Por el Card. Cardenal Burke
El mejor
término para describir el estado actual de la Iglesia es confusión; confusión
que a menudo roza el error. La confusión no se limita a una u otra doctrina o
disciplina o aspecto de la vida de la Iglesia: afecta a la identidad misma de
la Iglesia.
La confusión
tiene su origen en una falta de respeto a la verdad, o en la negación de la
verdad, o en la pretensión de no conocer la verdad, o en la falta de
declaración de la verdad conocida. En su confrontación con los escribas y
fariseos en la Fiesta de los Tabernáculos, Nuestro Señor habló claramente de
aquellos que promueven la confusión, negándose a reconocer la verdad y a decir
la verdad. La confusión es obra del Maligno, como enseñó Nuestro Señor mismo,
cuando dijo estas palabras a los escribas y fariseos: “¿Por qué no reconocéis
mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra. Vosotros sois de vuestro
padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era
homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad
en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es
mentiroso y padre de la mentira. Pero a mí, como os digo la verdad, no me
creéis” (Jn 8, 43-45).
La cultura de
la mentira y la confusión que genera no tiene nada que ver con Cristo y su
Esposa, la Iglesia. Recuerda la advertencia de Nuestro Señor en el Sermón de la
Montaña: “Sea vuestro lenguaje: ‘Sí, sí’; ‘no, no’: que lo que pasa de aquí
viene del Maligno” (Mt 5,37).
¿Por qué es
importante que reflexionemos sobre el estado actual de la Iglesia, marcado por
tanta confusión? Cada uno de nosotros, como miembro vivo del Cuerpo Místico de
Cristo, está llamado a librar el buen combate contra el mal y el Maligno, y a
mantener la carrera del bien, la carrera de Dios, con Cristo. Cada uno de
nosotros, según su vocación en la vida y sus dones particulares, tiene la
obligación de disipar la confusión y manifestar la luz que sólo proviene de
Cristo, que está vivo para nosotros en la Tradición viva de la Iglesia.
No debería
sorprender que, en el estado actual de la Iglesia, los que se aferran a la
verdad, que son fieles a la Tradición, sean tachados de rígidos y de
tradicionalistas porque se oponen a la agenda de confusión imperante. Los
autores de la cultura de la mentira y la confusión los presentan como si fueran
pobres y deficientes, como enfermos que necesitan una cura.
En realidad,
sólo queremos una cosa, y es poder declarar, como San Pablo al final de sus
días terrenales: “Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el
momento de mi partida es inminente. He combatido la buena batalla, he llegado a
la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona
de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el Juez justo; y no
solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su
manifestación” (2 Tim 4, 6-8).
Es por amor a
nuestro Señor y a su presencia viva con nosotros en la Iglesia que luchamos por
la verdad y la luz que siempre trae a nuestras vidas.
Además del
deber de combatir la falsedad y la confusión en nuestra vida cotidiana, como
miembros vivos del Cuerpo de Cristo, tenemos el deber de dar a conocer nuestras
preocupaciones por la Iglesia a nuestros pastores: el Romano Pontífice, los
obispos y los sacerdotes que son los principales colaboradores de los obispos
en el cuidado del rebaño de Dios. El canon 212, uno de los primeros cánones del
Título I, “De las obligaciones y derechos de todos los fieles”, del Libro II,
“Del pueblo de Dios”, del Código de Derecho Canónico dice:
Ҥ 1. Los
fieles, conscientes de su propia responsabilidad, están obligados a seguir, por
obediencia cristiana, todo aquello que los Pastores sagrados, en cuanto
representantes de Cristo, declaran como maestros de la fe o establecen como
rectores de la Iglesia.
§ 2. Los fieles tienen derecho a manifestar a
los Pastores de la Iglesia sus necesidades, principalmente las espirituales, y
sus deseos.
§ 3. Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de
su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores
sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de
manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las
costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad
común y de la dignidad de las personas.
Las fuentes
del canon 212, que es nuevo en el Código de Derecho Canónico, son las
enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II, especialmente el n. 37 de la
Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, y el n. 6 del Decreto
sobre el Apostolado de los Laicos, Apostolicam Actuositatem.
Como señala
la legislación canónica, los fieles laicos están llamados a dar a conocer sus
preocupaciones por el bien de la Iglesia, incluso haciéndolas públicas,
respetando siempre el oficio pastoral tal y como fue constituido por Cristo en
la fundación de la Iglesia a través de su ministerio público, especialmente por
su Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión y el Envío del Espíritu Santo en
Pentecostés. En efecto, las intervenciones de los fieles laicos con sus
pastores para la edificación de la Iglesia no sólo no disminuyen el respeto por
el oficio pastoral, sino que, de hecho, lo confirman (cf. Lumen Gentium n. 37).
Desgraciadamente, hoy, por parte de algunos en la Iglesia, la expresión
legítima de la preocupación por la misión de la Iglesia en el mundo por parte de
los fieles laicos se juzga como una falta de respeto al oficio pastoral.
El de por sí
enorme desafío que presenta una secularización cada vez más creciente y
agresiva se hace aún más enorme por varias décadas de falta de catequesis
sólida en la Iglesia. Sobre todo, en nuestro tiempo, los fieles laicos esperan
que sus pastores expongan claramente los principios cristianos y su fundamento
en la tradición de la fe, tal como se transmite en la Iglesia en una línea
ininterrumpida.
Una
manifestación alarmante de la actual cultura de la mentira y la confusión en la
Iglesia es la confusión sobre la propia naturaleza de la Iglesia y su relación
con el mundo. Hoy escuchamos cada vez más a menudo que todos los hombres son
hijos de Dios y que los católicos tienen que relacionarse con las personas de
otras religiones y de ninguna religión como si fueran hijos de Dios. Ésta es
una mentira fundamental y fuente de una de las confusiones más graves.
Todos los
hombres han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero desde la caída de
nuestros primeros padres, con la consiguiente herencia del pecado original, los
hombres sólo pueden llegar a ser hijos de Dios en Jesucristo, Dios Hijo, a
quien Dios Padre envió al mundo para que los hombres volvieran a ser sus hijos
por medio de la fe y el Bautismo. Sólo a través del sacramento del Bautismo nos
convertimos en hijos de Dios, en hijos adoptivos de Dios en su Hijo unigénito.
En nuestras relaciones con las personas de otras religiones o sin religión
ninguna debemos mostrarles el respeto que merecen quienes han sido creados a
imagen y semejanza de Dios, pero, al mismo tiempo, debemos dar testimonio de la
verdad del pecado original y de la justificación por el Bautismo. De lo
contrario, la misión de Cristo, su encarnación redentora y la continuación de
su misión en la Iglesia carecen de sentido.
No
es cierto que Dios quiera una pluralidad de religiones. Envió a su único Hijo
al mundo para salvar al mundo. Jesucristo, Dios Hijo Encarnado, es el único
Salvador del mundo. En nuestras relaciones con los demás, debemos dar siempre
testimonio de la verdad sobre Cristo y la Iglesia, para que los que siguen una
religión falsa o no tienen religión alguna reciban el don de la fe y busquen el
Sacramento del Bautismo.
(Fuente: Brújula
cotidiana, 16-02-2021)