por Carlos
Sacheri
Negaciones
modernas del orden
La cultura moderna ha ido
perdiendo gradualmente el sentido del orden
a medida que la filosofía se fue desvinculando de la realidad cotidiana para
refugiarse en un juego mental, sin contacto con las cosas concretas. Como
consecuencia de este proceso histórico, el hombre fue reemplazando los datos
naturales de la experiencia con las construcciones
de la razón y de la imaginación.
Así han surgido en los
últimos dos siglos diversas doctrinas, a veces opuestas entre sí, pero cuyo
común denominador consiste en la negación de un orden natural. El materialismo positivista, el relativismo, el
existencialismo coinciden en negar la regularidad, la constancia, la
permanencia de la realidad y, en particular, la existencia de una naturaleza humana y de un orden social natural que sirvan de
fundamento a las normas morales y a las relaciones sociales.
El materialismo positivista sostiene que todo el universo, tanto
físico como humano, está constituido por un único principio que es la Materia. Afirma que la materia está en
movimiento y trata de justificar la variedad de seres de toda especie que
existen en nuestro planeta, diciendo que las diversas partículas materiales van
cambiando de lugar, se asocian como consecuencia de fuerzas mecánicas, que se
irían combinando por un azar
gigantesco. El azar cósmico es erigido para poder negar la existencia de Dios y
su inteligencia ordenadora del mundo.
Por su parte, la corriente relativista niega la existencia de toda
realidad permanente. Apoyándose en la experiencia del cambio, de las variaciones que se dan tanto en la realidad física
como en la humana, el relativismo niega toda verdad trascendente y todo valor
moral universal. En semejante concepción, todo conocimiento, toda norma ética,
toda estructura social, son relativos a un tiempo dado y en un lugar determinado,
pero pierden toda vigencia en otros casos. Todo cambia, todo se transforma
incesantemente, sin que pueda hablarse de un orden esencial.
En forma semejante al
relativismo, la corriente existencialista
hace hincapié en la contingencia, en las incesantes variaciones que afectan a
la condición humana. El hombre carece de naturaleza –proclama el
existencialista ateo Jean-Paul Sartre- y al no tener una naturaleza, tampoco
existe un Autor de la naturaleza, es decir, Dios (ver L’existentialisme est un humanisme, Ed. Nagel, París, 1968, p. 22).
En consecuencia, el hombre
se construye a sí mismo a través de su libertad; es el mero proyecto de su libertad, carece de
esencia y sólo existe en un mundo absurdo, sin orden ni sentido alguno. No hay
por lo tanto otra moral que la que cada individuo se fabrica para sí. El
existencialismo es un subjetivismo
radical, en el cual se esfuma toda referencia a la realidad objetiva.
La
raíz del error
En todos estos apóstoles del
cambio por el cambio mismo, el rechazo de la Naturaleza y su orden procede de
un mismo error fundamental. Participan de la falsa creencia de que hablar de esencia, de naturaleza, de orden,
implica caer en una postura rígida, inmóvil, totalmente estática. Esto es
totalmente gratuito, pues no hay conexión alguna entre ambas afirmaciones.
El problema real consiste en
explicar el cambio, el movimiento. Para poder hacerlo debemos reconocer que en
toda transformación hay un elemento que varía y otro elemento que permanece. Si
así no fuera, ¡no podríamos decir que un niño ha crecido, que una semilla ha
germinado en planta o que nosotros somos los mismos que nacimos alguna vez,
hace 20, 30 o 70 años!... Si nada permaneciera, tendríamos que admitir que el
niño, la planta o nosotros mismos, somos seres absolutamente diferentes de
aquéllos. Para que haya cambio debe algo
que cambie, es decir, un sujeto del
cambio. De lo contrario, no habría cambio alguno.
El
realismo cristiano
La filosofía cristiana opone
a estos errores una concepción muy distinta y conforme a la experiencia. Más
allá de todo cambio, hay realidades permanentes: la esencia o naturaleza de
cada cosa o ser. La evidencia del cambio no sólo no suprime esa naturaleza sino
que la presupone necesariamente. La experiencia cotidiana nos muestra que los
perales dan siempre peras y no manzanas ni nueces, y que los olmos no producen
nunca peras. Por no sé qué deplorable estabilidad
las vacas siempre tienen terneros y no jirafas ni elefantes y, lo que es
aún más escandaloso, los terneros tienen siempre una cabeza, una cola y cuatro
patas… Y cuando en alguna ocasión aparece alguno con cinco patas o con dos
cabezas, el buen sentido exclama
espontáneamente: “¡Qué barbaridad, pobre animal, qué defectuoso!”. Reacciones
que no hacen sino probar que no sólo hay naturalezas sino que existe un orden natural. La evidencia de este
orden universal, es lo que nos permite distinguir lo normal de lo patológico,
al sano del enfermo, al loco del cuerdo, al motor que funciona bien del que
funciona mal, al buen padre del mal padre, a la ley justa de la ley injusta.
La
ciencia confirma la existencia de un orden
El simple contacto con las
cosas nos muestra, pues, que lo natural
existe en la intimidad de cada ser. Esa naturaleza es la explicación de las
operaciones y actos de cada ser. Porque la hormiga es lo que es, puede caminar y alimentarse y defenderse como
lo hace; porque el hornero es como es, puede construir su nido tal como lo
hace; porque el hombre es como es naturalmente, puede pensar, sentir, amar y
trabajar humanamente.
Pero la ciencia nos aporta
una confirmación asombrosa a la constatación no sólo de que cada ser tiene una
esencia o naturaleza, sino de que esa naturaleza no es el fruto de un Azar
ciego, sino que posee un Orden, una jerarquía, una armonía que se manifiesta en
todos los seres y en todos los fenómenos.
La simple observación nos
muestra, en efecto, que hay leyes
naturales que presiden los fenómenos físicos y humanos. El hombre siempre
se ha admirado de la regularidad de la marcha de los planetas, de las
innumerables constelaciones; siempre se asombró del ritmo de las estaciones, de
las mareas, de la generación de la vida. Pero el progreso científico actual, la
física y la química contemporáneas nos dicen que una simple molécula de
proteína contiene 18 aminoácidos diferentes, dispuestos en un orden bien
estructurado. Una sola molécula de albúmina incluye decenas de miles de
millones de átomos, agrupados ordenadamente en una estructura disimétrica.
Hoy sabemos que un ser vivo
está constituido principalmente por moléculas de proteínas que contienen entre
300 y 1.000 aminoácidos. Las transformaciones químicas de las células son
catalizadas por enzimas, que a su vez poseen estructuras particulares. Un solo
organismo unicelular posee una multitud de proteínas, a más de lípidos, azúcares,
vitaminas, ácidos nucleicos. ¿Cómo explicar entonces a la luz de estas
constataciones que la estructura íntima de la materia en sus niveles más
elementales exija un ordenamiento tan perfecto, tan delicado, tan constante,
para poder producir el más simple de los seres vivos?
Si a ello sumamos la
existencia no de uno sino de millones de millones de organismos monocelulares y
la complejidad pavorosa de los organismos más complejos, ¿cómo sostener que un
Azar ciego preside tanta maravilla? El moderno cálculo de probabilidades prueba
la imposibilidad de una pura combinación fortuita.
En consecuencia, ni el azar
ciego del materialismo, ni el relativismo, ni el subjetivismo existencialista,
pueden explicar el orden asombroso del cosmos físico y de la vida humana.
Por otra parte, ¿cómo
explicar lógicamente la incoherencia de los relativistas, para quienes –como ya
lo puntualizó Aristóteles hace 25 siglos- todo es relativo salvo el propio
relativismo?
(“La Iglesia y lo social”; La Nueva Provincia, 1972, pp. 13
y 14.)