Credo
del Papa San Dámaso I (s. IV)
Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, y en un solo Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios, y en [un solo] Espíritu Santo Dios.
No adoramos y confesamos a tres dioses, sino al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo como a un solo Dios: no a un solo Dios como solitario,
ni que el mismo que sea para sí mismo Padre, Él mismo sea también Hijo, sino
que el Padre es el que engendra y el Hijo el que es engendrado; pero el
Espíritu Santo no es engendrado ni ingénito, no creado ni hecho, sino que
procede del Padre y del Hijo, coeterno, coigual y cooperante con el Padre y el
Hijo, porque está escrito: «Por la palabra del Señor fueron formados los
cielos», es decir, por el Hijo de Dios, «y por el aliento [Espíritu] de su
boca, toda la fuerza de ellos» [Sal 33,6];
y en otro lugar: Envía tu Espíritu y serán creados y renovarás la faz de la tierra [cfr. Sal 104,30].
Por lo tanto, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo confesamos un solo Dios, porque el nombre Dios es de potestad, no de propiedad. El nombre propio del Padre es «Padre», y el nombre propio del Hijo es «Hijo», y el nombre propio del Espíritu Santo es «Espíritu Santo».
Y en esta Trinidad creemos un solo Dios, porque procede de un solo Padre, porque con el Padre es de una sola naturaleza, de una sola sustancia y de una sola potestad. El Padre engendró al Hijo no por voluntad ni por necesidad, sino por naturaleza.
El Hijo, en el último tiempo, descendió del Padre para salvarnos y cumplir las Escrituras, a pesar de que nunca dejó de estar con el Padre, y fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María la Virgen, tomó carne, alma e inteligencia, esto es, al hombre perfecto, y no perdió lo que era, sino que empezó a ser lo que no era; de modo, sin embargo, que es perfecto en lo suyo y verdadero en lo nuestro.
Porque el que era Dios, nació como hombre, y el que nació
como hombre, obra como Dios; y el que obra como Dios, muere como hombre; y el
que muere como hombre, resucita como Dios. Y Él mismo, vencido el imperio de la
muerte con aquella carne con que había nacido y padecido y muerto, resucitó al
tercer día, subió al Padre y está sentado a su diestra en la gloria que siempre
tuvo y tiene.
Limpios nosotros por su muerte y sangre, creemos que hemos
de ser resucitados por Él en el último día en esta carne en que ahora vivimos,
y tenemos esperanza que hemos de alcanzar de Él o la vida eterna, premio de
nuestro buen mérito, o el suplicio de castigo eterno por nuestros pecados. Esto
lee, esto retén, a esta fe has de subyugar tu alma. De Cristo Señor alcanzarás
la vida y el premio.