Por Mario Meneghini
La grave
crisis que afecta a nuestro país, provoca, además de quejas, numerosas
propuestas de cambios en el orden político. Es frecuente leer o escuchar sobre
la necesidad imperiosa de modificar radicalmente la manera de seleccionar a las
autoridades públicas. Esto merece un análisis serio y objetivo, examinando la manera
de perfeccionar el sistema, evitando caer en un mero soñar con un futuro
deseable, pero imposible de alcanzar.
Recordemos
que la última reforma a la Constitucional Nacional, se efectuó en 1994; en los
28 años transcurridos, ningún sector político y ningún constitucionalista ha
puesto en duda la legitimidad de dicha Constitución. Por lo tanto, las reformas
que se propongan deberán someterse al procedimiento respectivo, fijado en el
propio texto constitucional (CN, art. 30), de manera que no podrá concretarse
sin el apoyo explícito de la mayoría de dos tercios del total de los diputados
y senadores. En síntesis, no habrá ninguna reforma institucional sin la
participación activa de los partidos políticos.
Uno de los aspectos
más criticados de la política contemporánea es el de la representación; la
crítica al sistema contemporáneo de partidos está, obviamente, justificada.
Dicho sistema se basa en la llamada democracia indirecta o representativa,
consistente en que, como todo el pueblo -en quien se supone reside la
soberanía- no puede gobernar por sí mismo, debe delegar en sus representantes
la función de gobierno, sin abandonar por ello la soberanía. Como el gobierno
-especialmente el Congreso- debe representar la Voluntad General, se establece
por medio de una ficción jurídica que cada representante representa, no a los
ciudadanos que lo han elegido, sino a todo el pueblo. Con lo cual se invalida
en la práctica la figura invocada del mandato, según la cual los gobernantes
reciben, al ser elegidos, un mandato del pueblo, para ejercer en su nombre el
gobierno.
En los
parlamentos modernos -y ya desde la Revolución Francesa- se prohíben los
mandatos imperativos, y los representantes ejercen una representación “libre”,
es decir que, una vez elegidos -si bien alegan actuar en nombre del pueblo-, no
reciben órdenes de sus electores y actúan con total independencia.
Por otra
parte, todos los representantes son propuestos al electorado por los partidos
políticos, únicas entidades que tienen acceso legal a los cargos públicos
electivos, no permitiéndose ni las candidaturas de ciudadanos independientes ni
la representación de otros grupos sociales (CN, art. 38). Al ser reemplazada la
monarquía por el sistema republicano, surge la necesidad de sustituir a la
nobleza en dicho rol, y este lugar lo ocupan -aunque imperfectamente-, los
representantes del pueblo, elegidos a través de los partidos políticos.
La
alternativa que proponen distinguidos profesores y publicistas, consiste -explícita
o tácitamente- en sustituir el régimen de partidos por: a) una participación
activa en la vida socio-política de los cuerpos intermedios; y b) la dictadura
como forma de gobierno.
Los cuerpos
intermedios son las asociaciones ubicadas entre la familia y el Estado, que
persiguen un fin común (sindicatos, entidades profesionales, cámaras
empresarias, centros vecinales, cooperativas, mutuales, cooperadoras escolares,
etcétera). Toda sociedad contiene en su seno infinidad de entidades y grupos
mediante los cuales los hombres tratan de lograr objetivos que sirven a su
perfección. Un sano orden social requiere la aplicación del principio de
subsidiariedad que demanda que el Estado no absorba las actividades que pueden
realizar eficazmente las asociaciones inferiores. En virtud de este principio,
los cuerpos intermedios deberían gozar de la mayor autonomía posible y ocuparse
de muchas tareas que hoy el Estado tiene a su cargo y le impiden ejercer
correctamente el rol que le compete como gestor del Bien Común. Asimismo,
mediante la interconexión y colaboración mutua, los cuerpos intermedios pueden
constituir organismos que resuelvan por sí mismos ciertos problemas sociales y
económicos, evitando la lucha de clases: es lo que se llama corporativismo u
organización profesional.
En este
sistema, los grupos intermedios se van articulando hasta formar un Consejo o
Cámara nacional en la que se hallan representados todos los grupos e intereses
sociales existentes en la sociedad, con la finalidad de asesorar al gobierno, o,
incluso, cumplir funciones legislativas. No cabe duda de que este sistema,
recomendado por el magisterio pontificio -especialmente en la Encíclica
“Cuadragésimo Anno”-, permite un mejor funcionamiento de la sociedad y a la vez
impide los posibles abusos del Estado, pero no puede asumir -en exclusividad- la conducción de
éste, ni ocuparse de la actividad específicamente política.
“Es verdad
que estos grupos, si bien necesarios, cada uno según su propia finalidad
específica, representan sólo intereses delimitados y parciales, no el bien
universal del país. No tienen, por consiguiente, competencia para participar en
aquellas decisiones superiores que son peculiares del supremo poder político,
primer responsable del bien común” (Carta de la Secretaría de Estado del
Vaticano a la XXVI Semana Social de España, 18-3-1967).
Es por eso
que, inevitablemente, cuando no se quiere aceptar la existencia de los
partidos, se busca una monarquía sin corona: la dictadura. Pero ocurre que, por
definición, la dictadura es una fórmula de transición, que no puede prolongarse
indefinidamente. Sus creadores, los romanos, limitaban su duración a seis meses;
aunque aquí se prolongó durante seis años, en dos ocasiones, ¿bastó ese lapso
para producir los cambios necesarios? Tampoco las dictaduras nacionales de
Franco, en España, y de Oliveira Salazar, en Portugal, que se extendieron por
más de 30 años, pudieron modificar el sistema. Por todo lo explicado, la
alternativa comentada, como reemplazo de la partidocracia, no nos parece satisfactoria
como solución factible y útil.
Hecho el
análisis precedente, se advierte que la empresa de reconstruir el orden social
no es sencilla ni fácil. En materia de regímenes políticos, cada persona puede
preferir uno u otro, incluso se puede llegar a precisar –en el plano teórico- cuál
es el mejor. Pero, en cada sociedad, las circunstancias históricas van creando
una forma política específica, que rige la selección y reemplazo de los
gobernantes. En nuestro país, existe desde hace 169 años la forma republicana
de gobierno, que no podemos desconocer, pues es uno de los llamados contenidos pétreos, que no pueden ser
abolidos ni alterados por ninguna reforma constitucional. (1)
A partir de
estas realidades es que debemos desplegar nuestro esfuerzo por mejorar el
funcionamiento de la sociedad en que la Providencia nos ha colocado.
Por otra
parte, la actuación de los partidos no es necesariamente mala. En efecto, en
todos los tiempos, los hombres se han agrupado en torno a líderes, ideas o
intereses, para tratar de influir en la conducción de la sociedad, incluso
cuando regía la monarquía y existía la aristocracia. La parte no siempre
constituye una facción, ni la discrepancia afecta al bien común, mientras se
mantenga dentro de ciertos límites. Ahora bien, ya hemos dicho que los grupos
sociales intermedios –que, por ser intermediarios entre la familia y el Estado,
son infrapolíticos- no pueden asumir la conducción del Estado ni ejercer la
actividad específicamente política. Por ello, la conducción global de la
sociedad, que compete al Estado, debe estar reservada a un tipo de personas con
características especiales.
“El hecho
natural de la existencia de un estamento dirigente de la vida política,…se
conecta con la doctrina clásica de la vocación, según la cual en los hombres
existen aptitudes naturales para los diversos oficios que requiere la
comunidad, incluso para el más elevado, esto es, el oficio político, pues, como
decía Aristóteles, hay hombres cuya tarea propia parece ser la de gobernar a
los demás”. (2) Entonces, ¿a través de
qué medios pueden seleccionarse a los hombres que habrán de gobernar en un
sistema republicano, y en qué tipo de entidades habrán de agruparse de acuerdo
a sus preferencias políticas? En el mundo contemporáneo, en la casi totalidad
de Estados, existen sistemas pluripartidarios o de partido único; las pocas
excepciones consisten en Estados con gobiernos militares. Pero, aún en esos
casos, la experiencia del último siglo indica que, luego de períodos
transitorios, se produce “el eterno retorno de los partidos” (3). No se ha
logrado articular todavía una forma de convivencia que pueda prescindir de los
partidos en la actividad política.
El profesor
Félix Lamas ha explicado, con mucha claridad, que los partidos: “Pueden
considerarse de existencia necesaria en la misma medida en que es inevitable
una cierta dosis de discordia en toda comunidad...”, y por ello es que hay “un
margen funcional admisible en los partidos: pueden constituir vehículos de
opinión o canales del querer sobre cuestiones opinables, cuando éstas no
encuentren adecuada expresión a través de las comunidades naturales, vgr.: la
postulación de candidatos o el sostenimiento de un determinado programa
conforme con el bien común” (Cabildo, setiembre de 1982).
Creuzet añade:
“Acontece también que su existencia resulta el único medio de contrabalancear
el poder tiránico de un Estado descarriado... En este caso, los partidos de la
oposición se transforman en verdaderos cuerpos intermedios, apoyo de las
personas, de las familias, de los otros cuerpos sociales, en su justa resistencia
contra la tiranía” (4).
Debe
reflexionarse, además, en que hoy, más que nunca, la actividad gubernamental es
tremendamente compleja y requiere una formación adecuada, que se adquiere luego
de muchos años de estudio y experiencia. Precisamente, porque no aceptamos la
ilusión populista de que cualquier persona puede desempeñar un cargo público,
ni bastan la honestidad y el patriotismo para gobernar con eficacia, es que
pensamos que resulta imprescindible constituir grupos de hombres con auténtica
vocación política, que se preparen seriamente para gobernar. Y, por ahora, no
hay otra vía idónea que la que ofrecen los partidos, que se fundamentan -o
deberían hacerlo- en una cosmovisión global y elaboran programas con las
soluciones que proponen para cada uno de los problemas que debe afrontar el
Estado. Los
aspectos negativos del funcionamiento de los partidos en la Argentina, podrían
corregirse fácilmente, con una modificación de la ley orgánica respectiva, para
lo cual, debe existir, por supuesto, la previa decisión de un número suficiente
de patriotas dispuestos a intervenir en el único ámbito donde se pueden mejorar
las instituciones públicas.
Para
finalizar, deseo citar al único argentino, elegido tres veces Presidente, el
General Perón. En su testamento político – “Modelo Argentino”, segunda parte,
cap. 3- reproduce una frase del papa Pablo VI: “la apelación a la utopía es con
frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas concretas
refugiándose en un mundo imaginario. Vivir en un futuro hipotético es una
coartada fácil para deponer responsabilidades inmediatas.” (5)
Agrega el
texto citado: “Nuestro modelo político propone el ideal no utópico de realizar
dos tareas permanentes: acercar la realidad al ideal y revisar la validez de
ese ideal para mantenerlo abierto a la realidad del futuro”.
Notas
1.Bidart Campos, Germán. “Manual de Derecho
Constitucional Argentino”; Ediar, p. 33.
2.Sampay, Arturo. “Introducción a la Teoría del Estado”;
Bibliográfica Omeba, p. 490.
3.Lucas Verdú, Pablo. “Principios de la política”;
Tecnos, T. III, p. 48.
4.Creuzet, Michel. “Los cuerpos intermedios”; Speiro, p.
101.
5.Octogesima
adveniens, p. 37.