Declaración del arzobispo Mons. Giampaolo Crepaldi


Fuente: Observatorio Cardenal van Thuan, 10 junio de 2019



El trágico final de la vida terrena de la joven holandesa Noa Pothoven es una señal innegable del feroz avance de la cultura de la muerte en nuestra sociedad, que se desarrolla basándose en el dogma de la autodeterminación psicológica, principio doctrinal absoluto de la nueva religión de la desesperación. La sociedad y el Estado inducen a la desesperación, enseñando que todo puede ser verdadero y justo si es el sujeto el que lo desea, y que nada es verdadero y justo en sí mismo, nada vale la pena, por lo que eliminan a los desesperados con la excusa de respetar sus deseos. El principio de autodeterminación absoluta no es natural, está inducido por la ideología de la muerte y se apela a él como si fuera un principio natural para, así, infligir la muerte a los desesperados, o para inducirles a morir, o para abstenerse de ayudarles a vivir.

Según las noticias publicadas hasta el momento, algunas estructuras sanitarias privadas han prestado su colaboración a la muerte de Noa, asistiendo en su suicidio para que fuera menos doloroso en la fase terminal. Dichas estructuras han tomado parte, efectivamente, en su muerte: la colaboración al suicidio se configura moralmente como participación en un homicidio. Actualmente no hay pruebas de la intervención en este sentido de estructuras sanitarias públicas, si bien para al Estado se configura, al menos, la culpa de omisión, a pesar de que el clima favorable a la eutanasia, apoyado por la ley, ha hecho su parte.

Desde hace mucho tiempo ya los Estados se ponen a disposición para matar, en el vientre materno, a niños inocentes a los que se les impide nacer. Desde hace mucho tiempo, el Estado holandés colabora con quién pide que le maten en virtud de la ley sobre la eutanasia. Los datos, despiadados en su desnudez, nos dicen que la práctica está aumentando vertiginosamente y que los motivos para pedir la eutanasia pueden ya ser muy débiles, a pesar de lo cual las peticiones son satisfechas. El caso de Noa no es un hecho nuevo e inesperado. Perturbador, ciertamente, pero no inesperado para quienes siguen el desarrollo de la lucha entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte en los países de la poshumanidad. Y como a la adolescente se le había negado la eutanasia por ley, he aquí que los defensores de la muerte piden su total liberalización. Todas cosas que, por desgracia, ya hemos visto.

La muerte de Noa, sin embargo, nos conmociona: por su juventud; por su fragilidad, que implícitamente pedía ayuda; por la sustitución de esta ayuda humana, moral, material y espiritual con el apoyo a salir de este mundo; por el estado de perversión de las leyes y del “sistema” socio-sanitario en su conjunto. Noa es el último y más reciente caso de un mundo que, revuelto y conmocionado, se sacude de su letargo culpable… ¿o es el primer caso del mundo invivibile que nos espera en el futuro? Muchas veces, en el pasado, se  ha dicho que determinados umbrales de no retorno habían sido superados… por desgracia, la historia siguiente ha confirmado estas previsiones. Se ha dicho en numerosas ocasiones que, superado ese punto, otros puntos serían superados a continuación, porque también la cultura de la muerte tiene su lógica interna. Sin embargo, en muchos de estos casos hemos seguido caminando hacia adelante sin prestar demasiada atención a las inquietantes novedades a las que, poco a poco, nos íbamos acostumbrando.

Cada vez más se entiende como un derecho procurar la muerte y procurarse la muerte; y como el Estado garantiza los derechos, el Estado procura la muerte cuando es deseada por un sujeto, o bien no se compromete a ayudarlo para que conserve su vida. Si hacemos un esfuerzo y no escondemos la realidad, la muerte de Noa es la pieza ulterior que prefigura este turbio futuro: el mal democráticamente celebrado, contemplado en la ley, planificado, como se planifica la satisfacción de un derecho.

La pregunta sobre cómo hemos podido llegar a este punto debería interrogar todas las conciencias. Los resultados de la historia siempre son los efectos de largos procesos que llaman a la responsabilidad. Hemos tolerado demasiado. Nos hemos comprometido demasiado poco. Hemos pensado que la cultura del diálogo podía resolver la lucha entre el bien y el mal que siempre ha caracterizado a la historia humana. Hemos discutido sobre la formas de la lucha que hay que hacer más que sobre los contenidos. Hemos dividido el frente de la vida por motivos marginales. Hemos ampliado y diluido nuestra atención al tema de la vida, perdiendo de vista las cuestiones bioéticas y biopolíticas que, en cambio, siguen siendo prioritarias. Hemos eliminado algunos temas de la predicación eclesiástica, porque los hemos considerado demasiado duros para el hombre de hoy. Nos hemos dejado atrapar por una pastoral conciliante también con lo inconciliable. No hemos sido capaces de unirnos a quienes se manifestaban públicamente sobre ciertos temas.

Con Noa la deriva antropológica ha hecho un ulterior paso adelante. Pero esta deriva antropológica nos remite a otra deriva, mucho más importante: la deriva teológica. El hombre no se explica nunca totalmente a sí mismo, en el bien como en el mal. A la expulsión de Dios de nuestras sociedades sólo le puede seguir la expulsión del hombre. Es necesario que nos preguntemos, a este respecto, si no nos estamos equivocando de dirección: demasiado a menudo los cristianos miramos al hombre para encontrar en él a Dios, en lugar de mirar a Dios para encontrar en Él al hombre.

+ Giampaolo Crepaldi
Obispo de Trieste y Presidente del Observatorio Cardenal Van Thuân.