por Carlos Daniel Lasa
Doctor en Filosofía, Universidad Católica de Córdoba
El choque se establece entre dos concepciones de la existencia: Los
partidarios de una concepción puramente vitalista del hombre; y la de aquellos
que piensan al hombre en términos espirituales y de eternidad.
El agnóstico Malraux, en "Huéspedes de paso", señalaba: "El
drama de la juventud me parece consecuencia de otro drama, que se suele llamar
el quebrantamiento del alma. Tal vez se dio algo semejante al final del Imperio
romano. Ninguna civilización puede vivir sin un valor supremo. Ni puede existir
sin trascendencia". Esto es cierto, pero agrego: el tema es el lugar donde
pongamos ese valor supremo o qué entendamos por trascendencia.
Lo que yo advierto, en nuestros días, es que la trascendencia ha sido
reemplazada por la furia de la destrucción, o como queramos llamarla:
deconstrucción, desnaturalización, estrategia de descomposición. He oído de
muchos que el primer acto del espíritu debe ser la rebelión, es decir, una
acción de ruptura con todo aquello que sea ajeno a mis deseos. La obediencia
(lo traduzco: aquel acto del espíritu que consiste en oír el misterio de lo que
es) es cosa de esclavos, no de hombres libres y civilizados.
Sin embargo, este acto de rebeldía pasa a honrar a un nuevo patrono: el
Marqués de Sade. En el nuevo mundo que nos toca vivir, extremadamente
narcisista, que concibe al hombre como un sujeto de deseos puramente vitales,
todo resulta posible. Este sujeto necesita que se le provea, de una manera
rápida, la anhelada experiencia de divinidad (el conocido donjuanismo que adora
su propio e interminable deseo).
Este apetito que no reconoce fondo ni forma, al que le es preciso situarse
siempre más allá de todo límite, sacrifica a la mismísima persona humana cuando
esta se transforma en un obstáculo. El Marqués de Sade lo exponía claramente en
"Los 120 días de Sodoma": "La vida de un hombre es algo tan poco
importante que uno puede jugar con ella cuanto le plazca, como lo haría con la
de un gato o la de un perro".
El todo vale
En esta pretensión del yo y sus insaciables instintos, todo vale: la muerte
del inocente, la manipulación, la mentira, la calumnia, la violencia. El deseo
endiosado es un enemigo declarado de la inteligencia e íntimo amigo de la
pasión, de las emociones extremas, de las sensaciones y percepciones
desmedidas.
En todos estos casos, la negación del pensar es rotunda, y por eso, en el
mundo del deseo desenfrenado, huelgan la conceptualización, el análisis y la
síntesis. De allí, entre otras cosas, que la opinión y la descalificación sean
preferidas a la argumentación.
El nihilismo como valor supremo ha llegado a tal punto que uno de los
actuales y destacados pensadores europeos refiere: "Europa está muerta;
eso ha quedado claro. Por ello, algunos políticos intentan reanimarla. El
judeocristianismo ya no marca el ritmo en ninguno de los países donde dominaba
desde muchos siglos antes. En esta Europa liberal, las ideas y luego las leyes
que se independizan totalmente de la ideología cristiana son cada vez más numerosas:
desconexión entre sexualidad y procreación, entre amor y familia; libre acceso
a la anticoncepción farmacéutica; despenalización, liberalización del aborto y
reembolso del divorcio". (Michel Onfray. Decadencia. Vida y muerte del
judeocristianismo).
Según el mismo Onfray, este nihilismo militante ha dado lugar a una
civilización que se está cavando su propia fosa. Ciertamente, no puede
calificarse de civilización a un mundo dominado por un hiper-racionalismo
cientificista, por una tecnofilia ilimitada, por una cultura de la
anti-naturaleza, por una religión del artefacto, por la desnaturalización de lo
humano, por el materialismo integral, por el utilitarismo carnal, por el
antropocentrismo narcisista, por el hedonismo autista. Puedo seguir enumerando.
Destrucción sin fin
La furia de la destrucción que refería al comienzo, en cuanto deseo
pasional desenfrenado, parece no tener fin: está dispuesta a demoler todo. y
sabemos que su última estación será su propio suicidio. Contamos con un dato de
la realidad: el marxismo ya ha muerto. Pero increíblemente, el suicidio del
marxismo ha dado lugar a la actual sociedad de la opulencia.
La nueva izquierda sociologista, huérfana del ideal religioso secular del
marxismo, teniendo que metamorfosearse, ha enarbolado las banderas del actual
nihilismo totalitario, en perfecta convergencia con la denominada derecha.
En el "mientras tanto", en Occidente se lleva adelante una lucha
cultural contra un enemigo intransigente de la concepción nihilista rabiosa: el
cristianismo. "Es necesario liberalizarse de la hegemonía y de la
dictadura del logos y de todas sus estructuras de poder", oirán de boca de
algunos intelectuales.
Repasando la historia, esto mismo había empezado a operar en los primeros
años del siglo XVII, época de los libertinos. Hoy se pretende, al igual que en
el año 1659, volver a resucitar a Teofrastro. En realidad, la nueva izquierda,
al igual que la derecha, siguen bregando por el advenimiento definitivo de la
sociedad de la opulencia. La sociedad de la opulencia es aquella estructura
que, por un lado, hace suya la negación marxista de la instancia
metafísico-religiosa (las ideas del espíritu son "instrumentos de
dominio"). Por otro lado, rechaza de modo absoluto los aspectos mesiánicos
del marxismo (es decir, el elemento "religioso" que permanece en la
idea revolucionaria). En realidad, nos advierte Del Noce, el espíritu burgués
ha triunfado frente a sus dos tradicionales adversarios: la religión
trascendente y el pensamiento revolucionario.
No al cultivo interior
Como se advierte, la fuerza irrefrenable del instinto dará por clausurada
toda forma de cultivo interior, y por eso, todo vestigio de humanidad quedará
borrado. Una antropología narcisista recorre buena parte el espinel de los
últimos siglos de la humanidad. Sin embargo, hay una paradoja en este
escenario: el ideal planteado por diversas corrientes del pensamiento moderno
que exaltan una libertad al margen de todo ordenamiento ontológico, termina
estableciendo un mundo en el que el hombre, reducido a puro instinto, tiene
como derivación su propia muerte.
Los occidentales hemos omitido, de manera lastimosa, la advertencia que nos
hace el mismo Onfray: "Una civilización no produce una religión; es la
religión lo que produce la civilización". Hoy, por el contrario, se cree
que el nihilismo será capaz de forjar un nuevo mundo. En realidad, solo podrá
desfondar cualquier forma de civilización.
Y para rematar tanto disparate, el derecho positivo, siempre a la zaga, se
presenta como el dispositivo que pretende garantizar que el nihilismo se
imponga eficazmente. Vale decir, que el relativismo valorativo tenga verdadero
y efectivo estatus legal. Por eso, cuando a mis alumnos les hablo del ius
naturalismo me miran despavoridos...pensarán que soy una rara avis o alguien de
otra galaxia.
El choque, en definitiva, se establece entre dos concepciones de la
existencia, según Reich. Por un lado, están los partidarios de una concepción
puramente vitalista del hombre; por el otro, la de aquellos que piensan al
hombre en términos espirituales y de eternidad (el platonismo y el
judeo-cristianismo).
Fuente: La Prensa, 27-1-2020