el Imperio. Es el primer profesor de Occidente que por mandato del emperador Domiciano ejerció el cargo público de la enseñanza en nombre del Estado, oficialmente retribuido a cargo del erario público. Es decir, es el primer catedrático estatal de la historia. A partir de él, y gracias al magnífico ejercicio de su docencia, fueron instalándose otras cátedras de Retórica a lo largo de todo el Imperio.

Después de sus primeros veinte años de enseñanza, por la insistencia de antiguos alumnos suyos —convertidos en importantes abogados o estadistas— compuso el tratado Institutionis Oratoriae, dividido en doce libros. Cualquier persona culta de cualquier época posterior ha escuchado al menos su título. Se dice que es la obra pedagógica más importante de la Antigüedad. Parte del texto se extravió durante algunos siglos. Pero ese conocimiento parcial no menoscabó su prestigio. Los humanistas, comenzando por Petrarca —quien sólo conoció un texto mutilado en una cuarta parte— descubrieron la importancia de su contenido docente y lo dieron a conocer con entusiasmo.

En el otoño del año 1416, el humanista Poggio —Secretario de la Curia Papal durante el Concilio de Constanza— encontró en la biblioteca del vecino monasterio de Saint Gallen de Suiza el texto completo. Poggio lo copió en 53 días, y con gran júbilo de todos, lo dio a conocer en una edición cuidada y memorable. Fue recibido como un verdadero tesoro de cultura. La influencia de Erasmo hizo que esta obra tuviera una presencia secular en todas las universidades europeas y luego, por imperativo legal del Cardenal Cisneros, se hace obligatorio su uso también en todas las de América. Puede afirmarse que, directa o indirectamente, todas las obras y publicaciones pasadas y actuales sobre la formación de la palabra para la vida pública dependen de la del calagurritano.

En el libro II da una respuesta a lo que venimos preguntándonos. El capítulo XIX se titula: ¿Orador por naturaleza o por arte? El experimentado y consagrado maestro responde con unas consideraciones que pueden servirnos de esclarecida orientación:

"Porque si separas completamente uno de los factores del otro, la naturaleza podrá mucho aun sin la formación, la formación no podrá ser de valor alguno sin la ayuda de la naturaleza. Pero si se unen por igual, me inclinaré a creer que, en las personas de mediana aptitud, sin duda es todavía mayor la importancia de la naturaleza, pero pensaré que los oradores consumados deben más a la formación que a la naturaleza, de igual manera que a una tierra que no tiene fertilidad alguna, de nada servirá el mejor agricultor; de una tierra fecunda algo aprovechable crecerá, aunque nadie la cultive; pero de un suelo fecundo conseguirá más el agricultor que lo que por sí misma pueda la fertilidad del suelo".

Aquí tenemos in nuce —según mi entender— un razonamiento del que podemos deducir todas las respuestas pertinentes: hasta dónde se puede enseñar; si puede aprenderse sin facultades naturales, y en qué proporción se combinan éstas con las destrezas aprendidas para obtener la resultante de una óptima dirección. Pero debe reconocerse que no eran previsibles algunas consecuencias prácticas de esta imagen de la tierra y el agricultor que nos ofrece Quintiliano. Él sabe de lo que está hablando. Ha podido seguir la trayectoria de la mayoría de sus discípulos y observar experimentalmente el resultado de su famosa labor magisterial.

No me atrevo a concluir aquí que la experiencia de las escuelas de management sean más o menos coincidentes con aquella escuela romana de Retórica. Pero sí conozco muy de cerca la trayectoria de los escasos centros que existen de formación para la vida pública. El dictamen de Quintiliano en este rubro es muy certero: si no se tienen condiciones naturales para el mando, es inútil intentar remediarlo con formación. Si se tienen algunas, la formación específica ayudará a acrecentar la eficacia en la gestión. Pero si se está bien dotado, es imprescindible procurar formarse bien, porque se multiplican exponencialmente las posibilidades de éxito. En un gran estadista la formación adquirida cuenta más que el instinto natural para el mando.

Pero así como es lícito preguntar ¿quién gobierna al que gobierna? También lo es decir ¿quién es capaz de formar para el gobierno si no lo ha ejercido prolongadamente y con buenos resultados? El gobierno es una actividad eminentemente práctica. Como dice Aristóteles también en su Política, "el fin de la política es la acción y no el conocimiento". Y la labor de gobierno es el núcleo de toda labor política. Es una actividad prudencial que exige pensamiento referencial, conocimiento inductivo de antecedentes. Y no lo puede tener quien sólo se ha ocupado de estudiar el modo de gobernar a través de los libros o de manera teórica.

La demostración de Plutarco
Desde hace largas décadas mi ciudad natal, Montevideo, tiene dedicada una calle del popular barrio del Buceo, a Plutarco de Queronea. Ello parece evidenciar que hubo entre nosotros quienes sabían la resonancia universal que tuvo el polígrafo griego nacido en Queronea de Beocia hacia el año 45 de nuestra era; muerto en el 125 y por tanto contemporáneo del hispano Quintiliano. En sus célebres cincuenta Vidas paralelas, demuestra en vivo y en caliente, la posibilidad y la necesidad de completar con una buena formación las deficiencias naturales que puedan tenerse para ejercer la decisiva tarea del gobierno público. A lo largo de sus cincuenta libros va trazando una original semblanza biográfica de un griego célebre y luego la de un romano. Al final las compara en una synkrisis, en la que extrae virtudes y defectos de cada uno, con un fin ético y didáctico. Su determinación final es muy clara, es un objetivo pedagógico-político: enseñar a gobernar bien. 

Demuestra cómo se hizo acertadamente a veces, y cómo se fracasó en otras ocasiones. Por tanto, con hechos de la vida real —casos históricos, homologables al método del caso utilizado en escuelas de negocios— pretende enseñar qué cualidades deben adornar a los estadistas para tener éxito en su gestión.
El lector no tarda en advertir que el escritor de biografías es un experto en asuntos de gobierno, no solamente porque ha podido conocer directamente a los más destacados estadistas de su tiempo —ya sean griegos, romanos o extranjeros—, y ha estudiado a fondo la vida y la acción política de los más importantes gobernantes anteriores a su tiempo en años o en siglos, sino también porque ha ejercido directamente cargos públicos de gran relevancia. Así puede impartir su docencia política con gran amplitud y contundencia.

Son menos conocidos que las Vidas paralelas, sus Moralia. Se conservan unos ochenta libros agrupados bajo este título, aunque no todos son de tema ético a pesar de su denominación global. Cinco de ellos están dedicados exclusivamente a temas políticos. Estos libros son lo último que escribió antes de morir. En ellos reaparece paladinamente su principal preocupación: cómo formar al buen gobernante. El título de estos libros ya es de por sí bastante explícito:

— Sobre la necesidad de que el filósofo converse especialmente con los gobernantes.

— A un gobernante falto de instrucción.
— Sobre si el anciano debe intervenir en política.
— Consejos políticos.
— Sobre la monarquía, la democracia y la oligarquía.

Así como la obra de Quintiliano es imprescindible para la formación de un orador, estos libros plutarquianos son un tesoro de recursos didácticos para quien quiera dedicarse a la vida pública. A pesar de haber sido compuestos hace casi veinte siglos, entre sus páginas podemos exhumar conceptos que —descodificados de su tiempo y lugar— darán una ventaja diferencial a quienes los conozcan. Así se ha considerado en todas las épocas históricas. Desde Trajano, pasando por Fernando el Católico, Montaigne, Rousseau, Shakespeare, Quevedo, Emerson o Napoleón. No iban desencaminados aquellos compatriotas nuestros montevideanos que quisieron dedicar una calle a este maestro de escritores, filósofos, moralistas, pedagogos, historiadores, filólogos y gobernantes.

Tampoco están desencaminados quienes no tienen una visión derrotista y se niegan a aceptar que los malos gobiernos, o los directivos incompetentes, son como una catástrofe natural que hay que resignarse a soportar, y esperar que pase, sin poder hacer nada para remediarlo. Intentar promover la responsabilidad entre los jóvenes para que quieran asumir tareas directivas; procurar brindarles una formación específica adecuada (lo que supone también formación ética), impulsarles a la acción respetando sus inclinaciones personales, abrirles puertas, y darles aliento, soporte y apoyo cuando ya están en plena actividad, es inclinarse hacia la propuesta aristotélica: se puede completar con educación lo que falta a la naturaleza.

Los clásicos lo vieron muy claro, a pesar de que tuvieran que resistir, contestar y demostrar la falsedad de las escépticas objeciones al respecto de sofistas y epicúreos contemporáneos suyos. Algunos grandes hombres —como Quintiliano y Plutarco— se esforzaron tanto en remediar con recursos pedagógicos las insuficiencias de dotación natural para las tareas sociales más trascendentes, que veinte siglos después siguen resultando de suma utilidad e inspiración también para nosotros.

El estado del arte, hoy, es un desarrollo de los clásicos
Actualmente las tareas directivas –sobre todo en el mundo de la empresa- suelen tener tanto prestigio y remuneración social que muchos intentan ocuparlas sin servir para ello. Pero no es menos cierto que, partiendo de unos mínimos y contando con una oportunidad de ejercerlas, se pueden alcanzar niveles aceptables; no en vano dirigir es un “arte” –no una profesión- que se mejora como tal con el ejercicio, y paralelo a él, con formación específica.

Antonio Valero -fundador del IESE- destila en una nota técnica ya clásica (Capacidades del Político de Empresa) los hallazgos al respecto. Sintetiza en tres esas capacidades: capacidades relacionadas con los conocimientos –conceptuales o prácticos-, capacidades relacionadas con las actitudes –con los valores o con la voluntad- , y capacidades relacionadas con ciertas cualidades innatas.
El grado de desarrollo observó que era decreciente, es decir, se podía aprender mucho de los conocimientos conceptuales, menos de los prácticos, menos de los valores, bastante menos de lo relacionado con la voluntad y muy poco de las cualidades innatas.

Algunas de éstas últimas suele relacionárselas con el arquetipo del líder: impulso para actuar con incertidumbre, imaginación realista, iniciativa para abordar asuntos, despertar la confianza en los demás, etc. En éstas, si no se dispone de ciertos mínimos no cabe desarrollo alguno. Algunas escuelas de negocios, sin embargo, basan sus enseñanzas en desarrollar cosas indesarrollables del liderazgo: constituye un gran fraude, al que estamos asistiendo continuamente.

Entendemos como clásico todo lo que en los diversos órdenes de la creación artística o intelectual es excelente en su género y, en razón de su excepcional valor es digno de imitarse. Y clásicas son también aquellas obras que significan una adquisición permanente para el espíritu humano. Por ello las creaciones surgidas en la Antigüedad grecorromana también han sido llamadas clásicas. Y dentro de este orden, los consejos para la formación política o directiva emitidos por Plutarco y Quintiliano pueden resistir la acción del óxido del tiempo durante decenas de siglos: si raspamos una herrumbre superficial como es el espíritu de época, debajo nos encontraremos siempre con el valioso metal de la sabiduría permanente que supone conocer muy bien lo esencial del espíritu humano.
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CIVILITAS EUROPA, 30 de septiembre de 2010

(Publicado en Revista del IEEM, Montevideo, abril 2011)