A partir de consideraciones sobre la pandemia y sus consecuencias
a la luz de Dios y su Providencia
por Pbro. Dr. Arturo A. Ruiz Freites IVE
.
Quiero compartir con quienes me escuchan o leen un
análisis y reflexión sobre lo que está ocurriendo en el mundo, ante el estupor
y conmoción de todos, y a partir de ello compartir sobre todo un reclamo, una
exhortación, un pedido grave y urgente, pidiendo a quienes con buena voluntad
me escuchen que la hagan propia y la difundan lo más posible, para que llegue a
todos, y especialmente a las autoridades religiosas y civiles.
Lo hago porque en la inmensa masa de noticias,
opiniones, análisis y reflexiones, sobre todo a nivel de medios masivos de
comunicación, sobre la sorpresiva realidad desencadenada en el presente
histórico humano por la pandemia del “coronavirus”, en lo que se piensa y hace
al respecto, considero que falta algo fundamental en la inmensa mayoría: lo que
acaece es visto y considerado en modo parcial y deficiente, y por tanto es
parcial y deficiente cómo nos ponemos ante ello con nuestra actitud y conducta.
Se afronta esta realidad desde las ciencias naturales y medios humanos, en sí
buenos y útiles, pero falta la sabiduría que considera las realidades en sus
primeras causas y últimos fines; la consideración y nuestra actitud y obrar son
gravemente insuficientes si no se hacen con la sabiduría que integra la
sabiduría humana filosófica y la sabiduría divina que nos es dada en la fe. Si
no vemos adecuadamente la realidad no obramos adecuadamente en correspondencia
a ella, así de simple.
I. Una adecuada consideración
I.1. Mal físico y vulnerabilidad humana
Tratemos entonces de considerar primero la
realidad que está ocurriendo: una pandemia viral a partir de un virus, un
microorganismo, que nunca antes, que se sepa, ha pasado a contagiar al hombre,
y ahora que ha pasado, es devastador en lo contagioso de su rapidez y eficacia
destructiva. Es un organismo de lo que llamamos la naturaleza, es decir, del
sistema conjunto e interactivo de los seres de los reinos mineral, vegetal y
animal, del mundo, distinto de nosotros los seres humanos, pero al que estamos
relacionados por nuestra corporeidad orgánica. No tenemos suficientes elementos
para juzgar con certeza si se nos pasó desde un murciélago, como dijeron, o si
salió de algún laboratorio, accidentalmente o intencionalmente, pero sí que
anda suelto y causando pandemia y pánico, como león que se escapó de la jaula,
con todas las consecuencias funestas, médicas, sanitarias, políticas,
económicas, sociales, y religiosas (hasta el punto de suspenderse el libre
ejercicio del derecho a la libertad religiosa, las Misas públicas con
participación del pueblo, en lo que es como la pena canónica del
entredicho[1]). Consecuencias que todo el mundo está padeciendo y padecerá.
Algún día se sabrá si saltó sólo del murciélago al hombre o hubo
responsabilidad humana de negligencia o malicia. Pero no es lo inmediatamente
urgente de saber aquí y ahora para poder contrarrestar y superar adecuadamente
el mal que nos acarrea. Lo que nos interesa inmediatamente descubrir es qué
entidad tiene y qué daño nos hace este agente patógeno, porqué y cómo nos está
procurando tanto mal y tantos males, y cómo contrarrestarlo adecuadamente en
cuanto al sentido profundo de nuestro obrar ante él. Temor, impotencia,
angustia, ansias, pánicos, desesperación, hasta ya algunos suicidios! Eso nos
reclama a considerar urgentemente las cosas en toda su dimensión y adoptar la
actitud correcta.
No se trata aquí del análisis biomédico del virus
y la enfermedad y contagio, ni de las medidas profilácticas, de toda la
prevención, diagnosis, tratamientos, terapias, investigación y experimentación
de medicinas, curas y vacunas, aislamiento, distancias de seguridad, tránsito y
reunión de personas, etc., etc. Tampoco del análisis político, sociológico,
económico, psicológico, del impacto de la pandemia. Todo eso está muy bien, es
necesario, pero no es suficiente, es imprescindible pero es parcial, nuestra
racionalidad pide una explicación y una actitud consiguiente plenamente humana,
sapiencial, ante el hecho de nuestra vulnerabilidad ante la peste, de nuestra
impotencia, y de nuestra realidad humana personal, espiritual y como sociedad.
Aunque en el futuro próximo se logre contener e incluso se logre una medicina,
cura o vacuna, se prevean medidas políticas y económicas, no quita lo que hoy
acontece como enfermedad, muerte, y todo, todo lo que se sigue y se seguirá de
esto.
Se trata de saber con sabiduría filosófica y
teológica lo que es este mal físico-corpóreo, el porqué, su naturaleza y sus
causas, para tener la completa y adecuada actitud. Porqué un virus se puede
comer nuestros pulmones, enfermarnos y matarnos, con tanta rapidez y
agresividad: no a la luz de su estructura y funcionalidad biológica, sino de su
realidad y accionar en cuanto tal, desde el punto de vista de la razón
filosófica y la fe: porqué existe y actúa causándonos tanto mal, y cómo nos ponemos
humanamente ante ello.
Lo primero que hemos de evidenciar es que el virus
actúa u obra según su naturaleza, buscando vivir y nutrirse de nuestras
células. No es una causa inteligente y libre, maliciosamente culpable, actúa
determinado por su modo natural de ser. Lo que para él es el fin de la
nutrición y reproducción, para nosotros es la destrucción de nuestro organismo,
un mal físico y corpóreo.
Es la cuestión del mal corpóreo y físico al que
estamos sujetos, como todo en el mundo corpóreo está sujeto a la generación y
corrupción de los vivientes orgánicos, a las transformaciones substanciales de
todos los seres del mundo corpóreo: oxígeno e hidrógeno han de dejar de ser
tales para formar el agua, y una liebre muere cuando de ella se alimenta un león,
y del león muerto se alimentan buitres y gusanos… y todo eso lo vemos como
normal, en el orden del eco-sistema universal. Un ser físico corpóreo, actuando
por su naturaleza y finalidad, es decir, con la tendencia a su bien
necesariamente impresa en su ser, lo que realiza directamente, indirectamente
causa el mal en otro. El mal en sí no tiene entidad, es la privación o carencia
que acontece en un ser particular o en un ámbito de un ser particular, y es
causado indirectamente, es decir, esa privación es causada indirectamente por
otro que directamente busca su bien particular.
Pero, qué pasa cuando el privado de su bien
particular por otro es el hombre? No es lo mismo cuando nos toca a nosotros! Lo
vivimos y sufrimos desde nuestra percepción psicológica y espiritual de modo
totalmente distinto, conscientes de cuánto contraría nuestro deseo íntimo de
integridad y de felicidad, de inmortalidad… Y, desde nuestra alma, que en sí es
espiritual, incorpórea, inmortal, pero unida sustancialmente al cuerpo como su
forma, que debía transmitir impasibilidad e incorruptibilidad al cuerpo, la
privación de esto nos es muy violento, no natural, no connatural, aunque
percibamos que de parte de nuestra corporeidad y sensibilidad somos vulnerables
a la corruptibilidad, sufrimientos, y muerte corpórea.
No hay sino una única respuesta adecuada, más allá
de la pura razón, nos la da el mismo Dios que nos ha dado el alma con tal deseo
de inmortalidad, de integridad, de felicidad: el pecado del hombre, es decir,
la propia culpa de haber perdido la relación a Él y su don de gracia
sobrenatural que ponía toda la naturaleza corpórea a nuestro servicio y nos
hacía impasibles e inmortales a las fuerzas de corrupción que hay en la misma.
Los tres primeros capítulos del Génesis contienen la explicación adecuada. Pero
es una explicación que vale para todos los tiempos y todos los males que nos
afligen en nuestra temporalidad y corporeidad: también para la presente peste.
Una primera conclusión es entonces que la acción
natural del virus es un mal físico corpóreo para nosotros y en nosotros porque
somos vulnerables debido a nuestra pasibilidad y mortalidad corpórea, pena
temporal a la que estamos sujetos, contrariando nuestro deseo natural, a
consecuencia del pecado original. La razón ve la contrariedad para nuestra
naturaleza, la fe nos da la explicación: pena temporal, física y corpórea,
sufrimientos que conlleva, todo a causa de la culpa moral: perdido
culpablemente nuestro estado original de amistad divina en gracia, que
implicaba impasibilidad e inmortalidad, prefiriendo la creatura al Creador,
estamos sometidos a la interacción de los agentes creaturales dañinos. Lo había
entrevisto un pagano como Séneca, que escribió: “el castigo del delito está en
el mismo delito” (De la fortuna, Parte II, c. 3), lo reveló con precisión la
Palabra de Dios, que también dijo: “cada cual será castigado por medio de
aquellas cosas con las que peca” (Sabiduría 11,16)[2].
I.2. Dios,
el mal físico y el mal moral
De la consideración de la realidad corpórea-mundana
y de la realidad del hombre, cuerpo pasible y alma espiritual e inmortal,
penando en el mundo, pasemos a la consideración de Dios, para considerar más
completamente la cosa a la luz del primer principio y última causa de todas las
cosas.
Si todo tiene ser pero no es “el ser”, sino tal o
cual ente particular, desde las propias esencias o naturalezas ningún ente de
este mundo, ni el hombre, se ha dado a sí mismo el ser, lo tiene participado,
recibido, y por tanto causado por aquel ser distinto real que “es” “el” Ser,
infinito ser, por tanto único, Dios! Infinito en el ser, infinito por tanto en
la bondad, causa directa, universal e íntima del ser y la bondad de las cosas,
y de su dinamismo correspondiente a la naturaleza y finalidad de cada ente particular.
Esta verdad de razón filosófica es afirmada por nuestra fe: profesamos en el
Catecismo “Dios es el Ser absolutamente perfecto, creador del Cielo y de la
tierra”.
Dios, que causa la causalidad de las creaturas,
primer motor trascendente de todo lo que se mueve y que mueve en todo lo que se
mueve, haciendo que cada ente corpóreo busque su propio bien, hace que
indirectamente cause el mal cuando ese bien particular priva a otro ente de su
bien particular, pero es por el bien del universo entero de las creaturas
corporales. No es de ningún modo atribuible a Él un mal moral por el hecho del
mal particular físico o corpóreo que se causan las creaturas en sus interacciones,
cuando una, por su bien particular, priva a otra del propio bien; Dios que como
causa creadora y trascendente del cosmos y su dinamismo todo gobierna con su
providencia, así lo ha ordenado por el bien del todo y el bien superior del
hombre al que está ordenada la creación corpórea. El problema es que el hombre
mismo se condenó a ser vulnerable en esa interacción de las creaturas
corporales. Pero en su bondad y providencia aún esto Dios lo ordena al bien
mayor del fin del universo: la salvación en la unión con Él participando de su
vida eterna.
Dios no es una entelequia abstracta, o alguien que
puso en marcha el universo como el mecanismo automático de un reloj, sino que
es el ser infinito, personal, libremente creante por amor para comunicar la
participación de su bondad; a todo está presentísimo íntimamente comunicando
causalmente el ser y con el ser el dinamismo y finalidad de todos los entes.
Especialmente está así presente en cada ser humano, cuya alma es directa e
inmediatamente creada por El e infundida en ocasión de la disposición humana de
la procreación[3]. Para Dios no hay tiempo, su eternidad está presente a todo
tiempo y contempla desde la misma toda la multitud y sucesión, en el espacio y
el tiempo, de los males que los hombres se han procurado y se procuran con el
pecado, el pecado original y los pecados personales.
El mal físico-corpóreo es sólo relativo como
privación del bien particular físico de un ente particular. No es el verdadero
mal, que es el mal moral: este consiste en la privación voluntaria y culpable
de la creatura espiritual de su orden a Dios, fin último y verdadera felicidad,
causado indirectamente al preferir un bien particular a Dios, bien infinito:
aversio a Deo et conversio ad creaturam, definió S. Agustín y lo reafirmó Sto.
Tomás[4]. En el pecador, en su querer que defecciona del verdadero bien
integral humano, falla el fin último del universo, y ése sí es un mal
verdadero, definitivo, que tiene como consecuencia el mal de pena eterna:
perder a Dios. El mal moral no es de ningún modo causado trascendentalmente por
Dios, causa de la libre causalidad humana: es atribución y responsabilidad
exclusiva de la voluntad libre culpable; la voluntad divina aquí es sólo
permisiva, y por un bien mayor. Dios mueve como creador y por su gracia la
conciencia moral y la voluntad del hombre hacia el verdadero bien, pero con su
libre albedrío el hombre puede preferir un bien particular contra su
ordenamiento a Dios, que le dicta su conciencia y la ley divina. El hombre con
su pecado, originalmente se hizo reo de las penas temporales, sujeto a la
interacción dañina de las creaturas corporales, y reo culpable de pena eterna,
lo que reitera con sus pecados personales. Mas Dios no cambia y sigue queriendo
su salvación. Por esto la situación del hombre en el mundo corpóreo y en el
tiempo, en su vida terrenal, aún con su vulnerabilidad penal, mientras no muera
y se condene a pena eterna, tiene la gran ventaja que eso le permite todavía la
posibilidad de la reconciliación, de la conversión, de la salvación.
Dios, ante el mal moral de la culpa o pecado del
hombre, que permite por un bien mayor, responde con la encarnación de su Hijo
unigénito, el Verbo de Dios mismo, el cual, hecho hombre, asume la pasibilidad
corpórea y física, sufrimientos y mortalidad, consecuencias penales del pecado.
Padeciendo y muriendo en la Cruz, ofreciéndose y pidiendo por la conversión y
perdón de los pecadores, incluso quienes lo crucificaron, mostró ese bien mayor
por el cual Dios permite y asume, en la humanidad de su Hijo y para todos los
hombres, el mal del sufrimiento y la muerte. Es la reconciliación con Dios, la
conversión a Él, cuya realidad íntimamente presente a los ojos del espíritu
aunque invisible a los ojos del cuerpo, ha sido olvidada, despreciada,
traicionada y ofendida por nuestros pecados. Por la unión e incorporación a
Jesucristo nos devuelve la gracia y el amor de Dios, y hace que toda nuestras
penas temporales, nuestra vulnerabilidad, pasibilidad, sufrimientos todos y
hasta la muerte se unan a su acto de amor de Dios sobre todas las cosas en
expiación, satisfacción, sacrificio. La pena y sufrimiento temporal es medio de
salvación eterna, en el amor de Dios.
La conclusión hasta aquí es entonces: Dios quiere
indirectamente y permite que, en la interacción de las creaturas corpóreas, el
bien particular de una implique el mal particular de otra, por el bien superior
del orden del universo corpóreo a su fin. Dios no quiere, sólo permite los
males morales, por el bien mayor de su justicia y misericordia y la obra salvífica
de Jesucristo. Dios no queriendo pero permitiendo el mal moral humano del
pecado original ha permitido que el hombre se someta a la interacción de las
creaturas corporales que le pueden dañar corporalmente y temporalmente, e
incluso a la interacción de otras persona humanas con la mediación de la
sensibilidad y corporeidad, y hasta del demonio (teniendo en cuenta que por esa
mediación llega hasta un influjo de la malicia de las voluntades creadas
hostiles sobre el hombre tentándolo al mal moral, pero es ya otro tema…). Esta
pena temporal y corpóreo-físico humana con todas las implicaciones psicológicas
y espirituales penosas, sufrimientos, es permitida por Dios en la
vulnerabilidad humana que el hombre mismo se ha procurado; es querida
indirectamente y permitida por Dios en la causalidad divina causa trascendente
de la causalidad segunda, la causalidad creada, y de la interacción de las
creaturas corporales, es decir, en el agente que por su bien particular causa
un mal particular físico-temporal en el hombre, y la serie de sufrimientos que
conlleva.
Dios en su providencia salvífica dispuso la
Encarnación para la Salvación mediante Cristo y su Cruz: en la pasión y muerte
de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, hace que esa pena temporal humana
infligida como pena por la culpa y causada por los agentes o causas
físico-corporales, sea medio de Salvación. Así el gobierno divino del mundo,
providente de Salvación, ha establecido este orden y nuevo sentido sobrenatural
a la vida temporal del hombre sujeto a sufrimiento y muerte.
1.3. Milagros, intervención divina, castigo?
En su omnipotencia creadora, Dios que causa el ser
y el obrar de las creaturas como causa trascendente, puede aquí y ahora obrar
un milagro. El milagro es, como la etimología de la palabra lo indica, algo que
produce maravilla, admiración, cuando percibimos en nuestra experiencia que una
cosa corpórea física actúa más allá del orden de su propia naturaleza y acción,
y eso lo puede causar solamente Dios, aún mediante alguno, como los milagros de
Cristo[5]. Esto es para certificarnos de su presencia y acción salvífica
omnipotente, en orden a que creamos y recibamos su Evangelio y su gracia. Sólo
negando la recta razón filosófica que demuestra la omnipotente causalidad
divina sobre el ser, la naturaleza, el obrar y la finalidad de todos los entes,
es decir, siendo no racionales sino racionalistas, negándole a Dios ser Dios,
se niega la posibilidad de su obrar milagroso cuando Él quiera[6]. Pero
entonces hay que negar entonces los hechos históricos, y desautorizar los
testigos presenciales, o la veracidad histórica de su testimonio, como hacen
los biblistas racionalistas, desde el prejuicio filosófico subjetivista, que
niega la realidad tal cual es… y la causa divina y trascendente de todo, Dios
trascendente, sustituido por el panteísmo de la subjetividad o una subjetividad
panteísta, conciencia o materia universal, mundo o Madre Tierra que se llame, o
como se llame, Gaia o Pachamama…
Lo cierto es que siendo Dios El que es (Gen 3,14),
puede obrar milagros. Puede, sí, hacer actuar las causas naturales más allá de
sus límites propios, por omnipotencia divina, y entonces, tanto puede potenciar
como impedir la acción de una causa natural. En otras palabras, y en el caso
concreto de la acción de agentes naturales dañinos ante la vulnerabilidad del
hombre: Dios puede obrar milagrosamente en las creaturas para potenciar su
accionar y causar entonces (indirectamente y permisivamente como hemos visto)
un mal o pena y sufrimiento temporal al hombre, a cada uno o a su conjunto,
como un castigo temporal en vista de un bien mayor. La historia bíblica es una
larga historia de estas intervenciones divinas de hecho: el diluvio, las
derrotas milagrosas de los enemigos de Israel, las pestes de Egipto y la aniquilación
del Faraón y sus huestes en el Mar, la peste al pueblo por el pecado del rey
David… etc., etc. Jesucristo mismo tomó un látigo y castigó a los mercaderes
del Templo de Jerusalén. Sólo un racionalista, contra la recta razón incluso
filosófica, y contra toda sabiduría, puede negar que Dios pueda castigar y que
castigue.
Pero así como puede castigar milagrosamente por un
bien mayor, la conversión y la salvación, puede milagrosamente impedir el mal
que puede causar un agente corpóreo sobre el hombre, o puede milagrosamente
sanarlo, e incluso resucitarlo de la muerte. Lo tenemos también de hecho, no
sólo como posibilidad pensable filosóficamente, en la historia de la Salvación,
tanto en el antiguo como en el Nuevo Testamento, y resplandece sobre todo en
Cristo, que hasta nos narran los Evangelios que en su vida pública resucitó a
tres, el último Lázaro, y luego se presentó resucitado él mismo, por su propio
poder. Eso funda nuestra esperanza en la Resurrección futura. Pero también en
poder pedir milagros ahora, que Dios frene la pandemia.
Es curioso, casi nadie quiere pensar o decir que
en esto que está pasando puede haber castigo divino, como si eso hiciera a Dios
malo, como si un padre fuera malo porque castiga a su hijo para que se corrija.
“El padre que escatima la vara no ama a su hijo, Pero el que lo ama lo
disciplina con diligencia.”, dice el libro de los Proverbios, 13,24. Y es
cuando menos bochornoso y vergonzoso, si no indignante, escucharlo negar en
dignatarios y prelados, bellacamente sometidos al secularismo racionalista y
ateo cultural impuesto en el mundo: han cambiado el Dios verdadero por un
panteísmo mundano historicista, aunque sigan usando lenguaje cristiano. Curioso
es también que muchos rezan pidiendo a Dios un milagro, que intervenga
deteniendo la peste, o haciéndonos invulnerables a ella, pero no piensan que
pueda Dios estar haciendo un milagro castigando correctivamente… Si Dios puede
hacer esto, puede hacer aquello!
A cada alma le puede servir la pena temporal para
conversión y salvación eterna, y, si no en esta vida, luego se purifica en el
purgatorio, que es una verdad de fe. Pero si no hay conversión hay desgracia y
pena eterna, el infierno, que también es una verdad de fe.
Eso es personal… pero qué pasa con las culpas comunitarias,
sociales, institucionales, donde hay una cooperación solidaria de muchos, como
un país que se da una ley de apostasía idolátrica o una ley criminal,
gravemente inicua, como el aborto por ejemplo?
La retribución en justicia del pecado personal es
ultraterrena y ultratemporal, pero Dios puede castigar con penas temporales
colectivas un pueblo, una sociedad, una nación. Puede castigarlos en aspectos
de la dimensión meramente temporal de bienes materiales o corporales (guerra,
hambre, peste, cfr. 2Sam 24,12-13[7]), en orden a la conversión por el bien
superior de la dimensión más trascendente del bien común: el ordenamiento
interpersonal en justicia y amistad o caridad, que es el bien común, y que
incluye la justicia hacia Dios la religión, buscando su verdad y, encontrada,
profesarla[8], lo que funda la rectitud de toda otra interrelacionalidad
personal en la sociedad. En la Sagrada Escritura, no sólo en el Antiguo
testamento (como los ejemplos ya recordados), tenemos la indicación de un
castigo temporal divino nacional: Jesucristo predijo la destrucción de
Jerusalén (Lc 19,41-44), y lloró por ello, y no sólo eso, se lea su discurso
escatológico en los Evangelios (Lc 21,5-28)[9]. S. Juan XXIII, el “Papa bueno”,
nos recuerda una publicación[10], en su Radiomensaje del 28 diciembre 1958,
decía: “El hombre que siembra la culpa, recoge el castigo. El castigo de Dios
es la respuesta suya a los pecados de los hombres”, por lo cual “dice de huir
del pecado, causa principal de los grandes castigos”.
Todavía un última precisión: se podría objetar si
Dios no estaría entonces castigando a muchos inocentes y personas buenas que
están sufriendo y muriendo. Digamos a eso, primero, que toda pena temporal es
por culpa nuestra desde el pecado original, en cuanto a nuestra vulnerabilidad;
segundo, que así como en Cristo, el más inocente en cuanto hombre, la pena
temporal es asumida como expiación agradable, así Dios lo permite en el
sufrimiento de los inocentes y buenos en unión a Cristo. Siempre que a ese
sufrimiento le demos el sentido y valor que en la fe y caridad Dios quiere, y
por el cual lo permite en la vulnerabilidad que el hombre se ha causado (Mt
5,5: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”). Es más, cuando
en la historia de la Iglesia, en tiempos pasados, los hombres tenían menos
ciencia positiva y medios de investigación biológica y de medicina a
disposición, eran sin embargo sabios, y entonces suplicaban a Dios por un
milagro, que detuviera la peste, y, en lo que hubiera de castigo divino, perdonara,
y a la súplica del perdón de la pena unían la del perdón de las culpas, y
entonces se asumían junto a las rogativas penas penitenciales, no sólo los
pecadores penitentes, sino los buenos e inocentes, todos haciendo
solidariamente penitencia unida a las súplicas, y en primer lugar, aquéllos que
como dice la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, están en el estado de
perfección haciendo resplandecer la nota de santidad de la Iglesia, los
religiosos (Lg 6)!
Por eso es que a la mayoría de las consideraciones
de la realidad del presente histórico de esta pandemia y sus consecuencias es
necesaria completarla con la consideración de su realidad integral: es una pena
temporal a la que estamos sujetos, enfermedad, sufrimiento y muerte, para la
que, si bien hemos de buscar los posibles remedios físicos, corpóreos y
temporales, sea para esa misma realidad como para sus consecuencias de todos
los otros males que se le siguen, es necesario considerarla a la luz de Dios y
de su respuesta en Jesucristo al mal humano de culpa y de pena: la conversión y
la salvación eterna, la esperanza en la futura resurrección, cuya primicia es
el mismo Jesús resucitado, a cuya fiesta nos aproximamos. A la luz de la
presencia trascendente, personal, providente y gobernante de Dios en toda su
creación y en el hombre, y su voluntad salvífica para con éste (1 Tim 2,4-6;
cfr. Jn 1,29; 3,16-17; 1 Jn 4,14; Hech 4,12; 10,36.42.43), hay que saber que
Dios, “que en todas las cosas interviene para bien de los que le aman” (Rm
8,28)[11], puede milagrosamente, en orden a la salvación eterna, castigar y
curar, y entonces también permitir, y hasta infligir, una peste, y hacerla
cesar si quiere.
II. El reclamo urgente a la adecuada actitud y
conducta
El amor de Dios se nos manifestó y se nos presentó
como Salvación asumiendo y superando nuestra pena temporal con su pasión,
muerte y resurrección. Y de allí que todo mal y pena temporal, como la presente
pandemia y sus consecuencias, no es adecuadamente comprendido ni adecuadamente
asumido y superado si no es a la luz de su función para la conversión y
salvación, para vida eterna. Que se empleen todos los medios para paliar la
enfermedad y sus efectos, combatir su etiología inmediata, pero todo es absolutamente
incompleto e insuficiente si no se asume con la perspectiva del reclamo que las
penas temporales, sufrimiento y muerte, nos hacen al despertar a la presencia y
gobierno providente de Dios, a nuestro destino eterno más allá del tiempo y de
la muerte, y por ello al amor en Cristo de Dios y del prójimo, y por tanto al
sentido de expiación, de conversión, de oración confiada para tener la gracia
de vivir todo esto en su auténtico y trascendente sentido, con auténtica
sabiduría acorde al hombre y al don de Dios para él, y entonces de búsqueda de
unión con Dios en quien sólo está la salvación y felicidad verdadera.
Por ello el reclamo y exhortación, a cada uno, a
todos, y en especial a las autoridades, particularmente a las autoridades
religiosas y a las autoridades civiles de nuestras naciones: abrid los ojos a
la realidad a la luz de Dios!
Que se vea en esta pandemia y sus consecuencias,
la permisión divina de los males temporales que nos afligen por culpa de
nuestras culpas, a partir de aquélla original, y, con todas la previsiones y
medidas del caso del punto de vista individual y social que se están tomando,
asumir ante la misma la consideración que a nuestra dignidad racional y
espiritual trascendente de personas corresponde, es decir la consideración integral
a la luz de la realidad fundante y gobernante del universo y toda otra
realidad: la realidad de Dios, que está de modo inaudito ausente de todo lo que
se está diciendo y haciendo, “ut si Deus non daretur”, como si no hubiera Dios,
en un ateísmo o agnosticismo de hecho que es desolador…
Si Dios permite los males temporales y, aún más,
puede castigar, es para la salvación eterna, si sabemos ponernos frente a ellos
con la visión y el querer de la salvación eterna. Si no, las penas temporales
no sólo pierden su sentido, sino que con la muerte llega también la pena
eterna. Nadie lo ve? Nadie lo dice? Sólo se habla de “acompañar” sin dar el
sentido? Sin anunciar el Evangelio, la Buena Nueva del sentido salvífico de la
Cruz?
II.1. Cada
uno
En definitiva, cada persona ha de responder ante
Dios por su relación con Él, como nos enseña el hecho de quienes quedan en
aislamiento absoluto en terapia intensiva, solos humanamente, con la muerte muy
cercana… pero está Dios! Una noticia el otro día contaba de un moribundo en
esas condiciones que envió por el personal médico a decir a sus deudos: “no se
aflijan… soy inmortal…” y quiero pensar que en esas palabras está la única
esperanza que salva con vida eterna: Dios.
De hecho se están dando bienes superiores espirituales
a partir de este mal físico y temporal: altruismo, solidaridad, conciencia del
valor de la vida, de la subordinación a ella en uno y en el prójimo de muchos
bienes particulares a los cuales se ha de renunciar, e incluso, un
redescubrimiento en el plano social y político de que la economía está al
servicio del hombre y no al revés (aunque se oponen poderosos, corazones
endurecidos como el del faraón del Egipto, solo interesados en obreros para que
crezcan producción y capital financiero). Pero no basta en absoluto, si todo se
queda en mero humanismo filantrópico, sin Dios!
Esto, que vale para el plano personal, tanto más
para el plano social religioso y político, puesto que el bien común que todos,
y particularmente las autoridades, deben procurar, es el bien común humano
integral, que implica, en sus órdenes, el de la sociedad religiosa (me refiero
especialmente a la sociedad eclesial) y el cívico-temporal, el ayudar las
personas en la educación hacia la realización de su destino eterno.
II.2. En el orden civil, político temporal
En especial respecto de la sociedad política, por
tanto, no se agota la función política y social de las autoridades en lo que
puedan hacer por el ministerio de sanidad y por el ministerio de economía! La
principal tarea, dentro de la propia función y orden del bien común
político-temporal, es ayudar a dar el sentido verdadero del vivir social y sus
eventos, pues las autoridades no están exceptuadas de la exigencia de la
espiritualidad humana de reconocer a Dios creador y salvador, que permite los
males por bienes mayores!! Urge una conversión al verdadero bien común temporal
de las naciones, poniendo fin a gravísimas injusticias contra Dios y contra los
hombres, injusticias masivamente, y gravísimamente, criminales.
Y, por tanto, aquí sí que hace falta, contra la
apostasía atea “oficial” de las naciones, conversión! Es el gran reclamo, que
deberían gritar todos: Conversión!
Conversión ante todo institucional en las
políticas de gobierno, en las leyes y la administración de la justicia,
abrogando todo aquello que clama vindicta[12] temporal ante la justicia y la
bondad divinas: ante todo, la masiva e institucionalizada muerte de los más
inocentes e indefensos, los embriones humanos asesinados por el aborto en el
seno materno; con ello todas las abominaciones que ofenden el dominio de Dios
sobre la vida humana, y los genuinos derechos de ésta: contracepción,
producción, congelamiento y manipulación de embriones, coonestación cultural y
jurídica de la homosexualidad, autonomía libertina en la manipulación del
cambio de sexualidad contra natura, la eutanasia como suicidio asistido o
eliminación activa o pasiva de enfermos terminales, discapacitados o
simplemente enfermos… es decir, todo aquello en lo que públicamente los
modernos estados, que no reconocen a Dios, se han auto-proclamado dios entrando
en el santuario de la vida humana, de la sexualidad humana, de la familia, para
una manipulación materialista que clama al Cielo.
A eso se agrega el gravísimo atentado,
globalizado, contra la inocencia de los niños, contra su connatural identidad
sexual, con las leyes de educación con perspectiva de “identidad de género”,
esto es auto determinación y sexualización, que es perversión de la niñez que
clama al cielo, con el atentado a la autoridad de los padres y los derechos
educativos de las familias, y hasta en un país postular la legalización de la
pedofilia!
Si en la antigüedad, por muchas menos iniquidades
se reconoció en ocasiones la guerra, el hambre o la peste como no sólo
permisión divina sino castigo divino… por culpas nacionales, qué hemos de
pensar ante la masa incalculable de crímenes legalizados en nuestras
sociedades?
II.3. En la sociedad eclesial
Si nos referimos a la sociedad eclesiástica, ¿no
hay que hacer un muy serio examen de conciencia y conversión, entre varias
otras cosas, y con ocasión del entredicho práctico de la privación de la
eucaristía que está sufriendo el pueblo de Dios, del haber muchas de sus
autoridades contradicho permisivamente la disposición divina?: “quien coma el
pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre
del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa.
Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo.
Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos.
Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser
castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el
mundo.” (1 Cor 11,28-32).
II.4. “En
todas las cosas interviene para bien de los que le aman”
Y bien, si no se asume la adecuada e íntegra
comprensión y correspondiente actitud ante la pandemia que nos aflige y todas
sus consecuencias, no se tendrán los bienes mayores espirituales que tanto mal
y sufrimiento temporal pueden procurarnos, no dará todo el fruto de bondad que,
por la libre cooperación del hombre, quiere la permisión divina de estos males,
en el gobierno divino y providente del universo.
Podemos siempre, sí, y movidos por piedad y
caridad, pedir y suplicar a Dios una intervención milagrosa, extraordinaria,
para frenar la permisión de este mal y sus causas naturales corpóreas. Pero, si
la súplica no está acompañada de la voluntad de conversión y de la recta
intención de pedir un bien temporal que siempre será dado en orden a nuestra
salvación eterna… puede ser eficaz nuestra súplica? Quizás por el bien de
pocos, aunque se pierda la ciudad, como cuando Abraham suplicó a Dios por los
pocos justos que podía haber en Sodoma… pero, luego, saliendo éstos, llovió
fuego del cielo. Y bien, ahora, … si no hay conversión, si se ha extinguido la
caridad y no hay fe sobre la tierra en el orden público de las naciones… quién
sabe?
No sabemos ni el día ni la hora ni tenemos ciencia
infusa para ello, pero en la Escritura, en 2 Tes 2,7, se nos dice que en la
manifestación del Impío, del Anticristo, el Señor lo “destruirá con el soplo de
su boca” (sin barbijo) y lo “aniquilará con la Manifestación de su Venida”.
El gobierno divino del universo ha hecho a
Jesucristo, por su Cruz, triunfador del pecado y la muerte, y entonces todo,
aún el pecado, si arrepentido, convertido y perdonado el pecador, “coopera para
el bien” (Rm 8,28), que es la salvación de las almas, “si hijos, también
herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él,
para ser también con él glorificados. Porque […] los sufrimientos del tiempo
presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”
(Rm 8, 17s.).
En un reciente artículo[13] se recordaba una
visión de Jesucristo a la beata Juliana de Norwich (1342-1416), un 13 de mayo
(qué coincidencia con Fátima!), en la que el Señor le dice, “con extrema
dulzura”: “Sí, el pecado es una gran tragedia porque os hace un mal increíble”
[…] “Pero todo irá bien, todo terminará bien”. Estas últimas son las palabras
que hoy en toda Italia se difunde como lema ante los males de la peste: “Todo
irá bien” (Tutto andrà bene). Sí… pero sólo si tomamos la actitud y obramos en
consecuencia con la Sabiduría que el Señor nos pide.
Notas
[1] Código de Derecho Canónico, c. 1332.
[2] Citados, en artículo sobre la pandemia, por R.
de Mattei, “Il “cigno nero” del 2020?”, en corrispondenzaromana.it.,
25.03.2020.
[3] Sobrenaturalmente, además, se dona
presencialmente en su íntimo misterio trinitario mediante la gracia en el alma
del justo.
[4] Cfr. Suma de teologia, I-II, qq. 71-80.
[5] Puede, y de hecho obra Dios también efectos
extraordinarios de una causa creada, no milagrosos en cuanto no perceptibles a
los sentidos, como en la absolución sacramental, la transubstanciación
eucarística, etc.
[6] Cfr. Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei
Filius, c. 1, DH 3000ss., spec. 3009 e 3034; S. Pio X, profesión de fe
preceptuada por el Juramento antimodernista (01.09.1910) DH 3539.
[7] “”«Anda y di a David: Así dice Yahveh: Tres
cosas te propongo; elije una de ellas y la llevaré a cabo.» Llegó Gad donde
David y le anunció: «¿Qué quieres que te venga, tres años de gran hambre en tu
país, tres meses de derrotas ante tus enemigos y que te persigan, o tres días
de peste en tu tierra? Ahora piensa y mira qué debo responder al que me
envía.»”” (II Samuel 24,12s., Biblia de Jerusalén).
[8] Cfr. Conc. Vat. IIo. Declaración Dignitatis
humanae, 1; Catecismo de la Iglesia Católica, §§ 2104-2109, véase el contexto,
la exposición sobre el 1er. Mandamiento del Decálogo, §§ 2083-2141, así como la
exposición de la moral social, §§1877-1948.
[9] Cfr. paralelos en Mt 24, Mc 13. Se vea también
Ap 11,2 y, sobre los castigos del ateísmo y la impiedad, Rm 1,18ss.
[10] R. de Mattei, lugar citado.
[11] Vulgata: “diligentibus Deum omnia cooperantur
in bonum”.
[12] Gen 4,10; 18,20; 19,13; Ex 3,7-10; 22,20-23;
Dt 24,14-15; Sant 5,4; Catecismo de S. Pio X, § 154; o “claman al Cielo” (cfr.
Catecismo de la Iglesia Catolica § 1867).
[13] C. Siccardi, “Quando la morte bussa più
forte”, en corrispondenzaromana.it, 25.03.2020.
Fuente: Observatorio Van Thuan, 8 abril 2020