Por Stefano Fontana
El Estado del bienestar está dando paso a la “sociedad paliativa”, una
noción sociológica que ahora es ampliamente utilizada por los observadores.
Entre ellos, el filósofo germano-coreano Byung-Chul Han ha saltado
recientemente a la palestra en Italia con su libro “La sociedad sin dolor”. Al
fin y al cabo, si el Estado del bienestar tiene que atender las necesidades del
ciudadano desde la cuna hasta la tumba, ¿por qué no pasar ahora a la prevención
del sufrimiento y el dolor? Ésta es precisamente la sociedad paliativa. La
gestión política de la pandemia lo ha puesto de manifiesto de manera especial.
La mayoría de los ciudadanos no dudaron en aceptar severas restricciones a su
libertad a cambio de la promesa de supervivencia. Hemos aceptado el control e
incluso estaríamos dispuestos a que nos “rastreen” completamente para evitar el
dolor.
La sociedad paliativa es la que promete desterrar el dolor de nuestras
vidas. No se trata sólo del dolor asociado a la enfermedad, sino también del
dolor psicológico de la frustración, o el del cansancio, o el que proviene del
heroísmo de los que luchan por la justicia o el sacrificio del testimonio, la
voluntad de afrontar la incomodidad o el peligro en aras de la coherencia.
También se trata del dolor de la decepción y la depresión. La sociedad
paliativa querría mantener a todos en un estado artificial de anestesia, lejos
de los peligros, de los conflictos y dentro de un sistema de garantías
preventivas. Un sociólogo estadounidense ha llegado a hablar de un derecho
constitucional a no sentir dolor. La sociedad paliativa es la política que nos
separa de la realidad para salvaguardar nuestro bienestar agradable y
garantizado, protegido no sólo de los virus sino también de los conflictos y
las frustraciones.
La sociedad paliativa puede ser autoritaria con el consentimiento general,
puede provocar autolimitaciones por parte del propio ciudadano incluso antes de
que sean impuestas por el poder político. Durante la pandemia vimos que la
gente hizo incluso menos de lo que se le permitía debido a la decisión de
censurar su propio comportamiento. También hemos visto a la Iglesia aplicar
restricciones antes incluso del Estado, y a menudo de forma más estricta que la
normativa prevista. La sociedad paliativa es capaz de cambiar las cosas por
consenso, de hacer revoluciones tácitas planificadas desde arriba, de
garantizar la libertad de expresión y al mismo tiempo impedirla de forma no
autoritaria pero consensuada.
El periodo de la pandemia fue como una larga “anestesia permanente”. Para
evitar el dolor, la información, la vida democrática y la economía se
“regimentaron” y los ciudadanos agradecieron al poder político que se había
convertido en el Gran Médico de Familia. Esta sociedad tiende a deshacerse de
todo lo negativo, la educación ya no exige sacrificios ni impone castigos, sino
que se basa en el refuerzo de la motivación y tiene como objetivo sentirse bien
con uno mismo y, especialmente, con el propio cuerpo, que se ha convertido en
el principal foco de interés. Ya no impulsa un compromiso político y social
importante que podría ser doloroso, sino que habla de superar el descontento,
la tristeza, la ira y pretende calmar psicológicamente a los sujetos,
favoreciendo la optimización de su rendimiento. El poder se convierte en un
gran “entrenador psicológico” para superar los traumas y la depresión.
La sociedad paliativa es una sociedad analgésica y de sopor que cubre las
dinámicas sociales que provocan el dolor. El aborto se medicaliza o se
privatiza, o se psicologiza, ocultando en cada caso su aspecto real de dolor.
Las tendencias antinaturales se presentan como naturales para no crear dolor
psíquico en sus actores. El dolor del divorcio, especialmente el de los niños,
está anestesiado. Incluso el suicidio tiene que ser “ayudado” para convertirse
en lo que no es.
La cuarentena, tan regulada con precisión durante la pandemia, se convierte
en una situación permanente en la sociedad paliativa. Considerando el dolor
como el principal peligro a exorcizar por el poder, se produce una situación de
emergencia permanente con la consiguiente permanencia del estado de cuarentena.
Por eso nos auto imponemos la cuarentena y llevamos mascarillas, aunque estemos
solos en una calle desierta. La disponibilidad permanente a hacer cuarentena
significa que la ideología liberal se encuentra con el despotismo suave e
indoloro del control social. La modernidad terminaría con la forma social de un
nuevo totalitarismo.
Sin embargo, el verdadero problema es el futuro. Si el objetivo del poder
político es crear un confort a salvo del dolor, y todos estamos dispuestos a
ser radiografiados y a vivir mediante algoritmos de ingeniería social, ¿por qué
no se podría programar todo desde el nacimiento mediante bioingeniería? En vez
de anestesiar el dolor tras la frustración, ¿por qué no prevenirlo de antemano
interviniendo en los seres humanos? Aquí se abre el aspecto más preocupante –el
aspecto transhumano- de la sociedad paliativa.
Fuente: Brújula cotidiana, 09-03-2022