Por Stefano Fontana
Fuente: Observatorio Van Thuan, 12 de mayo 2020
Publicado en brujulacotidiana.com
En el tema de la prohibición de las misas con
público debido al coronavirus surge una cuestión fundamental: la Libertas
Ecclesiae, la libertad de la Iglesia. El caso italiano, con un acuerdo firmado
por el Gobierno y la Conferencia Episcopal que regula la liturgia, es
emblemático, pero en muchos otros países se está llevando a cabo de manera
diferente.
El Estado no puede meter las narices en lo que
sucede en el altar. Si lo hace y la Iglesia lo acepta, la Libertas Ecclesiae se
pierde. Si no es libre en el altar, la Iglesia no es libre en ningún otro
campo. En estos tiempos nuestros se necesita, por lo tanto, luchar nuevamente
por la Libertas Ecclesiae, como en tantas ocasiones en la historia, pero con
una gran diferencia: anteriormente era el liderazgo de la Iglesia el que
dirigía la batalla, y ahora ya no es así.
En nombre de la Libertas Ecclesiae se fundaron
nuevas órdenes religiosas, como la fundada en Cluny. En nombre de la Libertas
Ecclesiae, Hildebrando di Soana (es decir, Gregorio VII) excomulgó al Emperador
y lo acogió como penitente en Canossa. En nombre de la Libertas Ecclesiae,
Bonifacio VIII anticipó la “bofetada” de Anagni con el documento Unam Sanctam.
En nombre de la Libertas Ecclesiae, santa Catalina de Siena insistió en el
regreso de los pontífices de Aviñón a Roma. En nombre de la Libertas Ecclesiae,
los vandeanos tomaron las armas y muchos sacerdotes fueron masacrados por no
aceptar la Constitución Civil del Clero. En nombre de la Libertas Ecclesiae,
Pío IX excomulgó al Estado italiano después de Porta Pia, se consideró
prisionero y emitió el non expedit.
En nombre de la Libertas Ecclesiae la Iglesia polaca se enfrentó al poder
comunista con sacrificio, el cardenal Wyszynski languideció en prisión y Juan
Pablo II trabajó por una Europa cristiana. En nombre de la Libertas Ecclesiae,
el cardenal Zen todavía defiende hoy la sufrida y verdadera Iglesia Católica
china.
La declaración de Augsburgo (cuius regio eius religio) negaba la Libertas Ecclesiae, pero era
una cosa protestante y no católica, como la Paz de Westfalia. La política
eclesiástica de José II del Sacro Imperio Romano Germánico fue soportada pero
no aceptada por la Iglesia. Fue también la Iglesia la que se opuso al nuevo Estado
italiano que dispersó las órdenes religiosas, confiscó las propiedades,
suprimió las obras piadosas y condicionó el nombramiento de obispos con el
exequátur.
La libertad de la Iglesia se basa en su divina
institución. Cristo la ha constituido, ha enviado el Espíritu para sostenerla y
guiarla, le ha enseñado cosas propias, la ha hecho administradora de la gracia,
ha establecido un orden jerárquico en ella, le ha dado una misión, le ha dicho
cómo adorarlo en la liturgia, le ha enseñado cómo rezarle, la ha hecho parte de
una “maternidad sobrenatural”, le ha dicho que respete las autoridades
terrenales que se apoyan en el derecho natural que tiene a Dios como autor, y
también que obedezca a Dios antes que a los hombres.
La libertad de la Iglesia implica una
reivindicación de independencia absoluta como fruto de una sumisión igualmente
absoluta a Dios. Los derechos de la Iglesia se basan en los derechos de Dios y
no en el derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos. La Iglesia es
soberana en la custodia de las verdades reveladas y de la ley moral natural, es
soberana en la determinación de la liturgia porque Dios debe ser adorado como
Él quiere y no como los hombres desean, es soberana en la educación de los
niños y de los jóvenes porque la educación es como la continuación de la
creación, es soberana en la santa constitución del matrimonio y de la familia y
es, por último, soberana en la caridad que es participación en la vida misma de
Dios.
Los estados modernos, sustancialmente ateos, han
ido quitando progresivamente a la Iglesia la soberanía en la educación (con el
monopolio de la escuela pública), en el matrimonio (con el matrimonio civil y
el divorcio), en la caridad (con la asistencia burocrática). El Estado de hoy
ha conseguido aún más: ha quitado a la Iglesia la soberanía sobre la doctrina y
la moral, impidiéndole impartir enseñanzas contrarias a los “nuevos derechos”
que entretanto el Estado había reconocido y ahora, aprovechando la epidemia, le
quita la soberanía sobre la liturgia, regulando los altares con sus gritos.
¿Se opone hoy en día cuanto menos una resistencia
(cuando no una contraofensiva) a la erosión de la Libertas Ecclesiae? No,
porque la erosión de la libertad que en la modernidad se produjo en conflicto
con la Iglesia, que se resistía y luchaba, hoy se produce con el consentimiento
de la Iglesia, ya que ella misma está pidiendo perder su libertad, incluso
considerándola una exigencia del Evangelio: desaparecer como Iglesia al
servicio del mundo, vaciarse en la misión, encontrar a Dios en el hombre. No
hay protesta porque los católicos tienen que enseñar a los niños y jóvenes lo
que el Estado quiere que se les enseñe; tampoco hay protesta porque la ley
civil ha acabado con el matrimonio, pero el pluralismo de opciones se acepta
como algo bueno; nadie se queja de que la caridad de la Iglesia dependa del
Estado. Y de la misma manera, hoy nadie se queja si el Estado ordena que el
sacerdote celebrante toque el Cuerpo del Señor sólo con guantes.
La diferencia verdaderamente importante es que la
Iglesia de Gregorio VII luchó por su libertad, mientras que la Iglesia de hoy
parece feliz con su falta de libertad, incluso parece que desea aumentarla. Y
hasta se lo agradece a los que se la quitan.