a la ideología climática del socialismo verde
DiMaurizio Milano
El mundo se acaba.
“La era del calentamiento global ha terminado, la era de la ebullición global
ha comenzado: el cambio climático está aquí. Es aterrador. Y es sólo el
principio”. Así comentaba las temperaturas de julio el Secretario General de
Naciones Unidas, António Guterres. Con un claro énfasis melodramático.
UNA PSEUDORELIGIÓN
No hay que
confundir el tiempo del mes, por su propia naturaleza variable y caprichosa,
con el clima, cuyas tendencias se miden en escalas de tiempo de varias décadas
e incluso siglos; más aún, con una actitud milenarista y catastrofista, y por
tanto anticientífica, poco adecuada al mundo institucional. A estas alturas,
sin embargo, ya estamos acostumbrados: desde la Agenda 2030 de la ONU hasta el
Great Reset de Davos, desde el Green Deal de la Comisión Europea hasta las
políticas de la Administración Biden, desde Bill Gates hasta los movimientos
ecologistas como Fridays For Future y la Extinction Rebellion –con el papel de
correa de transmisión-, hay una competición para ver quién dice la tontería más
grande.
Sin tener en
cuenta que las predicciones del último medio siglo han resultado totalmente
erróneas, todas ellas: en los años setenta, por ejemplo, estaba de moda temer
la llegada de una era glacial, el agotamiento de los combustibles fósiles y la
propagación de terribles hambrunas debidas a la superpoblación. Una alternancia
de predicciones esquizofrénicas, pero siempre apocalípticas, con las que la
narrativa dominante mantiene un estado de emergencia permanente: entre los
frutos de esta continua “alarma procurada” se encuentra la propagación, a
partir de Estados Unidos, de una nueva patología: la eco-ansiedad, alimentada
por las instituciones y propagada por los medios de comunicación globales que
aflige especialmente a los jóvenes, más vulnerables a una ideología que
adquiere cada vez más las características de una pseudo-religión, global y
mundialista.
SILENCIAR LA
DISIDENCIA… La teoría del “calentamiento global” de supuesto origen
antropogénico (el acrónimo es “AGW”: Anthropogenic Global Warming) y el
concepto más amplio de “cambio climático” que se derivaría de ella –en el
centro de los trabajos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio
Climático (IPCC), organismo de la ONU dedicado al estudio del impacto humano en
el cambio climático- no es más que una “hipótesis”: no está demostrada y no
demostrable.
De hecho, hay
muchos científicos con autoridad que critican abiertamente los escenarios del
IPCC: en Italia, por ejemplo, académicos de fama mundial como Antonino
Zichichi, Carlo Rubbia y el climatólogo Franco Prodi, que define el AGW como
una “sugestión”, no exenta además de conflictos de intereses, describiendo la climatología
como una “disciplina inmadura”. Recientemente, el Fondo Monetario Internacional
incluso canceló una conferencia ya programada del famoso físico estadounidense
y Premio Nobel, John Francis Clauser (1942-), después de que éste declarara:
“Puedo afirmar con seguridad que no existe una crisis climática real, y que el
cambio climático no está provocando condiciones meteorológicas ni fenómenos
extremos”. Y esto explica el tan cacareado consenso preponderante del mundo
científico: ciertamente, porque los que no lo cumplen desaparecen de los
grandes mainstream.
Como no es posible
desacreditar a los científicos de este nivel tachándolos de “terraplanistas”,
la solución es simplemente apartarlos del debate público, como se hizo durante
la crisis sanitaria con el biólogo y virólogo francés, premio Nobel Luc
Montagnier (1932-2022). De la pandemia sanitaria a la pandemia climática –como
la llama Bill Gates, confirmando una continuidad ideal en la narración- siempre
se habla de emociones y sentimientos: para apelar a las multitudes, hay que
“exagerar, afirmar, repetir, y nunca intentar demostrar con razonamientos” (cf.
Gustave Le Bon, Psychologie des foules, ed. Félix Alcan, París 1895, Cap.2 §3).
“Eligiendo las palabras adecuadas, uno puede hacer que las multitudes acepten
las cosas más odiosas” (Ibid., Livre II, Chap. 2 § 1).
… Y CASTIGAR A LOS
NEGACIONISTAS
En el caso de la
lucha contra el cambio climático de supuesto origen antropogénico, el alarmismo
es funcional para que la gente acepte los enormes sacrificios que son y serán
necesarios para reducir las emisiones de dióxido de carbono y metano y cambiar
radicalmente el sistema de producción, distribución y consumo: de las casas a
los coches, de los alimentos al control social, en continuidad con las restricciones
arbitrarias y draconianas experimentadas durante los encierros. Los más celosos
proponen zanjar la cuestión de la disidencia con la fuerza pública de una vez
por todas, instituyendo el delito de “negacionismo climático”: a este respecto,
el profesor Klaus Schwab, fundador y líder del Foro Económico Mundial de Davos,
escribe que “habrá que prestar especial atención a quienes no reconocen o
simplemente niegan la ciencia (sic) del cambio climático” (Véase Klaus Schwab,
Thierry Malleret, The Great Narrative, For a Better Future, ed.). Cuando, por
desgracia, la temperatura vuelve a caer por debajo de las medias estacionales,
no hay problema: el calentamiento está ahí pero no se siente. De enfermo
asintomático a calentamiento global asintomático: estamos, con toda evidencia,
ante un nuevo paradigma científico.
UN CLIMA… DE ODIO
Las generaciones
más jóvenes, más fácilmente sugestionables, son vistas como los agentes ideales
para promover un cambio radical, frente a: “la desigualdad de ingresos, el
cambio climático, la reforma económica, la igualdad de género y los derechos
LGBTQ, todos ellos partes de un problema más general de desigualdad. La
generación joven está firmemente en la vanguardia del cambio social. No cabe
duda de que será el catalizador del cambio” (Cf. K. Schwab, T. Malleret, op.
cit., § 2.5). El clima, como vemos, es la “ganzúa” verde para avanzar en una
agenda mucho más amplia. Precisamente en este aspecto cabe señalar una
contradicción irremediable: ¿no es extraño que los defensores del planeta, con
su romanticismo bucólico, se distingan siempre por sus posturas agresivas, que
rayan en el odio hacia el hombre, visto como un elemento perturbador dentro de
un panorama por lo demás idílico?
RESPETAR LA
ECOLOGÍA DEL HOMBRE…
Es bueno y justo
amar la naturaleza, ciertamente, pero también existe una naturaleza del hombre,
como recordó magistralmente S.S. Benedicto XVI en un famoso discurso en el
Reichstag de Berlín el 22 de septiembre de 2011: “La importancia de la ecología
es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y
responderle con coherencia. Sin embargo, me gustaría abordar enérgicamente un
punto que –me parece- se descuida hoy como ayer: existe también una ecología
del hombre. El hombre también posee una naturaleza que debe respetar y que no
puede manipular a su antojo. El hombre no es simplemente una libertad que se
crea a sí misma. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero
también es naturaleza, y su voluntad es justa cuando respeta la naturaleza,
cuando la escucha y cuando se acepta como lo que es, y que no se ha creado a sí
mismo. Así y sólo así se realiza la verdadera libertad humana”.
…Y NO ARRODILLARSE
ANTE LA DIOSA GEA
De hecho, ¿cómo se
puede pretender amar de verdad a la “naturaleza” –desde los minerales a los
hongos, desde las plantas a los animales- y, al mismo tiempo, trabajar por la
manipulación de la “naturaleza humana”, como ocurre con la disolución gnóstica
de la identidad sexual promovida por la ideología LGBTQIA+ con la imposición de
los infames derechos sexuales y reproductivos de la ONU (anticoncepción,
esterilización y aborto), con la difusión de programas para promover (e
imponer) la eutanasia, y con las derivas transhumanas en el horizonte?
¿Cómo se puede pretender
amar a los pobres y afirmar que la justicia social y la justicia medioambiental
son dos caras de la misma moneda –como sostiene la secretaria del Partido
Demócrata, Elly Schlein, en uno de sus libros-, cuando la aplicación de las
políticas ecológicas se vuelve en contra de la clase media y de los sectores
más débiles de la población, al tiempo que aumenta la concentración de la
riqueza? El derecho natural es sustituido en todas partes por el derecho
positivo de los Estados, la metafísica pasada de moda, la razón natural
abandonada… ¿y se supone que debemos arrodillarnos reverentemente ante la diosa
Gea, una pseudonaturaleza que adopta cada vez más los rasgos de un ídolo
neopagano ridículo? Y no exagero: he aquí un par de ejemplos:
“Todo el planeta
está superpoblado […] y está claro que hay un problema de sostenibilidad de un
ecosistema que es el del planeta, diseñado para 3.000 millones de personas, y
el del ser humano que biológicamente es un parásito porque consume energía sin
producir nada”: así lo afirmó, en una conferencia de 2014, Roberto Cingolani
(1961), entonces ministro de Transición Ecológica en el gobierno de Draghi en
el periodo 2021-2022. Cingolani lamentablemente no revela, ça va sans dire, las
fuentes de tales razonamientos y estimaciones, ni ofrece soluciones
“definitivas” para los cinco mil millones de parásitos –perdón, personas- “de
más” en el planeta. Y no es el único que expresa tal odio antihumano:
“El mayor regalo
de amor que puedes hacer a tu primer hijo es no tener otro”, ya que “para
salvar el único planeta que posees, tienes que tener un hijo” (Cf. Bridget
McGovern Llewellyn, One Child One Planet, ed. Emerald Shamrock Press, Phoenix
2009): un sofisma respetable. Tenemos que ir más allá del “prenatalismo”, es
decir, “la presión social para tener hijos”: ¿y dónde estaría eso? Hay que
pasar del “antropocentrismo” al “ecocentrismo”, reduciendo el tamaño de la
familia y el consumo en consecuencia para combatir la “injusticia social hacia
la justicia social”. Para luchar contra el cambio climático y salvar al mundo
de una catástrofe ecológica inminente, es necesario -en una especie de herejía
cátara de retorno- “negarse a procrear”, como propugna el The Birthstrike
Movement (Movimiento por la Huelga de Nacimientos). Parafraseando al Hamlet de
Shakespeare: hay locura -¡y mucha!- en este método. No es casualidad que la natalidad también
haya empezado a descender notablemente en Estados Unidos, país que se
encontraba en equilibrio demográfico hasta 2007.
ANTI-CLIMATISMO:
EL ROL DE LOS CATÓLICOS
Las afirmaciones
objetivamente delirantes declaradas anteriormente tienen el gran mérito de
revelar, con una franqueza brutal, el pensamiento subyacente a la ideología
climática. Es una advertencia al mundo católico, que corre el riesgo de dejarse
seducir cada vez más por las sirenas de este falso ecologismo: amar la
naturaleza es un deber, ya que la creación es un “bien”, un don de Dios al
hombre, donde “todo era bueno”, como nos enseña el libro del Génesis. La
perspectiva biocéntrica, sin embargo, querría anular cualquier diferencia de
orden, grado y finalidad: el hombre, en cambio, es la cúspide de una creación
jerárquica y finalista, no un animal entre muchos como propone la teoría
transhumana del anti especismo. En la perspectiva judeocristiana, el hombre,
creado a imagen y semejanza de Dios, es el custodio y jardinero del Edén, que
debe hacer crecer armoniosamente “con el sudor de su frente”, participando como
subcreador en el plan de Dios creador, como enseñó el célebre escritor inglés
John R.R. Tolkien (1891-1973) y como ha demostrado ampliamente la civilización
cristiana a lo largo de dos milenios de historia: baste citar, por ejemplo, la
obra de los monjes benedictinos.
Frente a las
locuras ecologistas, sería tentador dejar la ecología a los ecologistas, pero
sería un grave error; en cambio, decimos sí a la ecología, siempre que sea
auténtica e integral, centrada en el respeto a la naturaleza del hombre, la
familia, la vida, la propiedad privada, la libertad de iniciativa y la
subsidiariedad. Es necesario oponerse a la falsa solución propuesta de
planificación estatista y gobernanza global que pretende alcanzar una especie
de socialismo verde: perjudicar el crecimiento económico empobrecería a la
comunidad humana, y acabaría perjudicando al mismo medio ambiente que se
querría “salvar del hombre”. De hecho, existe una correlación entre
subdesarrollo y mala gestión medioambiental: por ejemplo, durante el comunismo,
Alemania Oriental, pobre y atrasada, estaba mucho más contaminada que Alemania Occidental,
rica y desarrollada. Por tanto, el decrecimiento sería muy desafortunado,
también para el medio ambiente.
En septiembre de
2020, un enorme reloj digital, el Climate Clock, apareció en la famosa Union
Square de Nueva York, con la cuenta atrás del tiempo que nos queda -en años,
días, horas, minutos (¡y segundos!)- para evitar un aumento de la temperatura
global de 1,5 °C en comparación con la época preindustrial, lo que nos llevaría
más allá de un supuesto “punto de no retorno”. A día de hoy, el reloj aún nos
da algo menos de seis años para evitar el fin del mundo. Los alarmistas del
clima dicen que es urgente hacer algo: yo estoy de acuerdo, por ejemplo, en
acabar cuanto antes con esas eco-locuras. Empezando, quizá, por apagar ese
absurdo reloj.
Fuente: Observatorio Van Thuan, SET 15, 2023