La Doctrina Social de la Iglesia no es socialismo


Por Renato Cristin*
Fuente: Observatorio Cad. Van Thuan, 18 maggio 2019



Autor de numerosos ensayos sobre los aspectos sociales y políticos de la teología, el arzobispo Giampaolo Crepaldi, obispo de Trieste y presidente del «Observatorio Internacional Card. Van Thuân sobre la Doctrina Social de la Iglesia», nos ofrece en sus Lezioni di dottrina sociale della Chiesa (editorial Cantagalli, 2018, 148 páginas) una síntesis magistral de dicha doctrina, entrelazada con un trabajo hermenéutico que muestra, de la misma, potencialidades aún no del todo consideradas por los expertos, eclesiásticos o laicos, y por ende en parte no plenamente explicitadas. Además de dar sistematicidad al método y a los fundamentos, el valor principal de este libro reside justamente en la interpretación de las implicaciones políticas de la doctrina social, siempre en conformidad con lo que Crepaldi llama «el depósito de la fe», o sea ese patrimonio formado y determinado por Escritura, Tradición y Magisterio.
Demostrando un vasto conocimiento de las estructuras filosóficas y sociológicas de la modernidad, e inspirándose en los grandes doctores antiguos de la Iglesia y en los principios enunciados por San Juan Pablo II (en especial en la encíclica Centesimus annus) y por Benedicto XVI (la referencia principal es a la encíclica Caritas in veritate), Crepaldi tiene la valentía, remarcable sobre todo en el momento de grave confusión que está viviendo actualmente la Iglesia, de entrar en los puntos fundamentales de la vida social en general y específicamente de la occidental (o de la europea).


Cristianismo y capitalismo

Una de las muchas virtudes de esta esmerada obra de reconstrucción y reelaboración teórica consiste efectivamente en que explicita la relación entre doctrina cristiana y sistema socio-económico occidental, entre Cristianismo y capitalismo. De contramano con las recientes aceleraciones que, incluso dentro de la Iglesia, presionan en pos de una crítica radical de nuestro sistema económico y a favor de una (bastante poco clara pero no menos inquietante) perspectiva de redistribución de la riqueza, el arzobispo triestino, en plena sintonia con las tesis de Santo Tomás sobre la relación de la fe con los bienes materiales, explica en detalle, en forma teórico-teológica, el nexo con el mundo de la producción, en todos sus aspectos. Pone manos a la obra en una materia que, por sus matices éticos, tiene que ser tratada con extremo cuidado, y lo logra con una prolijidad y un equilibrio ejemplares. Su reflexión echa luz, indirectamente pero con toda eficacia, sobre algunas zonas grises que atraviesan el actual magisterio social del Papa Bergoglio y lo vuelven oscuro ante gran parte de los cristianos occidentales, que se sienten conmocionados y desorientados.

En lo específico, al examinar lo que se ha dado en llamar opción preferencial por los pobres, que ha cobrado auge a partir de la teología de la liberación adoptada por buena parte del episcopado latinoamericano, y de la que Bergoglio ha hecho uno de los ejes teóricos de su pontificado, Crepaldi elabora una propuesta que contiene implícitas referencias a nuestra actualidad política: «los pobres son los débiles de la sociedad y por ende el poder político debe ocuparse sobre todo de ellos», pero «tiene que hacerlo de manera indirecta en vez que directa, a través de una solidaridad subsidiaria, evitando formas de asistencialismo y procurando poner en marcha la responsabilidad individual, familiar y de los grupos sociales». La subsidiariedad no tiene nada que ver con el subsidio garantizado, sino que estimula en cada uno de nosotros y a todo nivel, del primero al último, el sentido de responsabilidad activo y productivo. En este sentido la pobreza se supera con el trabajo y con la conciencia de la productividad, que son, juntos, las dos condiciones de posibilidad para cualquier bienestar social, en una circularidad virtuosa entre dimensión material y esfera espiritual.

El trabajo, entendido en tanto laboriosidad (concepto éste que implica un ingrediente fundamental –la iniciativa individual– que no siempre va incluido en la mera noción de empleo), es pues uno de los pilares conceptuales sobre los que se yergue la doctrina social. En la Centesimus annus, Juan Pablo II ya había fijado el marco teórico, que el pauperismo latinoamericano ahora ha quebrado: la relación del ser humano con la tierra está determinada por el trabajo, porque –sostenía el Papa polaco– «es mediante el trabajo que el hombre, usando su inteligencia y su libertad, logra dominarla y transformarla en su digno hogar. De tal manera éste hace suya una parte de la tierra, que precisamente se compró con su trabajo. He aquí el origen de la propiedad individual». Si comparamos estas proposiciones de San Juan Pablo II con las recientes tesis del Papa Bergoglio sobre la necesidad de alguna forma de colectivización de los recursos (y por ende de la producción), podemos medir toda la distorción que este último aplicó a la doctrina social en tema de trabajo y propiedad. La «destinación universal de los bienes» se refiere efectivamente a la asignación que Dios ha hecho de ellos a la humanidad, pero no tiene nada que ver con la redistribución forzada de los bienes que cada uno adquirió con su trabajo, a la que con frecuencia parece aludir la teoría bergogliana del derecho universal a «tierra, techo y trabajo».

La finalidad del trabajo es la propiedad privada

Ubicándose perfectamente en la línea que había sido trazada ya en 1891 por el Papa León XIII con la Rerum Novarum –la encíclica que fundó precisamente la doctrina social y en la cual quedaba firme que «la finalidad del trabajo es la propiedad privada»–, Crepaldi lleva el concepto del «derecho natural a la propiedad privada» a un punto de máxima elevación ética y de gran actualidad, incluso política. Los católicos europeos mantienen viva desde siempre la conciencia de la propiedad (alcanza con pensar en los campesinos, dotados de lo que el historiador y ministro demócrata-cristiano Sandro Fontana llamaba, elogiándolo, «el instinto propietario»), porque su historia es una saga de libertad, o sea de conquista de la liberdad dentro de la sociedad burguesa y no en contra ésta. Este nexo de reciprocidad esencial ha sido subestimado o incluso negado por quien conjuga fe religiosa cristiana y teoría marxista de la sociedad, pero se trata de una tergiversación ideológica que hace caso omiso de la verdad histórica de Occidente, la cual muestra que hasta en sus estructuras económicas la civilización europea surgió y se formó en simbiosis con la religión cristiana y con el catolicismo que de ésta es la pars magna: el sistema de las libertades civiles encuentra su alimento espiritual en el sistema religioso judeocristiano, el cual a su vez es defendido y resguardado en el plano histórico-social concreto por la acción protectora que el primero desarrolla. La libertad religiosa es, por lo tanto, protegida por la libertad política y, al mismo tiempo, por la libertad económica, cuyo principio fundamental es, precisamente, el de la propiedad.

Sobre este nudo crucial de la civilización occidental, Crepaldi no vacila: todos los recursos, materiales y espirituales, los recursos naturales y los dones intelectuales, deben ser valorizados, y «el modo para hacerlos fructificar es el trabajo, el cual legitima la propiedad privada». La redistribución de la riqueza es una ideológica falsificación de la cultura cristiana, porque «los bienes no son dados a todos en tajaditas iguales, sino que son puestos a disposición de todos para que todos puedan tener acceso a ellos con su propio trabajo, accediendo de este modo a la propiedad privada». Y por lo tanto, concluye Crepaldi, el sistema propietario como sistema no sólo económico sino también cultural, es pefectamente simbiótico con el paradigma teológico y ético del Cristianismo, porque en dicho sistema los talentos que Dios ha asignado a cada hombre, a cada ser humano, pueden ser desarrollados individualmente según las capacidades y el sentido de responsabilidad de cada uno. Por eso «la difusón de la propiedad privada es el modo correcto con el cual realizar la destinación universal de los bienes», porque destinación no significa distribución igualitaria, sino crecimiento de la riqueza general gracias a la iniciativa individual. Y por último, Crepaldi toca el nervio vivo del estatismo: la fructificación de los talentos non debe ser contaminada por intervenciones extrapersonales y por ende «la solución no está en concentrarla en el Estado y en su distribución, sino en favorecer la participación a la producción, a través del trabajo, de la pequeña propiedad privada». Unicamente de esta manera es posible apuntar al bien común, a enriquecer, no sólo materialmente sino también y sobre todo espiritualmente, la sociedad, cada nación.

Bien común y lógica empresarial

El bien común, efectivamente, expresa en primer lugar «el orden natural de las cosas», y a diferencia del «progresismo», según el cual «la construcción del futuro pasa por el rechazo de un orden natural dado», la visión católica concibe el futuro a partir de la tradición, la cual, como una fuerza motriz de fondo, nos provee la posibilidad de avanzar hacia el futuro construyéndolo sobre los sólidos cimientos de nuestro pasado. En los pilares conceptuales del bien común, que son la analogicidad (subsidiariedad) y la verticalidad, se manifiesta la exigencia de fortalecer respectivamente la proximidad entre las personas y el esmero por la trascendencia o afirmación del fin trascendente último, Dios, punto teleológico fijo en base al cual ordenar los fines del ser humano en la sociedad, puesto que «si falta el fin último, se desestabilizan también los fines intermedios». El bien común es principalmente «un bien éticamente orientado», rechazado por el pensamiento anti-tradicionalista y anti-identitario, que desconoce no sólo el rol de la tradición sino además el de una perspectiva teleológica del ser humano y de la sociedad occidentales en especial, y que quiere destruir la relación entre orden natural y principios no negociables: «si pensamos en cómo hoy el progresismo quiere incluso cambiar la naturaleza humana, nos damos cuenta hasta qué punto esta fractura entre fines y orden natural ha llegado a su plena –y dramática– maduración».

Aun no equivaliendo al bienestar material, a nivel social concreto el bien común debe ser logrado no sólo con la reflexión sobre el plano espiritual y moral, sino además con la acción sobre el plano económico, y por ende según el criterio del compromiso en pos de la productividad, que como vimos es la declinación económica de la responsabilidad ética. También sobre este punto Crepaldi es límpido: la lógica empresarial (o emprendedora, como en algunos ámbitos se ha comenzado a llamar) «debe ser aplicada a una empresa privada, tanto como a una del tercer sector [asociaciones de voluntariado], como a una de propiedad estatal», y aunque «el propietario de una empresa privada no se moverá igual que el presidente de una cooperativa, o el manager de una participada estatal», porque tales realidades productivas tienen características específicas que las diferencian unas de otras, todos ellos deberán sin embargo organizar su conducción «de manera igualmente empresarial». Aquí, al describir la lógica de empresa, Crepaldi legitima, una vez más en sintonía con Santo Tomás, la ganancia: ese nudo que muchos teólogos aun contemporános todavía no han resuelto e, incluso, rechazan, considerándolo un mal.


La Iglesia y la economía de mercado

Por consiguiente, hay que afirmar que la doctrina social de la Iglesia no rechaza la economia de mercado, contrariamente a lo que la orientación vaticana parece venir sosteniendo en los últimos tiempos, sino que, al contrario, valora su fecundidad para el crecimiento de la sociedad, afirmando la necesidad de elegir una perspectiva general en la cual situarse, tomando una posición. Aun insistiendo en la exigencia de poner siempre al hombre (la persona) en el centro de toda acción económica y la idea de la trascendencia divina como fin espiritual, la doctrina social declara que el sistema de mercado no es un adversario de la fe cristiana ni de la Iglesia misma, sino un buen aliado, porque «no es la economía lo que produce pobreza y no es la pobreza económica lo que produce pobreza moral, sino al contrario: la pobreza moral produce pobreza material y hace entrar en crisis la economía». Horadar pues el principio de la propiedad privada, que según León XIII es un «derecho natural» y «es decretada por las leyes humanas y divinas», es el primer paso hacia la disolución de toda su concepción de la sociedad humana. En efecto, como establece la Rerum Novarum, «los socialistas, alzando en los pobres el odio contra los ricos, pretenden que haya que abolir la propiedad y hacer de todos los patrimonios particulares un patrimonio común, que sea administrado por medio del municipio y del Estado. Con esta transformación de la propiedad, de personal a colectiva, y con la distribución por igual de los beneficios y comodidades entre los ciudadanos, creen que el mal pueda resultar radicalmente reparado. Pero este camino, además de no resolver las disputas, no hace sino perjudicar a los mismos obreros, y es además injusta por muchos motivos, porque mete mano en los derechos de los legítimos propietarios, altera las competencias de las estructuras del Estado, y desbarata todo el orden social».

Entre los principios no negociables está incluido entonces, como el arzobismo Crepaldi subraya con plena legitimidad teológica y moral, también el de la propiedad privada, con el anexo corolario de su necesidad y de su intangibilidad, lo cual demuestra que la doctrina social de la Iglesia, por un lado, contiene principios que van del brazo en estrecha sintonía con el liberalismo (no progresista o de izquierda) expresado por ejemplo por Lord Acton (para citar solamente una figura entre muchas), y por otro lado, está tan distante del socialismo en el sentido pragmático y específico del término, como lo está de la ideología marxista en sentido teórico general, lo cual refuta cualquier intento, ya sea que venga desde América Latina, o bien del epicentro mismo de la cristianidad, de unificar dos perspectivas inconciliables.


*Profesor de Hermenéutica filosófica en la Universidad de Trieste, Italia.