Por R. P. Dr. Alfredo Sáenz, SJ
El autor, destacado Sacerdote
Jesuita Argentino, estudia en este texto la situación espiritual en la España
de la Conquista y su sentido Imperial, la Conquista como Evangelización y
también como Cristiandad, impregnando la cultura, la política y la economía.
Señala luego como se desgajan las Españas de aquende y allende del océano, e
indica el camino para la construcción de un futuro mejor para los Hispánicos.
Resulta imprescindible considerar ante todo cuál era el estado político y
religioso de la España que se aprestaba a encarar la empresa ciclópea de la
Conquista.
Situación espiritual de
España
El Descubrimiento de América ocurre en un momento de verdadera encrucijada
histórica. Comienza la Conquista al culminar el siglo XV y se desarrolla en el
siglo XVI, es decir, cuando en el resto de Europa la Edad Media ya no era casi
sino un recuerdo del pasado, en medio de una terrible crisis, en camino de una
desintegración progresiva. El edificio de la Cristiandad estaba profundamente
conmovido. Las actividades humanas como el arte, la cultura, la economía etc.,
que antes se desarrollaban en jerárquica y gozosa subordinación a la Teología,
ahora buscaban “liberarse” en sus principios rectores. Sobre este edificio ya
averiado la reforma cayó como un rayo.
España trato de preservar, contra viento y marea, la fe de sus padres. Para
ello debió sacudir el poder de la Media Luna. Recordemos que la Conquista de
Granada acaeció precisamente en 1492, tras siete siglos de incesante lucha.
Asimismo decretaban la expulsión de los judíos no bautizados, medida dictada no
por consideraciones racistas, como aseguran los redactores de panfletos, sino
por motivos religiosos exclusivamente para preservar la fe del pueblo español,
y ello a pesar de que los Reyes Católicos no ignoraban el enorme quebranto
económico que dicha medida iba necesariamente a ocasionar. Doce años antes los
Reyes Católicos habían solicitado del Papa la institución en España del
Tribunal de la Santa Inquisición.
Con estas medidas España quedó exenta de la invasión protestantizante que
conmovió el resto de Europa. O mejor, la supo enfrentar e incluso anticipar en
su propio terreno, con una reforma verdaderamente Católica. Ya en 1473, la
decadencia espiritual del Clero español había sido considerada en los Sínodos
locales. La voluntad de autocorregirse fue por cierto eficaz. Al diagnóstico
certero siguieron los remedios adecuados. Pensemos que el que por aquel entonces
ocupaba la Sede Pontificia fue Alejandro VI, de quien dice L. Pastor que “la
iglesia antigua no hubiera admitido a los grados inferiores del clero, a causa
de su vida desarreglada”. Así que España mal podía buscar respaldo para su
proyecto de autorreforma en la Santa Sede, demasiado atareada en preocupaciones
mundanas y renacentistas.
Fueron pues los Reyes Católicos, ayudados por eclesiásticos lúcidos y
llenos de coraje, quienes debieron asumir la responsabilidad de la reforma de
las instituciones eclesiásticas. Lo hicieron con la ayuda del Cardenal Mendoza
primero, y del gran Cardenal Cisneros después. Ante todo, lograron del Papa el
nombramiento de un grupo de excelentes Obispos. Cisneros se abocó
principalmente a la restauración de los Monasterios, realizando una reforma que
habría de figurar entre las más impresionantes de la historia eclesiástica. Por
otro lado, y gracias a la inspiración divina, también en aquellas décadas
brotaron del suelo español nuevas Congregaciones y Órdenes Religiosas, especialmente
la militante Compañía de Jesús, con cuya ayuda España se pondría a la cabeza
del movimiento de la contrarreforma, llegando a ser el alma del Concilio de
Trento.
Los hombres del siglo XVI no eran, por cierto, muy distintos a los
españoles de nuestro tiempo. Y por eso cabe preguntarse cómo una España menos
poblada, menos rica, pudo conocer un siglo de oro tan esplendoroso, engendrando
tantos sabios de renombre universal, tantos poetas, tantos héroes, tantos
Santos. Los hombres eran como los de ahora, pero la sociedad estaba organizada
de cara a Dios, conspirando hacia un mismo fin la Iglesia y el Estado, la
Universidad y el teatro, las leyes y las costumbres. Si bien los hombres del
siglo XVI no fueron distintos a los de hoy, el ambiente era otro. Se los
inducía a vivir y a morir para la mayor gloria de Dios.
Y así España conservó en su seno todo el ímpetu de la Edad Media, ya en
disolución en el resto de Europa, se autopreservó de la corrupción protestante
-cosa que nunca le sería perdonada- y de la corriente renacentista que provenía
de Roma, realizando un renacimiento propio, de cuño español, cuya concreción
arquitectónica sería el Escorial; al tiempo que liberaba al estamento clerical
de la tentación temporalista, neutralizaba el influjo de los espíritus
intermedios y conciliantes al estilo de Erasmo, y propiciaba el cultivo intenso
de los estudios teológicos. Así se puso en condiciones de afrontar el desafío
de la Conquista.
El Sentido Imperial
Si bien aún no se había proclamado el Imperio, la España del Descubrimiento
y de la Conquista estaba signada por la vocación Imperial. Para que el Rey
llegase a ser Emperador, para que aquella vocación se concretase, era menester
que una sola mano reuniese la totalidad, era preciso que España se hiciese
universal. La idea tradicional del Imperio exigía que sus miembros
constituyesen una sola familia, unidos por el culto a un mismo Dios, la misma
cultura, la misma sangre, el mismo comercio. No de otro modo había sido el
Imperio Romano de los primeros siglos, así como el que patrocinara Orosio y San
Agustín; así lo fue desde Augusto hasta Justiniano; después, aunque en un grado
menor, el Imperio Carolingio de los siglos IX y X, y luego, si bien más
restringido todavía, el Sacro Imperio Romano-Germánico. La España sojuzgada por
el Islam durante ocho siglos, hizo surgir de sus entrañas liberadas el proyecto
de un gran destino universal que, en lo político no necesitaba sino asumir las
propias raíces Romanas para transformarse en vocación Imperial. La savia
Católica, por otra parte, ya había impregnado la sociedad con su espíritu de
aventura, la tendencia a intentar lo imposible, el menosprecio de los bienes
materiales, el sentido de la hidalguía, elementos constitutivos del espíritu
caballeresco, un estilo tan propio de la Hispanidad.
Carlos, nieto de los Reyes Católicos, solo hablaba francés y flamenco,
ignorando la lengua española, y estaba rodeado por una camarilla de holandeses
sin el menor sentido Imperial. Sin embargo y a pesar de todo, no fue otro sino
él quien tomó de España la antigua noción de Imperio, y sobre esta base, se
dedicó a construirlo. Cuando estaba a punto de salir de España para dirigirse a
Alemania y ser allí Coronado, hizo ya su primera declaración Imperial. Fue en
las Cortes, precisamente de la Coruña, localidad de donde siglos atrás había
salido Adriano, el gran conductor español del Imperio Romano. Refiriéndose a
dicha declaración, comentó el P. Mota allí presente que Carlos no era un rey
como los demás sino “rey de reyes”, pues su Imperio constituía la continuación
del Romano-Germánico, y así como ayer España había exportado emperadores a
Roma, “ahora viene el Imperio a buscar (otra vez) el emperador a España, y
nuestro rey de España es hecho, por la gracia de Dios, rey de los romanos y
emperador del mundo”. Menéndez Pidal sintetizó así el discurso de Mota: “Este
Imperio no lo acepta Carlos para ganar nuevos reinos, pues le sobran los
heredados que son más y mejores que los de ningún rey; aceptó el Imperio para
cumplir las muy trabajosas obligaciones que implica, para desviar los grandes
males que amenazan la religión cristiana y acometer la empresa contra los
infieles enemigos de la Santa Fe Católica, en la cual entiende, con la ayuda de
Dios, emplear su real persona”. España sería el corazón de dicho Imperio, su
fundamento, su tesoro, su espada.
Desde entonces Carlos se comportó con el gran estilo de un emperador.
Incluso su enfrentamiento con Lutero no careció de ribetes Imperiales. Al día
siguiente de la Dieta de Worms, Carlos V les dijo a los príncipes allí reunidos
que les daría su opinión al respecto. Fue su primera declaración en un
trascendente asunto político, completamente suya, así relatada por el cronista:
“Como descendiente de los cristianísimos Emperadores de la noble nación alemana,
de los Reyes Católicos de España, de los archiduques de Austria y de los duques
de Borgoña, se declaró resuelto a administrar su cargo de defensor de la
Iglesia Católica, de la fe Católica, y de los sagrados usos, ordenamientos y
costumbres, y a proceder contra Lutero por manifiesto hereje”. Ello significaba
la pena para Lutero. Los príncipes le respondieron que acaso sería mejor tratar
de convertirlo. Carlos accedió a discutir, lo cual no opto a que al mismo
tiempo publicase el edicto de Worms, y se transformase en el paladín del
Concilio, buscando el medio de recuperar a los disidentes merced a auténticas
reformas eclesiásticas. Al tiempo que luchaba en defensa de la ortodoxia,
anhelaba que desapareciesen las manchas de la Iglesia, y que en todas las
naciones se llevase a cabo la reforma que ya se había realizado en España. Y
así fue como a pesar de las reticencias de la curia de Roma, el Papa se
resolvió a convocar el Concilio. Trento es obra netamente española. Más allá de
su contenido estrictamente religioso, fue una obra Imperial española. Lo fue no
solo en su aspecto espiritual, sino incluso en sus aspiraciones políticas de
unir a todos los pueblos de Europa bajo el mismo signo Imperial.
Esta es la España que Descubre América. Bien ha escrito Caturelli que no se
trató de un mero “hallazgo”. Hallar es, simplemente, dar con algo, chocar o
topar con una cosa. Por tanto, hallar no significa, necesariamente, descubrir,
aunque descubrir debe siempre suponer hallar. El mero hallar no descubre, no
devela, quedando lo hallado encerrado en su ser que permanece velado. De ahí que,
si fuera comprobado alguna vez que los vikingos llegaron a Groenlandia hacia el
982 y alcanzaron la bahía de Hudson y El Labrador, lo único que se probaría es
que solamente “hallaron”, toparon con algo sin hacerse cargo de su ser y su
sentido, manteniéndolo en su ahistoricidad.
Dos cosas nos trajo España a los del nuevo mundo: el Cristianismo y la
Cristiandad.
La Conquista como
Evangelización
No se puede volver los ojos a los orígenes de América sin tropezar con el
pergamino de las Bulas Pontificias promulgadas por Alejandro VI, por las que
aquel Papa donaba las tierras descubiertas y por descubrir, al tiempo que las
demarcaba con precisión. Es que, tras la noticia del Descubrimiento, los Reyes
Católicos se habían dirigido al Papa con el objeto de plantearle sus dudas
morales acerca de sus derechos para ejercer soberanía sobre las tierras recién
descubiertas. En carta al Papa le habían solicitado la concesión de dicha
soberanía dándole un motivo esencial que el Papa haría suyo como razón principal
de dicha donación, a saber, la tarea de la Evangelización de las tierras
descubiertas y por descubrir.
En la “Inter Caetera”, del 4 de mayo de 1493, señala el Papa que los dos
caracteres propios de la gran empresa son: ante todo, la continuidad natural con
la Cruzada de la Reconquista española concluida con la toma de Granada y de la
cual Colón había sido testigo; además el carácter Misional que asume la persona
del Almirante. Respecto de lo primero, dice el Papa “no dudo en concederos...
aquello con lo cual podáis, con ánimo cada día más fervoroso, proseguir tal
propósito... para honra del mismo Dios y extensión del Imperio Cristiano”.
Respecto del Descubridor, “destinareis al caro hijo Cristóbal Colón varón por
todos conceptos merecedor y el más recomendable y apto para tamaña empresa
(para que) buscara cuidadosamente, por el mar donde hasta ahora no se había
navegado, tierras firmes e islas remotas y desconocidas”. Como se ve, tanto el
espíritu de la Reconquista de España para Cristo como la Misionalidad de Colón,
conllevan el mandato de la Evangelización, a la que los Reyes Católicos están
obligados precisamente en cuanto Católicos; por eso les dice que “tratéis de
proseguir y asumir, en todo y por todo, semejante empresa, con ánimo impulsado
por la fe ortodoxa, como a que queráis y debáis conducir a los pueblos que
habitan tales islas y tierras a recibir la religión Cristiana”. Así comprobamos
que en aquel “ir hacía”, es donde comienza el Descubrimiento. Progresivamente,
se unen el impulso de la Reconquista, la extensión del Imperio Cristiano y la
obligatoriedad de la Evangelización.
Los Reyes Católicos se habían comprometido a la Evangelización de los
Indios. Pero tenían plena conciencia de los obstáculos. Por eso, ocho años
después de las instrucciones a Colón, y cuando éste ya había sido despojado de
todo poder de gobierno, las instrucciones al Gobernador Ovando (1501) recogen
las experiencias, algunas muy amargas, y tratan de controlar el comportamiento
de los españoles. Dada la necesidad de supervivencia, reconocen y permiten el
trabajo obligatorio de los Indios, pagando el salario justo; pero, ante todo,
reafirma que “Nos deseamos que los Indios se conviertan a nuestra Santa Fe
Católica y sus ánimas se salven, porque este es el mayor bien que les podemos
desear, para lo cual es menester que sean informados en las cosas de nuestra
Fe, para que vengan a conocimiento de ella; tendréis mucho cuidado de procurar,
sin les hacer fuerza alguna, cómo los religiosos que allá están los informen y
amonesten para ello con mucho amor, de manera que lo más presto que se pueda se
conviertan...”.
Tal fue la respuesta del Papa a las dudas morales que los Reyes Católicos
le habían planteado acerca de sus derechos. [Sin embargo], el problema moral de
“los justos títulos” siguió acuciando la delicada conciencia de los soberanos.
El único título que los Reyes invocan una y otra vez ante el Papa, y el único
que este acepta, es el declarado propósito Evangelizador. Para quien desconoce
las bases religiosas sobre las que descansaba la conciencia social del Medievo,
perdurante en España, la actitud de los Reyes resulta desconcertante, sino
increíble.
Por supuesto que hubo también intenciones políticas, tanto en Fernando al
pedir las Bulas, como en el Papa al concederlas, pero no se puede negar que
Fernando puso lo mejor de su voluntad para cumplir el mandato Evangelizador de
la Conquista, y Alejandro VI, a pesar de lo turbio de su personalidad, se
apasionó sinceramente por la conquista espiritual del Nuevo Mundo.
Colón, por su parte, fue consciente del sentido religioso de su empresa. En
carta a los Reyes les dice: “La sancta Trinidad movió a Vuestras Altezas a esta
empresa de las Indias y por su infinita bondad hizo a mí mensajero de ellos”.
Se sabía “Cristóforo”, “el que lleva a Cristo”. Desde el 12 de octubre siente
Colón su Descubrimiento como una ampliación del Occidente Cristiano. Por eso a
las tierras que descubre, dice, “la primera que yo falle puse nombre Sant
Salvador”; y a la segunda “puse Santa María de Concepción”. Estaba convencido
de que “toda la Cristiandad debe tomar alegría” ya que tantos pueblos pueden
ser incorporados “a nuestra sancta fe”.
Los Reyes Católicos fueron fieles a su designio. “Nuestra principal
intención -dejó dicho Isabel en su testamento- fue, al tiempo que le suplicamos
al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de
procurar inducir y traer los pueblos de ellas, y los convertir a nuestra Santa
Fe Católica, y enviar a las dichas Islas y tierras firmes, prelados y religiosos,
clérigos y otras personas devotas y temerosas de Dios, para instruir los
vecinos y moradores de ellas a la Fe Católica y los adoctrinar y enseñar buenas
costumbres…”. La Reina cierra ese magnífico documento con una súplica a sus
sucesores “que así lo hagan y cumplan, y sea este su principal fin”. No
resulta, pues, extraño, que en las primeras instrucciones dadas a Colón, antes
de su segundo viaje, se lea: “Sus altezas, deseando que nuestra Santa Fe
Católica sea aumentada y acrecentada, me dan y encargan al Almirante Cristóbal
Colón que por todas las vías y maneras que pudiere procure e trabaje a traer a
los moradores de las dichas Islas y tierra firme a que se conviertan a nuestra
Santa Fe Católica, y para ayuda a ello Sus Altezas envían allí el devoto padre
Fray Buil juntamente con otros religiosos que dicho Almirante consigo ha de
llevar…”. Podemos así afirmar que fue el afán de conversión el que inspiró
principalmente a la España idealista y heroica a la Conquista de América,
entrando en la empresa el misticismo como elemento histórico fundacional. Los
Reyes que así hablaban se encuentran, para gloria nuestra, en las primeras
páginas de la historia de América, suplicando a sus sucesores que cumplieran su
intento como “principal fin” de la Conquista y población de nuestras tierras.
Es cierto que en América encontraron cierto eco desde el comienzo, como
“semillas del Verbo” (Logos spermatikós). Cada cultura se mueve hacia Dios, en
cierta manera. Y así hubo en algunos indígenas cierto conocimiento de Dios y de
verdades naturales que podrían conducirlos a la salvación, esbozos de la idea
de un Dios uno, de la sobrevivencia allende la muerte, semillas de verdad. Pero
al mismo tiempo, grandes obstáculos como la idolatría, el politeísmo, la magia,
etc. Es preciso liberarlos de esos obstáculos mediante la Evangelización. Los
habitantes del Nuevo Mundo debían ser “nuevas criaturas”, exorcizadas y
bautizadas.
Pues bien, como ordenó Fernando en 1511: “Mandamos, y cuanto podemos
encargamos a los de nuestro Consejo de Indias, que, pospuesto todo otro respeto
de aprovechamiento, e interés nuestro, tengan por principal cuidado las cosas
de la Conversión y Doctrina…”. El principal cuidado del Descubrimiento, la
exploración y la Conquista, que deja en segundo plano otros fines,
perfectamente lícitos, siempre que no se transformen en absolutamente primeros
y estén subordinados al fin principal, constituyó como el humus del cual
surgieron dos tipos humanos en cierto modo irrepetibles: el Conquistador y el
Misionero. Entre los primeros Hernán Cortes, Pizarro, y don Pedro de Mendoza en
Argentina, que recibió instrucciones de Carlos V en 1534 de llevar consigo a
religiosos, y de que no haya de ejecutar acción alguna de trascendencia sin la
previa aprobación de los mismos. Así se pasó del Logos spermatikós (semillas
del verbo) al Logos pantós (la plenitud católica de la verdad).
Como resulta obvio, el propósito esencial de la Conquista no se hubiera
alcanzado sin una verdadera compenetración de los dos poderes, el temporal y el
espiritual, simbiosis que no conoce mejor ejemplo en la historia. “El militar
español en América -escribe Ramiro de Maeztu- tenía conciencia de que su función
esencial e importante, era primera solamente en el orden del tiempo, pero que
la acción fundamental era la del misionero que catequizaba a los indios. De
otra parte, el misionero sabía que el soldado y el virrey y el oidor y el alto
funcionario, no perseguían otros fines que los que él mismo buscaba”.
Esto diferencia sustancialmente la Evangelización de América de otras
Evangelizaciones. Francisco Javier, por ejemplo, Misionero sin duda eximio,
predicó incansablemente en la India, campanilla en mano, enseñando la doctrina
y los mandamientos en los idiomas indígenas, trabajosamente aprendidos. Pero a
su labor Misionera le faltó el apoyo de un Gobierno como el Español, el apoyo
del poder temporal. Resulta una constante histórica que solo en aquellas regiones
donde la Evangelización se realizó con la colaboración de los dos poderes, o
mejor, del poder temporal y de la autoridad espiritual, sólo allí hubo
Cristiandades, es decir, pueblos cristianos, como en Filipinas, única nación
del Oriente plenamente Evangelizada. En su magnífica obra “Política Indiana”,
su autor, Solórzano Pereira, comienza la parte que dedica a las cosas
eclesiásticas y al Patronato con esta tajante afirmación: “La conservación y el
aumento de la fe es el fundamento de la monarquía”. El espectáculo de una
Corona al servicio de una Misión tan elevada, no dejó de entusiasmar al erudito
escritor: “Si, según sentencia de Aristóteles, solo al hablar o descubrir algún
arte, ya liberal o mecánico, o alguna piedra, planta y otra cosa, que puede ser
de uso y servicio a los hombres, les debe granjear alabanza, ¿de qué gloria no
serán dignos los que han Descubierto un mundo en que se hallan y encierran tan
innumerables grandezas? Y no es menos estimable el beneficio de este mismo
Descubrimiento habido respecto al propio Mundo Nuevo sino antes de mucho
mayores, pues además de la luz de la Fe que dimos a sus habitantes, de que
luego diré, les hemos puesto en vida sociable y política, desterrando su
barbarismo, trocando en humanas sus costumbres luciferinas y comunicándoles
tantas cosas tan provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro
orbe, Y enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas,
juntarse en pueblos, leer, escribir y otras muchas artes de que antes
totalmente estaban ajenos”.
La España de la Conquista fue un pueblo en Misión. Toda España fue
Evangelizadora en el siglo XVI, lo mismo los reyes que los prelados y soldados.
Todos los españoles del siglo XVI parecen Misioneros.
La Conquista como
Cristiandad
En segundo lugar, España llevó a América la Cristiandad, la hizo
incorporarse a la cristiandad.
Después de la ruptura de la reforma, la Hispanidad de los Reyes Católicos,
del Cardenal Cisneros y de los grandes Austrias, incluida Iberoamérica,
constituía una Cristiandad. Toda la sociedad Hispanoamericana estaba impregnada
del espíritu y la doctrina de la Iglesia y se expresaba en sus leyes, como
puede verse por el admirable monumento de las Leyes de Indias, así como en sus
instituciones tanto peninsulares como americanas, vividos por todas las capas
de la sociedad.
Gonzague de Reynold habla de cinco etapas de la Cristiandad. Primero hubo
una Protocristiandad (ss. I-III), Papas misioneros, catacumbas, Padres
apostólicos. Luego la primera etapa (preparación) con Constantino, Teodosio y
Justiniano. La segunda etapa (base) con Carlomagno. La tercera etapa (ss. X-XI)
con Oton I. La cuarta etapa (s. XII) con el Sacro Imperio. La quinta etapa (s.
XIII) con San Luis. Para Cauterio habría también una sexta etapa de la Cristiandad.
El Imperio Medieval, apresado entre las garras del nominalismo filosófico, del
voluntarismo teológico, del creciente naturalismo político, agoniza sin
remedio, sin embargo, al mismo tiempo, en el extremo occidental de Europa, los
cinco Reinos Ibéricos (“las Españas”) se encaminan hacia su unidad al cabo de
una guerra de ocho siglos. Tras los Reyes Católicos, Carlos V nos aparece como
un discípulo de las ideas de su abuelo Fernando y como heredero de los
profundos sentimientos de Universalidad Cristiana que latían en el corazón de
Isabel, escribe Menéndez Pidal, de Carlos hubo de aprender a su manera Felipe
II, de quien cuenta Gracián que decía reverentemente ante el retablo de
Fernando: “A éste le debemos todo”. En España cuaja la antigua noción Romana del
Imperio que consiste en considerar a todos los hombres como una gran familia.
La Cristiandad Iberoamericana alcanzó su plenitud bajo el reinado de Felipe II.
Refiriéndose el Descubrimiento de América y el propósito Evangelizador,
dijo el Papa actual: “Era el prorrumpir vigoroso de la universalidad querida
por Cristo, como se lee en S. Mateo, para su mensaje. Este, tras el Concilio de
Jerusalén, penetra en la Ecumene helenística del Imperio Romano, se confirma en
la Evangelización de los pueblos Germánicos y eslavos (ahí marcan su influjo
Agustín, Benito, Cirilo y Metodio) y halla su nueva plenitud en el
alumbramiento de la Cristiandad, el Nuevo Mundo”.
Decíamos que Cristiandad era la impregnación del entero orden temporal, la
cultura, la política, la economía. Veamos.
La cultura
Desde el comienzo se advierte el anhelo de “crear cultura”, inseparable de
la Evangelización. En 1544, el Obispo Zumárraga, refiriéndose a la conveniencia
de imprimir la doctrina, aludía al número de Indios capaces de aprovecharse de
la misma “pues hay tantos de ellos que saben leer”, lo que demuestra se había
cumplido la Real Cédula de Fernando, de 1513, por la que se ordenaba que “todos
los hijos de los Caciques se entregaran a la edad de 13 años a los Frailes
Franciscanos, los cuales les enseñaran a leer, escribir y la doctrina”. Treinta
años después haría necesaria la instalación de una imprenta, destinada a
publicar libros para estos nuevos lectores. En 1552 un Concilio de Lima
ordenaba a los clérigos tuvieran “por muy encomendadas las escuelas de los
muchachos... y en ellas se enseñe a leer, y a escribir, y lo demás”.
La labor de enseñar a leer y escribir a los Indios fue verdaderamente
ardua. Primero los Misioneros debieron aprender la lengua de los naturales,
para poder elaborar vocabularios y gramáticas que hicieran posible dicha
docencia. Las gramáticas, sermonarios y prácticas de confesionario que en los
idiomas indígenas escribieron los religiosos son tan numerosos e importantes
que bastan para constituir un monumento filológico sin par. La lingüística
adquirió así una función netamente Evangelizadora.
El lenguaje temporal expresaba el estadio propio de la conciencia indígena
y en él habla de “encarnarse” el Verbo, “habitar” y hacerse Indio. Solamente
así había de desmitificar su mundo y, asumiéndolo, transfigurarlo en su nuevo
ser Cristiano. El Misionero, que se expresaba en un lenguaje temporal
alfabético desde hacía milenios, tenía ante sí un doble cometido: debía
aprender el lenguaje prealfabético del indio y, al mismo tiempo, con el
propósito de fijar la doctrina, debía “encarnar”, verter, traducir el mensaje
en la propia lengua indígena. Sobre todo este último propósito produjo un
fenómeno extraordinario e irreversible sobre el cual no se ha llamado
suficientemente la atención, como lo señala Caturelli: “hizo ingresar casi de
golpe la lengua indígena al estadio alfabético, dando origen así al fonetismo
completo de las milenarias escrituras precolombinas. Un verdadero mestizaje
cultural”.
Los primeros encuentros fueron con gestos, mímica, ademanes, señas. Así se
entendió Colón con algunos caciques. Pero el problema era insuperable mientras
no se aprendiera la lengua, cuando lo que se quería transmitir era nada menos
que las verdades elementales de la Revelación Cristiana. Al principio, como los
indígenas los veían gesticular así, tenían a los Misioneros por enfermos o por
locos. Ello demuestra la heroica urgencia por la Evangelización de los primeros
Misioneros atacados por la “locura de Cristo”. Sin embargo, era menester buscar
medios más eficaces para la “encarnación” de la Palabra. Si la fe entra al
oído, y el oído debe escuchar la palabra de la predicación, era necesario
aprender la lengua.
Entre nosotros es el P. Guillermo Furlong quien mejor ha estudiado la obra educadora
de España en América, ampliamente diversificada. Había primero, dice, una
instrucción hogareña, en las casas de las familias pudientes, de los
encomenderos; luego una instrucción conventual, ya que casi todos los conventos
tenían escuela aneja; instrucción en parroquias; instrucción particular, en
colegios especiales; instrucción misionera, como en las reducciones de
indígenas.
En lo que respecta a la enseñanza superior, la Corona de España así
dictaminaba: “Para servir a Dios nuestro Señor y bien público de nuestro Reino,
conviene que nuestros vasallos súbditos y naturales, tengan en ellos
Universidades y estudios Generales donde sean instruidos y graduados en todas
las ciencias y facultades, y por el mucho amor y voluntad que tenemos de honrar
y favorecer a los de nuestras Indias, y desterrar de ellas las tinieblas de la
ignorancia, criamos, fundamos y constituimos en la ciudad de Lima de los Reinos
del Perú y en la ciudad de Méjico de la Nueva España, Universidades, y estudios
generales, y tenemos por bien y concedemos a todas las personas que en las
dichas Universidades fueran graduadas, que gocen en nuestras Indias, Islas y Tierras
Firmes del Océano, de las libertades y franquicias de que gozan en estos Reinos
los que se gradúan en la Universidad y estudios de Salamanca”.
Ya en 1538, es decir, 46 años después del Descubrimiento, se fundaba la
Universidad Real y Pontificia de Santo Domingo; en 1551 las de Lima y Méjico, a
cuyo decreto de fundación acabamos de aludir; en 1573 la de Santa Fe en Bogotá,
etc. Y así, el siglo XVI, el primer siglo de la Presencia de España en América,
veía la aparición de numerosas Universidades, alcanzando la vida intelectual un
apogeo que luego nunca igualó. En 1613 se fundó la primera Universidad en
territorio argentino, la de Córdoba.
En nuestra tierra esa educación fue profunda. Sabemos que Santa Fe contaba
con escuela desde 1581, Santiago del Estero desde 1585, Corrientes desde 1602.
Córdoba y Buenos Aires desde mucho antes. Asimismo, poco a poco se
establecieron los estudios secundarios y finalmente los universitarios. Durante
los siglos XVII y XVIII las escuelas se multiplicaron en la Argentina de manera
asombrosa, al punto que el analfabetismo fue escaso o nulo. Las bibliotecas
particulares que han podido ser reconstruidas revela que el grado de cultura de
las clases superiores fue realmente de categoría. La decadencia comenzaría a
partir de 1806, en coincidencia con el hecho de las Invasiones Inglesas.
Ecos de esa cultura popular han llegado hasta nosotros gracias sobre todo
al ímprobo esfuerzo de Juan Alfonso Carrizo, quien logró reunir en diversos
volúmenes las viejas canciones de nuestra tierra. La poesía de nuestro pueblo
fue un estupendo trasplante del cancionero español, un transplante cultural.
Los hombres de la Conquista trajeron en sus labios cantares de los siglos XVI y
XVII, y los volcaron acá. El natural los oyó y los cantó, porque la religión y
la común cultura habían realizado hacer de unos y otros un mismo pueblo.
Carrizo recuerda que en 1931 oyó cantar en la Puna de Atacama, a cuatro mil
metros de altura, a unos pastores que llevaban un ataúd en medio de la nieve:
“¡Señor San Ignacio, - alférez mayor, - llevas la bandera - delante de Dios!”.
Los centenares de poemas de elevada belleza teológica que Carrizo ha
recopilado, digna de los Autos sacramentales, nos muestra el acervo cultural
con que España supo impregnar a nuestro pueblo sencillo. Se podría repetir
también aquí aquello que dijera Chesterton tras visitar unos pueblitos de
Castilla: “¡Dios mío, qué cultos estos analfabetos!”. Las coplas son
admirables: “El rico no piensa en Dios - por pensar en sus caudales; - pierde
los bienes eternos - por los bienes temporales”. Era la cultura Evangelizada, o
lo que ahora se ha dado en llamar “la Evangelización de la cultura”.
La política
Asimismo, el Evangelio impregnó el campo de la política. La política se
basa en la amistad. “En Cristo no hay Indio ni Griego, bárbaro ni escita, sino
solamente la nueva criatura que por el conocimiento de Dios se renueva conforme
a la imagen de aquel que la crió” (Col 3, 1c).
El caballero-conquistador fue, además, fundador, como ejecutor, más o menos
fiel, de España fundadora. El acto de Descubrimiento inicial y progresivo
implicaba no solamente el fin principal de la Evangelización, sino el de la
fundación, también progresiva, de un Nuevo Mundo. Por eso, desde el principio,
en lo inmediato el Conquistador, mediatamente España, ejercieron en diversos
sentidos un acto fundacional. Fundar viene de fundus, base. Fundar es poner la
base, es asentar y también erigir, cimentar sólidamente. Mediante el mestizaje,
la erección de ciudades, el establecimiento de las instituciones de gobierno,
España funda la polis. Funda en fusión con el mundo precolombino. Fundación es
también, en este caso, nacimiento de algo nuevo, distinto, original, enraizado
en la tradición greco-romana-ibérica y católica sobre lo originario. Por eso no
puede negarse a España la maternidad histórica respecto de América.
Las autoridades políticas, existían allende y aquende el Océano. Dos
fundamentales en España, la Casa de Contratación de Sevilla (erigida en 1503),
que regulaba el despacho de navíos, y el Real Consejo de Indias (fundado en
1519), organismo referido tanto a lo civil como a lo religioso. En Indias, los
Virreyes; las Reales Audiencias para la justicia; los Gobernadores, que cuando
cumplían a la vez funciones militares se llamaban Capitanes Generales, y cuando
estas funciones les eran conferidas desde su designación, Adelantados. Por fin
los Cabildos, institución de fundamental importancia por su representatividad
social. El mismo día de la fundación de una ciudad se creaba el Cabildo (con
sus Alcaldes, no más de dos, y regidores, entre 6 y 12). Se trataba, en
realidad, del antiguo municipio romano, persistente durante la reconquista de
las ciudades españolas y trasplantado a América con el mismo sentido de
representatividad política que recuerde al carácter de la antigua polis griega.
Pero con una diferencia propiamente “americana”: incluía un distrito suburbano
inmenso. A pesar de las vicisitudes que, a lo largo de la historia, hubieron de
sufrir los Cabildos, ellos fueron, en el orden social y político, no sólo la
base de las futuras provincias de las naciones iberoamericanas, sino el “lugar”
físico, espiritual y moral de toda la vida política, y del “federalismo”
americano, heredero del autonomismo de las ciudades de Castilla y Aragón.
El proyecto religioso y cultural de España dejó sus huellas asimismo en el
ámbito de la política, logrando entre nosotros una encarnación admirable en la
figura de Hernando Arias de Saavedra. España no vaciló en mezclar su sangre con
la sangre ardiente del nativo, dando así origen al hombre de la tierra. En
nuestras zonas el ejemplo del Adelantado Domínguez Martínez de Irala, el
primero en desposar a la India, haciendo respetar la descendencia habida de
ella -casó sus hijas con los capitanes más distinguidos de la Conquista-, fue
seguido ampliamente por sus compañeros. Y así aparecieron las familias criollas
y mestizas, una nueva aristocracia brotada de la tierra, a cuyos miembros
Felipe II no trepidó en conceder el título de hidalgos. El nacido de la tierra
virgen, heredero de la tradicional caballerosidad española, en constante
batallar con la selva y el Indio, aprendió a dominar diestramente el caballo,
el lazo y las boleadoras; fue ese tipo de hombre sufrido, menospreciador de las
cosas materiales, ajeno a la Epidemia del oro. Don Quijote, afirma R. de
Maeztu, encontró su Prolongación en Martín Fierro y Don Segundo Sombra.
Hernando Arias es el representante genuino de este nuevo tipo de hombre.
Paraguay fue quizás el primer lugar de América donde el nacido de la tierra
alcanzó a tomar el poder en la persona de Hernando Arias. Nació en Asunción, en
el año 1560, de dos familias de la nobleza hispánica; su padre, Suarez de
Toledo, pertenecía a la raza de los conquistados; su madre, de Sanabria y
Calderón, era una mujer de temple indomable; su hermanastro, don Hernando de
Trejo, el primer Obispo criollo del Tucumán propulsor de la Universidad de
Córdoba.
Elegido reiteradamente como Gobernador del Paraguay, tuvo, Hernando Arias,
el temple de un auténtico Conquistador, victorioso en innumerables batallas,
con lo que hizo posible la navegación sin sobresaltos desde Asunción hasta el
Río de la Plata. Enfrentó así mismo con notable clarividencia y arrojo la
Penetración portuguesa en Buenos Aires y el Paraguay. Pero fue al mismo tiempo
un juez ejemplar. Según la vieja tradición Hispánica, la justicia no se reducía
como ahora a la aplicación casi automática de determinado artículo de cierta
ley a cierto caso concreto, sino que, en cada alegato, en cada sentencia, los
jueces se remontaban a las fuentes mismas de la moral y el derecho. Cada
administrador de la justicia se sentía en alguna forma revestido de la dignidad
del legislador, porque en cada dictamen apelaba de la letra de la ley al
espíritu y propósito que la inspiraron. Habían aprendido de S. Tomás que la ley
había de ser justa, y la ley que no es justa no es ley, sino iniquidad.
Hernando Arias fue un juez de ese estilo, velando por la aplicación de la
justicia en todos los campos y particularmente en el ámbito de las encomiendas.
Solórzano ha explicado bien lo que realmente fueron las encomiendas,
destruyendo la leyenda que quiso contraponer la bondad y abnegación de los
misioneros a la codicia y crueldad de los encomenderos. La encomienda fueron
nuestro modo de feudalismo, es decir, una escuela de vida y de honor, al mismo
tiempo que el brazo secular para el adoctrinamiento de los Indios. Hernando
Arias salió al paso de los excesos de algunos encomenderos legislando al
respecto admirablemente.
Propulsó así mismo la cultura y en este sentido fue un verdadero educador.
No sólo fundó numerosos colegios sino que sobre todo trató de elevar al Indio a
la vez que contribuyó a su Evangelización, colaborando para ello estrechamente
con Martín Ignacio de Loyola, sobrino de S. Ignacio y Obispo de Asunción, y más
aún con el Franciscano Fray Luis Bolaños, su amigo predilecto, con quien inició
la instalación de los primeros pueblos de Indios, labor para la que luego llamó
también a los Jesuitas, quienes llevarían a cabo esa obra de arte de la
pastoral que fueron las Reducciones Guaraníticas. Gracias a Hernando Arias se
fundaron numerosas poblaciones, desde S. Ignacio Guazú, en la actual Paraguay,
hasta Baradero, en la actual provincia de Buenos Aires. Rara era la carta que no
insistiera ante el monarca -nada menos que Felipe II, en ocasiones-, para que
enviara más religiosos en pro de tan ardua labor. Numerosos testimonios
certifican que regalaban de su propio pecunio campanas, retablos, etc. Y al
mejor estilo de los señores Medievales consideró un timbre de gloria edificar
templos para la honra de Dios y la santificación de las almas.
El día en que se adecente nuestra galería de Próceres, Hernando Arias
figurará allí como uno de los más nobles. Cuarenta años de guerra, en un campo
que tuvo por escenario la selva Paraguaya y la extensa pampa Argentina,
recorrida sin descanso, conociendo toda la gema de los sufrimientos físicos:
desde las heridas en el combate hasta la fiebre del pantano que le desfiguró el
rostro y le quitó el sentido de la audición -así como de los sufrimientos
morales-, desde la crítica de conventillo hasta la calumnia de gran nivel.
Protector de ciudades, colaboró activamente en la fundación de Buenos Aires -no
olvidemos que estaba casado con la hija de Juan de Garay, Concepción del
Bermejo y Vera de las Siete Corrientes-. Defensor celoso de las fronteras
frente al agresor portugués, sólo desenvainó su espada para defender las buenas
causas; en los paréntesis de sus luchas no tenía reparos en tomar las herramientas
del albañil para colaborar en la construcción de una iglesia, un hospital o una
escuela. Ningún personaje de la Conquista reúne como Hernando Arias las
admirables dotes de la virtud heroica en más alto grado, juntamente con las
cualidades distintivas del estadista. Y todo ello en admirable equilibrio. Fue
caudillo, soldado, Gobernador y juez, tan amado que, según se decía en una
carta firmada en 1610 por los capitulares de Asunción, “no hay viejo ni mozo
que no lo tenga representado en el alma, padre verdadero de la tierra”. Un
auténtico caballero, encarnación misma de la Hispanidad en el campo político.
La economía
Si se quita la intención Evangelizadora, la Conquista de América aparece -y
así se ha querido reiteradamente mostrar- como el caso de un pueblo poderoso
que se enfrenta con pueblos débiles, los vence, los explota lo más posible, y
de este modo acrecienta el patrimonio de la Corona y las posibilidades
mercantilistas de la Metrópoli. En una concepción semejante, los aspectos
religiosos pasan a ser anecdóticos, o también expresión del “atraso secular” de
España.
La especificidad de la Conquista española resplandece cuando se la compara
con la colonización británica. Vicente Sierra lo ha señalado con claridad.
Resumamos lo principal de su desarrollo. La historia nos muestra cómo España
incorporó Provincias, Inglaterra instauró colonias. Esto cobra evidencia en
algo bien concreto y hasta sintomático: la colonización inglesa fue siempre
costera, instalando factorías junto al mar, la española es preferentemente
mediterránea. Basta ver el mapa de nuestra Patria y la ubicación de sus
ciudades antiguas, y compararlo con el mapa político de la India, por ejemplo.
Sólo España se transfundió de veras, penetró las selvas, atravesó las montañas;
a todos buscó para anunciar la buena nueva. La colonización inglesa no se
dirigió al hombre para elevarlo sino en vista de posibles negocios.
Ello explica por qué Inglaterra, cuando necesito salir de la metrópoli e
iniciar su política colonial, no intentó transmitir a sus nuevos súbditos las
líneas esenciales de su espíritu y de su cultura, y mucho menos difundir sus
ideas religiosas, por eso durante largo tiempo no llevó misioneros consigo.
Inglaterra condujo adelante su tarea con ausencia de controles religiosos o
éticos, lo que permitió la eclosión de la mentalidad capitalista: en vez del
“justo precio”, noción anclada en la visión tomista y católica, la búsqueda de
gananciales cuanto más mejor, sobre la base de un nuevo tipo de ascetismo de
carácter laico, basado en el hedonismo. Cuando Montesquieu, apóstol del
liberalismo, sobre el cual tanto influyeron las ideas británicas, se refiere a
la significación de la actividad colonial, enseña: “El objeto de colonias es
hacer el comercio en mejores condiciones que con los pueblos vecinos, con los
cuales todas las ventajas son recíprocas”. Hay en todo esto un claro influjo de
las ideas calvinistas, con su exaltación del trabajo y del consiguiente beneficio.
La obtención de riquezas comienza a ser un fin, e incluso un signo de
predilección divina, mientras que la pobreza es considerada como un signo de
fracaso, hasta de castigo divino. Por eso no hay que extrañarse que el
desarrollo económico haya sido mayor en los países protestantes que en los
católicos. El espíritu del capitalismo liberal habría sido imposible con una
Iglesia Católica fuerte porque ella nunca consideró la economía como un
menester ajeno a la moral. La influencia de la reforma, especialmente en su
versión calvinista, sobre las ideas políticas abrió paso al liberalismo
económico, y este rompió el equilibrio de la Cristiandad en pro de la obtención
de ganancias. En adelante el fin primario sería crear y acumular riquezas.
España, signada por la contrarreforma, está en las antípodas de Inglaterra.
La contrarreforma no fue sólo una reacción negativa contra la herejía, sino la
decisión de superar las tendencias paganizantes del Renacimiento que
condicionaban a vastos sectores eclesiásticos, para restaurar el primado
religioso, una vez liberada la Iglesia de los dos grandes peligros del momento,
la herejía de la mundanización [y] enfrentar el desafío de los tiempos nuevos.
Inglaterra y España, son dos universos morales. Cuando Inglaterra canta el
comercio de esclavos “que eleva hasta la pasión el espíritu de empresa
comercial, forma excelentes marinos, y produce enormemente dinero”, España goza
con los Autos sacramentales. Son dos mundos distintos, quizás con la diferencia
que media entre la cosmovisión del mundo moderno y la de la Cristiandad. Por
eso mientras Inglaterra disminuye al máximo los días de fiestas religiosas, en
aras de la productividad, España castiga severamente a los encomenderos que los
violan. Este diverso concepto de las festividades muestra gráficamente la
diferente manera con que la reforma y la contrarreforma encaran la existencia.
Frente a una Inglaterra que en ocasiones entregó directamente a compañías
Comerciales la soberanía política de las zonas de colonización, España insistió
una y otra vez sobre el justo precio, tratando de poner en contacto directo al
productor y al consumidor. La teoría del justo precio no es sino la aplicación
del carácter Evangelizador de la Conquista al área economía.
No es que España se desinteresase completamente de la economía. Porque
podría parecer que el hecho de servir a un ideal absoluto, implicase el
desprecio por los ideales relativos de riquezas o placeres con que otros se
satisfacen. No fue así, ya que un absolutismo que excluyese de sus miras lo
relativo y lo cotidiano, sería menos absoluto que el que logra incluirlos. Sólo
que la visión Hispánica consideraba relativo a lo relativo y absoluto a lo
absoluto.
La expresión de Franklin “time is money”, no debe ser tomada a la ligera porque
en esa concepción del mundo y de la vida, el tiempo donde el hombre cumple su
esfuerzo y ruge el león de la competencia, debe conducir al “oro” del poder
terreno. Este espíritu es la antítesis de la España tradicional y lo
contradictorio del espíritu Iberoamericano. La futura declaración de la
Independencia (1776) y la imponente expansión territorial posterior, en buena
parte a costa de Méjico (1848), pone las bases del hijo predilecto de aquella
Inglaterra. Si se piensa que, de los 65 firmantes de la declaración de la
Independencia, 53 eran Masones, se comprende porque el mito iluminista del
progreso indefinido con cierto sentido de soteriología terrena, ha sido y es la
médula misma de los Estados Unidos. Según Ratzinger la democracia de América
está radicada en la “concepción Protestante del hombre y del mundo”.
Pero volvamos a nuestra comparación entre Inglaterra y España. Inglaterra y
España respondían, por cierto, a las directivas de sus respectivas metrópolis.
Es evidente que, de la España de la Reconquista, de la contrarreforma, de los
Autos Sacramentales, del Concilio de Trento, de la Compañía de Jesús, de
Vitoria, no podía surgir una mera colonización económica sino una Misión; así
como de la Inglaterra Puritana, de los saqueos a los bienes de la Iglesia, de
los piratas y corsarios, de la “economía política”, no podía salir una Misión
sino una colonización.
Por cierto que tanto Fernando como sus sucesores se preocuparon también por
importar oro de sus Provincias de ultramar, ya que, como ordenaba el primero,
“que ningún oro esté allá holgando en ningún tiempo”. Los necesitaban para sus
necesidades internas, así como para costear la misma Evangelización y promoción
de las nuevas tierras. Para ello Fernando fundó la Casa de Contratación, pero
en modo alguno la concibió como totalmente independiente de la realidad
espiritual de la España de entonces, de la España de las Bulas Misionales.
Cuando en 1511 reunió a los miembros del Consejo de Indias para referirse a ese
tema, se expresó en los siguientes términos: “Siendo la obligación y cargo, con
que somos Señor de las Indias, ninguna cosa deseamos más que la publicación y
ampliación de la Ley Evangélica, y la conversión de los Indios a nuestra Santa
Fe Católica. Y porque a esto, como al principal intento que tenemos, aderezamos
nuestros pensamientos y cuidados: Mandamos, y cuanto podemos, encargamos a los
de nuestro Consejo de las Indias, que pospuesto todo otro respeto de
aprovechamiento, e interesse nuestro, tengan por Principal cuidado las cosas de
la Conversión y Doctrina, y sobre todo se desvelen y ocupen con todas sus
fuerzas y entendimiento en proveer ministros suficientes para ello... De manera
que cumpliendo Nos en esta parte, que tanto nos obliga, y a que tanto deseamos
satisfacer, los de dicho Consejo descargarán sus conciencias, pues con ellos
descargamos Nos la nuestra”. La posición es clara: hay que ocuparse, como
resulta obvio, de los problemas económicos, pero ante la labor Misional es
preciso posponer “todo otro respeto de aprovechamiento e interesse nuestro”,
pues el principal “y final deseo e intento” es la conversión y adoctrinamiento
de los Indios.
Un caso concreto tipifica dicha tesitura sin equívoco posible. Cuando en
cierta ocasión los cortesanos le dijeron a Felipe II que la Conquista de las
Filipinas costaba mucho dinero sin rendir nada en cambio, el adusto rey repuso:
“Si no bastaren las rentas de Filipinas y de Nueva España a mantener una
ermita, si más no hubiere, que conservara el nombre y veneración de Jesucristo,
enviaría las de España con que prorrogar el Evangelio... No se ponga ningún
motivo que toque interesse, sino los más universales”. ¿A qué “universales” se
refiere? Lo había dicho poco antes: “la concesión pontificia de aquellas
tierras para Evangelizar”.
Naturalmente que no todo fue trigo limpio. Hubo bandidos, estafadores,
mercaderes inescrupulosos, explotadores. Pero, como escribe Ramiro de Maeztu,
“aunque es muy cierto que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas,
que Herriot recientemente ha querido distinguir, diciendo que era la una la del
Greco, con su misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y la otra de
Goya, con su realismo y su afición a la 'canalla', y que pudieran llamarse
también la España de Don Quijote y la de Sancho, la del espíritu y la de la
materia, la verdad es que las dos no sin sino una, y toda la cuestión se reduce
a determinar quién debe gobernar si los suspiros o los eructos”. O Felipe o
Felipillo...
Nuestro desgaje de España
¿Cómo puede ser entendido nuestro desgaje del tronco hispánico, nuestra
separación política de España? Es que la España del s. XIX ya no era la de los
Reyes Católicos, ni la de Carlos V o Felipe II. Como bien dice de Maeztu, “de
las incertidumbres hispanoamericanas del s. XIX tiene la culpa el escepticismo
español del s. XVIII”.
La España de aquel siglo conoció una gran decadencia. Ante todo en la
monarquía. Ya desde la introducción de la casa de Borbón, a comienzos del s.
XVIII, comenzó un Proceso de ablandamiento que se ahondaría trágicamente en el
siglo siguiente.
Decadencia asimismo en la aristocracia. El hidalgo de los siglos XVI y XVII
recibía una educación severa y disciplinada de modo que el pueblo recibía de
buena gana su superioridad, pero cuando dicha educación se hizo notoriamente
muelle, y al espíritu de servicio sucedió el de privilegio, como dice de
Maeztu, y los caballeros se convirtieron en señores primeros, y en señoritos
después, no es extraño que el pueblo les perdiera el respeto. En la segunda
mitad del s. XVIII gobernaron aristócratas masones, cuyo propósito último era
dejar a España sin religión. Por supuesto que la impiedad no entró en España
blandiendo ostensiblemente sus principios, sino en secreto. Durante muchas
décadas los nobles siguieron rezando su Rosario. Pero empezaron por envidiar el
fasto y la pujanza de las naciones extranjeras, principalmente si eran
protestantes: de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de los encajes
y lujos de Versalles. Después se asomaron en actitud acoquinada a los autores
extranjeros, comenzando por el antihispanista Montesquieu, hasta llegar a
experimentar vergüenza por la gesta Evangelizadora de los Habsburgos.
España siempre se había caracterizado por exaltar el auténtico humanismo.
Cuando en 1509, Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, no les dijo a los
Indios que los hidalgos leoneses eran de una raza superior, sino esto: “Dios
nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo, la tierra, un hombre y una
mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en
el mundo, descendemos”. A los ojos del español antiguo, todo hombre, cualquiera
que fuese su posición social, su carácter o nación, era siempre un hombre. Este
humanismo clásico era de origen religioso, es la doctrina del hombre que enseña
la Iglesia, pero penetró tan profundamente en las conciencias de los españoles,
que todos lo aceptaron como algo obvio. En cambio ahora se iba introduciendo el
nuevo humanismo, el del Renacimiento que resucitaba el viejo criterio de
Protágoras según el cual el hombre es la medida de todas las cosas. Bueno es lo
que al hombre la perece bueno, lo que le es verdadero, lo que cree verdadero,
lo que le satisface. La verdad y el bien perdieron su condición de
trascendentales para troncarse en relatividades, solo existentes en relación al
hombre. Y el Español es siempre tajante: o cree en valores absolutos o deja de
creer totalmente, como si para él hubiese sido hecho el lema de Dostoiewski: o
el valor absoluto o la nada absoluta. Cortose así la tradición Ibérica, en pro
del inmanentismo iluminista del siglo XVIII, que corrompió el alma de España,
disolviéndose la visión de la temporalidad histórica Cristiana en la del
temporalismo secularizante propia del liberalismo iluminista. Al absolutizar
los valores seculares, la nación Misionera acabó por negarse a sí misma, el
Imperio se trocó en metrópoli de colonias.
Quizás uno de los hechos más trágicos, grávidos de consecuencias del siglo
XVIII, fue la expulsión de la Compañía de Jesús de todas las naciones de
Europa. Intereses bastardos, como la avaricia del marqués de Pombal, que quería
explotar, en sociedad con los Ingleses, las Misiones Guaraníticas de la orilla
izquierda del río Uruguay, y al amor propio de la marquesa de Pompadur, que no
podía perdonar a los Jesuitas se negasen a reconocerle en la corte una posición
oficial, cual querida de Luis XV, fueron los métodos que utilizaron los
jansenistas y los “filósofos” para atacar a la Compañía. El conde de Aranda los
ayudó desde España. “Hay que empezar por los Jesuitas como los más valientes”,
escribía D'Alembert a Chatolai. Y Voltaire a Helvecio, en 1761: “Destruidos los
Jesuitas, venceremos a la infame”. La infame, para él, era la Iglesia. El hecho
es que la expulsión de los Jesuitas de todas las tierras dependientes de la
corona Española produjo en numerosas familias criollas un sentimiento de
profunda aversión para con la Madre Patria.
Por su parte, se avergonzaba más y más de sí misma. Si en el siglo pasado
Castelar pudo escribir: “No hay nada más espantoso, ni más abominable, que
aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el
planeta”, hemos de pensar que ya en el siglo XVIII los propios funcionarios
españoles, contagiados por las pasiones de la Enciclopedia, empezaron a
propagar tales ideas deprimentes. Y así Ramiro de Maeztu pudo llegar a afirmar
taxativamente que fue de España de donde salió la separación de América. La
crisis de la Hispanidad se originó en España. En los camarotes de los barcos
españoles viajaban ahora los libros de la Enciclopedia francesa. La Casa
borbónica propiciaba un nuevo proyecto basado en los negocios y la explotación
de los recursos. Las Indias dejaron de ser así el escenario donde se realizaba
un gran intento Evangélico para convertirse en codiciable patrimonio.
Un erudito inglés, Cecil Jane, desarrolla no hace mucho la tesis de que la
separación de América se debió a la extrañeza que a los criollos produjeron las
novedades introducidas en el gobierno de nuestros países por los virreyes y
gobernadores del siglo XVIII, destruyendo el fundamento mismo de la lealtad
americana. “Desde ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con
España, no porque fuese odiado el Gobierno español, sino porque parecía que el
Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre”. Algo semejante
afirmó entre nosotros Juan Manuel de Rosas y su ministro Anchorena.
La mayor responsabilidad recae, pues, sobre la España Gobernante en
general, al renegar de sí misma con la esperanza de agradar a las naciones
enemigas y sobre todo a Francia. Sintomático es, en este sentido, lo que Aranda
escribía a Floridablanca en 1776: “Rousseau me dice que, continuando España
así, dará la ley a todas las naciones, y aunque no es ningún doctor de la
Iglesia, debe tenerle por conocedor del corazón humano, y yo estimo mucho su
juicio”. Generaciones sucesivas de españoles se fueron educando en la vergüenza
de ser español, en la envidia a la Francia revolucionaria, y en la más supina
ignorancia del sentido de la gesta americana. Según el estudioso ingles antes
citado, en las guerras de la independencia los hispanoamericanos combatieron en
buena parte por los principios españoles de los siglos XVI y XVII contra las
ideas de superioridad peninsular y de explotación económica que llevaron a
América los virreyes y funcionarios de Fernando VI y Carlos III. La situación
queda caracterizada en un hecho que no deja de ser llamativo: Morillo, el
general de Fernando VII, era volteriano, y Bolívar, en cambio, aunque iniciado
en la masonería cuando joven, proclamaba en Colombia en 1827: “La unión del
incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza”. Por
cierto que algunos revolucionarios de América, educados en el espíritu de la
Revolución francesa, y que están en el origen del partido unitario, hubieran
podido hacer suya aquella frase de un francés de aquel tiempo: “Vous n'êtes pas
les fils de l'aspagne; vous êtes les fils de la Revolution française” (“Ustedes
no son los hijos de España; ustedes son los hijos de la Revolución francesa”).
Pero también hubiesen podido repetirla numerosos españoles, que gozaban oyendo
la Marsellesa, el primer himno que no nombra a Dios.
El destino de
Iberoamérica
Hace poco se han celebrado los 500 años del Descubrimiento de América.
Muchos trataron de darle a la gesta una interpretación torva y siniestra,
mediante la exhumación de los vacuos prejuicio empleados por la “leyenda
negra”. Interesante resulta recordar a este respecto que fue el español Julián Juderías
quien publicó, en 1914, la primera edición de “La Leyenda Negra”,
paradójicamente inspirado en un sentimiento patriótico. Había llegado a la
conclusión de que los prejuicios Protestantes primeros, y revolucionarios
después, crearon y mantuvieron la leyenda de una “España inquisitorial
ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos”, lo mismo
ahora que antes; y como esas ideas ofendían su patriotismo escribió su obra con
el propósito de mostrar que los españoles sólo habían sido intolerantes y
fanáticos cuando los demás pueblos de Europa también habían sido tales, y que
se debía estudiar a España sin fobias y prevenciones.
Frente a ello, hay que salir por los fueros de la verdad conculcada,
evocando a la reconstrucción de lo destruido. Es preciso rehacer la hispanidad.
Como bien dijo Ramiro de Maeztu, “la obra de España, lejos de ser ruinas y
polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia de Barcelona, o la
Almudena de Madrid, o si se quiere, una flecha caída a mitad de camino, que
espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida,
que está pidiendo los músicos que sepan continuarla”.
Se va haciendo cada vez más apremiante volver a descubrir a América, es
decir, quitarle sus maquillajes, sus disfraces y máscaras falaces, para poder
reencontrar su verdadera esencia. Afirma de Maeztu que, por desgracia, la mayor
parte de los países de Hispanoamérica parecen tener ahora dos patrias ideales,
aparte de la suya. La una es Rusia soviética; la otra, los Estados Unidos. Son
los dos grandes señuelos actuales. Para las masas, los obreros, los
universitarios de izquierda, la revolución bolchevique; para los políticos y
los economistas, los empréstitos norteamericanos. O el culto de la revolución o
la adoración del bienestar. Dividida su alma por estos ideales antagónicos,
ambos exóticos, extranjeros a su alma, los pueblos Hispánicos no hallarán
sosiego sino cuando se reencuentren con su vocación inicial, cuando retornen a
su centro de gravedad, que es la Hispanidad. “Noli foras ire -decía Ganivet,
parafraseando a S. Agustín-; in interiore Hispanae habitat veritas”. (“No
busques fuera; en el interior de España habita la verdad”). ¿Porque los pueblos
hispánicos estamos tan exangües y deslucidos, pesando tan poco en el concierto
universal de las naciones? Porque hemos dado la espalda a las fuentes. Buscando
ser originales, acabamos por perder nuestra originalidad. Porque lo original
¿no es acaso lo originario?
Habría que actualizar lo de Maeztu. Desaparecida la Unión Soviética, solo
parece quedar el NOM (Nuevo Orden Mundial). Frente a él nuestro bloque. No
Panamericanismo, ni Latinoamericanismo, ni Indoamericanismo. Los argentinos
hemos de ser más argentinos; los colombianos más colombianos. Y no lo lograremos
sino somos a la vez más Hispánicos, pues la Argentina y Colombia son, es
cierto, nuestras respectivas tierras, pero la Hispanidad es nuestra común raíz
espiritual, lo mismo que la condición de nuestra presencia peculiar en el
mundo. Debemos retomar la antorcha de nuestra Misión, una Misión interrumpida
por el espíritu de la Revolución moderna, de la Revolución anticristiana,
retomar las esencias de los siglos XVI y XVII: su mística, su religión, su
moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora, para
proyectarnos a la construcción de un futuro mejor. Se trata de una obra a medio
hacer, de una misión inacabada.
Los últimos Papas nos incitan a ello. Pio XII dijo a España: “España tiene
una misión altísima que cumplir. Pero solamente será digna de ella si logra
totalmente de nuevo encontrarse a ella misma en su espíritu tradicional y en
aquella unidad que solo sobre tal espíritu puede fundarse. Nos alimentamos, por
lo que se refiere a España, un solo deseo: verla una y gloriosa, alzando en su
mano poderosa una Cruz rodeada por todo este mundo que, gracias principalmente
a ella, piensa y reza en castellano, y proponerla después como ejemplo del
poder restaurador, vivificador y educador de una fe...”.
Juan Pablo II: llama a Iberoamérica, “continente de la esperanza”
Dice el Papa: “Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde
Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte.
Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores
auténticos que hicieron gloriosa tu Historia y benéfica tu presencia en los
demás continentes”. Evidente que esta “presencia benéfica” ha sido la
Evangelización de América. Y en un discurso sobre el V Centenario pronunciado
en Salta, a la luz del mandato de Cristo de ir a Evangelizar a todos los
pueblos, recordó el encuentro entre los primeros españoles y el mundo
precolombino, del cual “ha nacido vuestra cultura, vivificada por la fe
Católica que desde el Principio arraigó tan hondamente en estas tierras”.
De Maeztu propiciaba la reaparición de “los caballeros de la Hispanidad”.
También de los poetas, ya que no hay nación sin poesía: “Si la plenitud de la
vida de los españoles y de los hispánicos está en la Hispanidad, y de la
Hispanidad en el recobro de su conciencia histórica tendrán que surgir los
poetas que nos orienten con sus palabras mágicas ¿Acaso no fue un poeta quien
asoció por vez primera las tres palabras de Dios, Patria y Rey?... Nuestros
guerreros de la Edad Media crearon otra que fue talismán de la victoria:
¡Santiago, y cierra España! En el siglo XVI pudo crearse, como lema del
esfuerzo Hispánico, la de: La Fe y las obras...”. Los caballeros de la
Hispanidad tendrán que forjarse su propia divisa. Para ello pido el auxilio de
los poetas.
Iberoamérica está en estado de vigilia ante el amanecer que llega y que en
cierto modo lleva consigo. Así parecían haberlo instituido los compañeros de
Colón, cuando ya visible el alba, cada noche, hasta el amanecer del 12 de
octubre, rezaban presididos por el Almirante:
Bendita sea la luz
y la Santa Veracruz
y el Señor de la Verdad
y la Santa Trinidad.
Bendita sea el alba
Y el Señor que nos la
manda.
Bendito sea el día
y el Señor que nos lo
envía.
Amén
Fuente: Centro Pieper