Por Eric
Sammons
Fuente: Infovaticana, 14 de mayo de 2022
En el antiguo
calendario litúrgico, el pasado lunes 25 de abril era el «Día de la Letanía
Larga de Todos los Santos». En este día los católicos rezaban una larga letanía
y otras oraciones especiales. Una de las invocaciones de la letanía es
especialmente llamativa: «Nosotros, pecadores te
rogamos que te dignes abatir a los enemigos de la Santa Iglesia».
Dos cosas llaman la
atención en esta oración. En primer lugar, que la Iglesia tiene «enemigos»:
¿cuándo oímos este término en nuestras oraciones modernas? ¿Con qué frecuencia
mencionan nuestros sacerdotes y obispos a nuestros enemigos en sus homilías?
En segundo lugar,
Nuestro Señor nos ordenó «amar a nuestros enemigos» (cf. Mateo 5,44), sin
embargo, esta oración litúrgica antes oficial de la Iglesia reza para que los
«abatamos» (otra traducción podría ser «humillarlos»). Entonces, ¿debemos amar
a nuestros enemigos o abatirlos?
Analicemos la primera
cuestión: ¿tiene la Iglesia todavía enemigos? Sin duda, ya no actuamos como si
fuera así. En lugar de intentar «abatir a [nuestros] enemigos», ahora
entablamos un «diálogo» con los que han sido nuestros enemigos tradicionales.
Los católicos del siglo
XVI probablemente se escandalizarían ante la idea de celebrar cócteles
ecuménicos con luteranos o anglicanos, grupos que considerarían enemigos
mortales de la fe católica.
Más aún, los cristianos
de Oriente Medio de los siglos VII y VIII se horrorizarían ante la idea de
dialogar con los musulmanes, que en esa época eliminaban sistemáticamente todo
rastro de cristianismo por cualquier medio. Seguramente eran enemigos de la
Iglesia.
Y los cristianos del
siglo I probablemente habrían considerado a sus gobernantes paganos
perseguidores como enemigos, no como aliados de los que recibir subvenciones
del gobierno.
Entonces, ¿el concepto
de que la Iglesia tiene enemigos es obsoleto? ¿No es mejor dialogar con los no
católicos que tratarlos como enemigos?
Sin embargo, el mandato
de Cristo de «amar a nuestros enemigos» presupone que tenemos enemigos. ¿Cómo
podemos amar a alguien que no existe? Cristo no dijo: «Haz todo lo que puedas
para no tener enemigos». No, Él sabía que sus seguidores tendrían enemigos, y
nos estaba dando instrucciones sobre cómo tratarlos.
Nuestro mayor enemigo,
Satanás, que «como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (1 Pedro 5,8)
tiene ayudantes terrenales. Cualquiera que trabaje en contra de la misión de
Cristo es un adversario (que es lo que significa «Satanás»); por eso Jesús
llama a Pedro «Satanás» cuando el apóstol principal trata de impedir la pasión
salvadora de Cristo (Mateo 16,22-23).
¿Quiénes son, pues,
exactamente los enemigos de la Iglesia? Sencillamente, son todos aquellos que,
aliados con Satanás, obstaculizan la labor de la Iglesia en su misión de salvar
almas.
La Iglesia, pues, tiene
enemigos, tanto externos como internos.
Históricamente, los
enemigos externos de la Iglesia fueron los gobernantes que trataron de
aniquilarla. Diocleciano, Enrique VIII, los líderes de la Revolución francesa:
estos fueron claros enemigos de la Iglesia.
Pocos son hoy tan
explícitos en su deseo de destruir a la Iglesia, pero eso no significa que esta
ya no tenga enemigos. Entre ellos están los políticos que abogan por una
legislación anticatólica, como la legalización del aborto y el matrimonio entre
personas del mismo sexo. También se incluyen los que trabajan para difundir una
religión falsa como el islam, que desea derrocar la fe única de la verdad del
catolicismo.
Hoy los enemigos
internos pueden ser llamados herederos de Judas y Arrio. Incluyen a todos
aquellos católicos que siguen ostensiblemente a Cristo, pero que en realidad lo
rechazan a Él o a sus enseñanzas. Aquellos como los obispos alemanes que
quieren cambiar su enseñanza sobre la pecaminosidad de la actividad homosexual,
o los líderes de la Iglesia que disminuyen la sacralidad y la permanencia del
matrimonio son enemigos de la fe, sin importar su condición bautismal (o
sacerdotal): son enemigos de la Iglesia y su misión.
Si pretendemos que
estos grupos y personas no son enemigos de la Iglesia, entonces les estamos
dando básicamente la victoria. Lo hemos visto una y otra vez en la forma en la
que los líderes de la Iglesia tratan a los políticos a favor del aborto.
Mientras hablamos de diálogo y de trabajar juntos, millones de bebés son
asesinados. Mientras nuestros obispos consideran a Nancy Pelosi como una aliada
con la que podríamos tener algunos desacuerdos menores, ella da protección
legal a los asesinos en masa.
Así que la Iglesia
siempre ha tenido -y sigue teniendo- enemigos. Entonces ¿cómo debemos
tratarlos? ¿Debemos amarlos, como manda Cristo, o abatirlos, como rezó la Iglesia
de Cristo durante siglos?
La respuesta es el
clásico «las dos cosas/y» católico: debemos amar y abatir a nuestros enemigos.
Imagina a un padre cuya
casa es invadida, pero que finge que el agresor no es un enemigo. Intenta
dialogar con el asaltante… mientras el hombre está apuñalando a sus hijos. El
padre le dice al agresor: «No creo que matar a mi hija sea lo correcto, mejor
hablemos de cómo podemos trabajar juntos por nuestro bien común». Mientras
tanto, el ataque continúa.
Aunque esto parece
ridículo, es lo que muchos líderes de la Iglesia y laicos católicos están
haciendo ahora mismo. Este enfoque no es amoroso ni para la familia del padre
ni para el agresor. Detener al agresor en su grave pecado, es decir, abatirlo,
es en realidad lo más amoroso que se puede hacer. Salva a la familia y también
evita que el pecado continúe.
A los católicos aquí en
la tierra se nos ha llamado tradicionalmente la «Iglesia militante». Este
término resulta embarazoso para muchos oídos modernos por sus connotaciones
militaristas, incluso violentas, pero eso es lo que somos: un ejército para
Cristo. Nuestro Señor dijo: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar
paz: no he venido a sembrar paz, sino espada» (Mateo 10,34). Pretender que no
tenemos enemigos es negar nuestro papel como ejército de Cristo.
No se trata
de un llamamiento a la violencia física al estilo del islam para difundir el
Evangelio, sino de un llamamiento a enfrentarnos directamente a nuestros
enemigos e incluso a derrotarlos. No lo hacemos actuando como si no tuviéramos
enemigos y dialogando sin cesar con todos los no católicos. Por el contrario,
reconocemos quiénes son nuestros enemigos -tanto externos como internos- y
luego nos oponemos a ellos con una fortaleza inquebrantable cuando trabajan
contra la misión de la Iglesia.