La Fe en el pensamiento de Ratzinger-Benedicto XVI


 

Por P. Roberto Esteban Duque

 

Cuando le preguntaron al cardenal Ratzinger cuál era el problema más importante que tenía hoy la Iglesia, no vaciló en responder: «Yo diría simplemente: la actual dificultad para creer». Para Ratzinger, la crisis existente en la Iglesia no coincide con la de siglos pretéritos. No es una crisis localizable en el plano institucional, como lo era en el siglo XVI, sino la desaparición de la fe, el hecho de que el concepto mismo de Dios haya dejado de tener sentido para gran parte de Occidente. Cuando Ratzinger habla de crisis de fe (una de las constantes de su pensamiento), alude al hecho de querer creer sin Dios. Lo que no es obra nuestra no existe, ésta es la tentación. El rostro de Dios se torna cada vez más borroso cuando el hombre piensa que debe asumir plenos poderes y considerar como única realidad sus propias empresas. La esencia de la fe es que en ella no me encuentro con algo inventado, sino que lo que sale al encuentro supera cuanto puedo inventar.

 

Cuarenta años antes, siendo sacerdote y profesor de teología en Tubinga, encontramos unas conocidas y lúcidas palabras, un mensaje profético de Ratzinger sobre el futuro de la Iglesia: «Surgirá mañana una Iglesia purificada, pequeña, que tendrá que empezar todo desde el principio. Perderá adeptos y privilegios en la sociedad. Se presentará como la comunidad de la libre voluntad a la que sólo puede accederse por una decisión personal. Como pequeña comunidad reclamará con más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros. Su verdadera crisis apenas ha comenzado, pero al final, aunque no sea una fuerza dominante en la sociedad, permanecerá la Iglesia de la fe, visible a los hombres como la patria que les ofrece la vida y la esperanza más allá de la muerte».

 

Este diagnóstico supone la constatación no sólo de la crisis de fe en la Iglesia, sino también de la necesidad de la conversión y de que emerja la Iglesia de la fe, una Iglesia que deberá comprenderse a sí misma como una minoría creativa que tiene una herencia viva y actual, a través de la cual se verifica la contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época. Ratzinger mantiene que la Iglesia que permanecerá será la Iglesia de la fe; que el proceso de secularización espiritual e indiferencia religiosa seguirá desarrollándose, según su propia lógica; que la Iglesia será cada vez más pobre de recursos y medios, con menos vocaciones a la vida consagrada. Pero será un tiempo de purificación y crecimiento al que sucederá una nueva expansión del Evangelio, el esplendor de la gracia y de la bondad de Dios. La Iglesia que entonces surgirá de la prueba será más humilde, más cercana al Evangelio, más parecida a la Iglesia de los primeros cristianos, unida y compacta, fundada sobre el amor como categoría suprema, menos mundanizada y, por eso mismo, con mayor autoridad moral.

 

En el tiempo inmediatamente posterior al Concilio, la fe no impregna la vida de los pueblos, emerge inerte, asistiendo impasible a un evidente proceso de descristianización desde la Ilustración francesa, capaz de volverse evanescente cualquier arquetipo eterno propuesto como modelo de actualización en la vida de los pueblos, y encontrándose reducido el hombre, arropado por un creciente laicismo, al más pobre de sus atributos como es el cambio indeterminado. Desde el momento en que la fe le dice al hombre quién es él y cómo ha de comenzar a ser humano, la fe «crea cultura, es cultura», dirá Ratzinger. La incorporación del Evangelio en el mundo antiguo transformó la cultura greco-romana y la cultura de los pueblos nórdicos.

 

Al sentirse receptor y responsable de una fe que recibe y transmite, la intención del Concilio era movilizar en actitud misionera todas las energías de la Iglesia para que ésta iluminase el mundo. El proyecto fontal del Concilio -anunciar la fe de un modo nuevo, manteniendo la identidad de sus contenidos- fue también la ambiciosa y sugerente propuesta del pensamiento de Ratzinger.

 

Sin embargo, el tiempo posterior al Concilio vivió sumergido en un evidente clima de sospecha y traición. Al primer sentimiento de euforia, de renacimiento y esperanza, que desata el anuncio del Concilio por parte de san Juan XXIII, con el deseo de renovación de la Iglesia y de señalar el paso del conservadurismo a una actitud misionera, sucederá la tempestad y la incomprensión de quienes sostienen que fue el mismo Concilio que hereda san Pablo VI quien la desencadenó y que propició una especie de «paraconcilio», obra de «teólogos cortesanos», de una oposición declarada dentro de la Iglesia. El malestar se extiende como la pólvora: prácticas pastorales desviadas de la doctrina católica, laxismo moral, abandono palmario de la formación de la castidad, manuales de «moral renovada» que hacen de la razón el punto de partida de la normatividad humana, secularización y protestantización de un humanismo desligado de la revelación, Iglesia comprendida no ya como misterio y comunión con Dios sino como empresa subyugada por objetivos mundanos y temporales, exhibición en el clero de la discontinuidad y de la ruptura respecto de planteamientos magisteriales. El final es de sobra conocido: aumento de la crisis interna de la Iglesia, puesto de manifiesto en la división, la desorientación, la deserción y el abandono de los clérigos.

 

La situación llevaba a una triple paradoja. En primer lugar, la necesaria renovación conciliar encuentra la acritud contestataria desde extremos opuestos que elevan la oposición a un escenario de desdeñoso alejamiento. Asimismo, algunos medios ajenos a la Iglesia, impregnados de prejuicios tradicionales, mantendrán una notoria infidelidad contra el papado en lo relativo a los fundamentos de la fe, de la moral y de la disciplina católicas. Finalmente, la contestación contra el papado asumirá tintes dramáticos al producirse dentro del catolicismo. El declarado objetivo de la contestación no era otro que el principio del papado, la función del mismo Pedro, el vaciamiento de la Fe.

 

La renovación, apertura y libertad, propuestas por el Concilio todavía están lejos de comprenderse en una Iglesia en la que con relativa frecuencia penetra «el humo de Satanás». La renovación de la Iglesia sólo es posible dentro de la continuidad del contenido de la fe; la apertura al mundo es una apertura misionera, potenciadora de cuánto hay de grande y de bello en el hombre, imagen de Dios, pero en permanente lucha con un mundo presente en el que domina «un espíritu de vanidad y malicia»; y la libertad es libertad evangélica, con el fin de cumplir la misión encomendada por Cristo a su Iglesia, y por extensión a todos nosotros.

 

Pero los verdaderos males experimentados se deben al hecho de desatarse en el interior de la Iglesia oscuras fuerzas de fácil optimismo y de modernidad. Si el exterior ofrecía el conflicto con una revolución cultural de ideología liberal, individualista, racionalista y hedonista, un laicismo gradual en todos los ámbitos de la cultura y de la política, un ambiente, en fin, ajeno y contrario a la fe y al cristianismo, la causa principal del problema radica en una fe cristiana deformada, en una fe poco sólida, donde la cultura, la sociedad y el mundo, aparecen descristianizados por los mismos cristianos, y donde la Iglesia se encuentra golpeada y cuestionada desde sí misma por una ideologizada visión de la propia Iglesia, por la imposición, en nombre del Evangelio, de visiones parciales centradas en proyectos de acción política ajenos a la continuidad con el Magisterio que provocan profundas lesiones en la unidad eclesial y crean divisiones con difícil desarraigo.

 

La división provocada desde el interior de la Iglesia lleva a un malestar, diagnosticado incluso como una enfermedad con cuatro rasgos: en primer lugar, una atonía religiosa en la vivencia y el compromiso activo; en segundo lugar, una fragmentación que hace imposible la colaboración y la convivencia, menospreciando las causas eclesiales de la unidad; la inoperancia apostólica, por desprecio de la verdadera evangelización, degradando el contenido de la fe a mera actuación política y social; y finalmente una ausencia de síntesis entre la espiritualidad y la acción temporal cristiana.

 

Vulnerabilidad de la fe

 

Según Benedicto XVI, tanto los creyentes como los no creyentes se necesitan mutuamente. El agnóstico no puede contentarse sin saber que Dios existe o no, debe estar en actitud de búsqueda y en el reconocimiento de la herencia de la fe. Por su parte, el católico no puede contentarse con tener fe, además de buscar a Dios deberá entrar en diálogo con los demás para conocer a Dios de manera más profunda. Se trata de la disponibilidad del aprendizaje recíproco, postulada por Habermas. El filósofo propone comprender la secularización cultural y social como un doble aprendizaje, que obligaría tanto a la tradición secular como a las tradiciones religiosas a reflexionar acerca de sus respectivos límites. Ratzinger propone una recíproca limitación de la razón y de la religión a través de la categoría del Logos, una razón abierta, no limitada a la mera razón empírica de las ciencias positivas. Esta razón amplia es la que permite controlar los excesos de la razón moderna sin vínculos morales ni antropológicos y los excesos de una fe que, prescindiendo de la razón, se ve abocada al fanatismo.

 

Llegamos así a mostrar una primera característica de la fe, su radical vulnerabilidad. El creyente está amenazado por la propia caída, al descubrir que sólo puede realizar su fe en la impugnación y en la inseguridad. El camino de la duda -según advierte Ratzinger- será un camino de encuentro para creyentes y no creyentes, si son capaces ambos de no encerrarse en su propio yo. Al cabo, «la duda es una parte inevitable de la creencia».

 

Todo ello no significa suprimir el carácter de certeza que supone la fe. El concepto cristiano de fe importa el elemento certeza, pues se trata de un acto de adhesión y no de mero asentimiento. El mismo Ratzinger dirá que la fe es una adhesión a Dios que nos da esperanza. Sin embargo, la firmeza y certeza de la fe siempre estará vinculada a una libertad herida por el pecado, capaz de clausurar la apertura constitutiva y radical a Dios; lo cual nos llevaría a que, a pesar de su firmeza, no pueda evitarse la esencial fragilidad de la vida, las alteraciones provenientes del exterior, el carácter radicalmente vulnerable de la existencia humana, la proclividad del hombre a la caída.

 

La razonabilidad de la fe

 

En el pensamiento de Ratzinger y posteriormente en el magisterio de Benedicto XVI siempre se ha manifestado la necesidad de armonizar la fe y la razón, la interna armonía entre los dones de Dios y la naturaleza racional del hombre. Si la fe nada tuviera que decir a la razón, nada diría tampoco a la vida concreta del hombre, supuesto que la racionalidad es el modo humano concreto de vivir. Sin esta visión, los cristianos no estaremos en condiciones de vivir el Evangelio como un auténtico mensaje de salvación. Para el cristianismo, la realidad última, fundante, es la razón divina. Algunos incluso sostendrán que la orientación misionera y evangelizadora que contiene el magisterio de Benedicto XVI, con sus llamadas permanentes a «ensanchar la razón», a «recuperar la confianza en la razón», puede traer consecuencias hasta ahora insospechadas.

 

En su diálogo con la modernidad, tanto de profesor como en su magisterio, Benedicto XVI, en su discurso de la Universidad de Ratisbona, planteó al mundo universitario la cuestión de las relaciones entre fe y razón, así como la legitimidad de los conocimientos alcanzados por el hombre mediante la fe en Dios. La razón nos invita a creer, de modo que la fe es un acto razonable. Y a partir de esa fe en Dios, la razón humana alcanza el conocimiento de unas realidades nuevas que desbordan las posibilidades de la sola razón, pero cuyo conocimiento a partir de la fe es razonable. Fe y razón no son dos sujetos independientes, ni dos mundos diferentes y cerrados en compartimentos estancos, sino dos vías que el hombre posee para acceder a la realidad. No son excluyentes, sino que las dos intervienen en todas las aperturas del hombre a la realidad del mundo y de Dios desde su propia presencia en el ser. Cualquier contraposición es un falseamiento de la realidad.

La confianza en la racionalidad de la fe y en la apertura de la razón hacia la revelación es condición necesaria para potenciar el diálogo de los cristianos con los que no creen, que Benedicto XVI siempre buscó. No podremos ser misioneros en la actualidad sin acercarnos al mundo del escepticismo y de la indiferencia religiosa, entrando en un diálogo honesto y profundo con él sobre la verdad del hombre y la verdad de Dios. Los no creyentes en Dios necesitan creer en la capacidad de la razón, también cuando la razón nos invita a creer en Dios.

 

La decisión de creer es razonable, más incluso que la opción contraria, por la fuerza de los signos que invitan a creer y por su bondad para la vida personal y comunitaria. Adorar a Dios y creer en Dios es el conocimiento normal de la vida racional del hombre. Esta era la intención latente del discurso de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona, mostrar que la razón y la fe son dos actividades complementarias en el desarrollo normal de la persona humana. Este desarrollo era impensable en el «caballero de la fe» de Kierkegaard, quien confiaría por la fuerza del absurdo -es decir, contra toda lógica razonable- en que recibiría de vuelta todo aquello a lo que había renunciado.

 

El cristianismo siempre se ha concebido a sí mismo como religión razonable. El cristiano confía en que lo que pueda descubrir la razón reforzará la fe. Y viceversa. Esta interdependencia de razón y fe la calificó San Agustín como: intellege ut credas, crede ut intellegas, comprender para creer, creer para comprender. Cree tú lo que Dios ve; si no entiendes, cree. La inteligencia es el premio de la fe. Para San Agustín, la razón nos conduce hasta el umbral de la fe, invitándonos a creer y mostrándonos a quién y cómo tenemos que creer; por su parte, la fe nos abre un horizonte de verdad impensable sin haber creído antes en la revelación de Dios. La fe, si no es pensada, no existe. Como indicara el cardenal Newman en su opúsculo sobre la universidad, la Iglesia «tiene la íntima convicción de que la verdad es su aliada (…) y que el saber y la razón son fieles servidores de la fe». Por su parte, Santo Tomás de Aquino asignará a la razón la tarea de despejarle el camino a la fe estableciendo los praeambula fidei, los prolegómenos de la fe. «¿Qué hay en el origen -se pregunta Benedicto XVI- la Razón creadora o la Irracionalidad?». Los cristianos creemos que en el origen está el Verbo Eterno, la Razón, y no la irracionalidad.

 

Tradición-progreso

 

Una tercera nota en el pensamiento de Ratzinger es comprobar cómo la gran paradoja que implica la fe se agranda al presentarse con la vestimenta del pasado. El teólogo alemán considera que la paradoja de la fe se acrecienta al ver la propia fe como poseedora del distintivo del pasado, de la etiqueta inerte de una tradición incapaz de ofrecer nada positivo para el presente y el futuro de la existencia humana. ¿Cómo calificar de definitiva la tradición cuando se abre paso la idea del progreso, cuando «la Iglesia se ha dado a la tarea de defender la tradición en una época que estúpidamente se dedica a rechazarla»?

 

Vivimos extraños tiempos de impiedad, donde el hombre quiere zafarse de modo subversivo de todo orden situado fuera de sí mismo, de cualquier forma de enojosa dependencia, limitadora de una búsqueda frenética de egoísmo y autorrealización. La forma más apasionada de moderna impiedad consiste en el evidente desprecio por el pasado. ¿Cuál es la razón por la que se lucha para librarse de la tradición como de una losa aterradora o una herencia importuna, convirtiendo el orgullo de los deseos en la deificación de la propia voluntad?

 

El dilema tradición-progreso no parece en absoluto resuelto. El intento de aggiornamento no cambiaría el problema, sino que, por el contrario, el esfuerzo de actualización aumentaría la sospecha de la vigencia de lo pasado, del pondus incuestionable de la tradición como lugar seguro donde uno puede cobijarse y sentirse a salvo. No puede comprenderse semejante aggiornamento como una acomodación del depósito de la fe y de las estructuras eclesiales a la tiranía y arbitrariedad marcada por las modas de cada época. La fe no es nuestra, sino que la recibimos y poseemos dentro de la Iglesia, en la aceptación de la Palabra y en los sacramentos. Nadie puede añadir por cuenta propia nada a la fe apostólica, sin buscarlo en la tradición de la Iglesia. La fe no crece por asimilación del mundo exterior ni sometiéndose a las exigencias banales del progreso. Nuestra fe constituye un aprendizaje capaz de superar la ceguera espiritual volviendo a sus orígenes, haciéndose más interior y cercano a sus raíces para responder desde ellas a las cuestiones esenciales del tiempo presente.

 

Sin duda puede existir, y de hecho existe, una dictadura de la opinión, de los intereses que mueven el mercado y la economía, y donde encajaría bien un cristianismo adaptado a los mudables signos de los tiempos. Llegado este punto, sólo es posible la resistencia. La fe no busca el conflicto, sino el ámbito de la libertad. Pero no puede dejarse moldear y reformular en trajes nuevos adaptados a la modernidad. La fe es una fidelidad superior comprometida con Dios., una obediencia primera de nuestro ser al ser mismo de Dios.

 

Un pueblo -afirmaba Ortega- «no puede elegir entre varios estilos de vida: o vive conforme al suyo, o no vive». Como el semita y el romano tuvieron su estilo propio, y crearon ciencia, arte, sociedad, así el cristianismo es el alma de Europa; el continente europeo posee su propia savia, impresa durante siglos en unas costumbres, en un patrimonio recibido, en una formidable tradición, capaz de conformar un hombre, un estilo de vida, un espíritu cuyo rechazo sería tanto como provocar la desfundamentación de los derechos humanos y una crisis educativa de proporciones alarmantes.

 

La fe como permanencia y comprensión

 

Por último, la fe se sitúa no en el ámbito del saber ni del hacer, sino en la relación permanecer-comprender; no en lo factible, sino en confiarse a lo que no se ha hecho a sí mismo, en lo dado y lo ilimitado que es lo verdaderamente conforme a la vocación del ser humano. La fe es un «sujetarse a Dios», en quien el hombre tiene un firme apoyo para toda su vida; un «agarrarse firmemente», un asirse a algo que existe y de lo que podemos tener una experiencia espiritual, un permanecer en pie confiadamente sobre el suelo de la palabra de Dios. La fe es la forma de permanecer el hombre en toda realidad, la orientación sin la que el hombre estaría sin patria, la orientación que precede al calcular y actuar humanos. Creer significa confiarse a la inteligencia, considerarla como el fundamento firme sobre el que puedo permanecer sin miedo alguno; comprender la existencia como respuesta a la palabra, al Logos que lleva y sostiene todo, una decisión a favor de la libertad y del amor, una decisión por la verdad. El último fundamento de la fe es la verdad del mismo Dios, que ilumina al hombre en la fe y le persuade. Creer es permanecer firme en el fundamento que nos sostiene, no porque yo lo he hecho o examinado, sino porque no lo he hecho ni examinado. La fe no es un saber factible; más bien, sólo en la permanencia se abre la comprensión. La fe es la reactio global del hombre a la actio primaria de la automanifestación de Dios, la respuesta al darse de Dios, un confiar y reposar en Dios, un permanecer en él, un decir amén a Dios con todas las consecuencias.

 

Por otro lado, sería una arbitrariedad invocar el misterio como pretexto para negar la comprensión. El misterio no pretende destruir la comprensión, sino que quiere posibilitar la fe como comprensión. Sólo en la permanencia se abre la comprensión, no fuera de ella. Comprender es entender la inteligencia sobre la que nos mantenemos. La comprensión nace de la fe, de tal modo que fe, permanencia y comprensión están indisociablemente unidas.

 

Benedicto XVI convocaría el Año de la Fe meses antes de su renuncia. Aquel era un tiempo donde se constataba la pérdida del asiento religioso, del anclaje de la fe, el rechazo de la naturaleza humana como algo cognoscible y fundamento del orden moral, un tiempo donde se urgía al cristiano a ser «minoría creativa», recordando que el encuentro con Cristo será la clave para interpretar la verdad del hombre. Diez años después, la principal tarea de la Iglesia sigue siendo la misma, se llama conversión. La Iglesia es una realidad de fe, no el proyecto de un grupo, y la opción por ella sólo puede ser espiritual. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino verdadera necesidad de una Iglesia más divina para que podamos ver en ella un rostro plenamente humano.


 Fuente:  Infocatólica, 31/12/22


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