por P. fr.
Rafael María Rossi O.P.
“No estemos en este mundo sin esperanza y sin Dios”
(Efesios 2, 12)
Un fenómeno difundido socialmente en los últimos
tres siglos (que son como nada en la historia total de la humanidad) es lo que
llamamos ateísmo: no solamente la creencia (a modo de fe) en la no existencia
de algún Dios, sino también a la voluntad de que Dios no exista, o de que sea
eliminado (por lo menos de la sociedad), lo cual implica muchas veces la
construcción de la divinidad, del sentimiento religioso o sea de los ídolos,
creaturas del hombre con valor absoluto: en definitiva que no existe nada ni
nadie más allá y por encima del hombre y del mundo; y que sea origen (arché) y
causa (de alguna manera) del mundo, que ordena, da sentido y provee al kosmos y
al hombre, solo y en sociedad. Así se revelan ateos los sistemas de pensamiento
que pretenden construir a su arbitrio la vida del hombre y de la sociedad,
incluso la misma felicidad; aunque el resultado sea muy diverso de la
felicidad.
En todos los siglos de la humanidad los hombres
pensaron y creyeron en la divinidad, no sólo religiosamente sino también
filosóficamente. Los presocráticos se preguntaron en qué consistiría el Primer
Principio del kosmos, y vislumbraron en algunas respuestas las características
(o atributos) de lo divino: el orden (kosmos), lo infinito (apeirón), la
inteligencia (noús), le eterno, al amor (filía), el Logos.
Saltándonos más de 2000 años, los ateos nuestros
contemporáneos también ensayaron análogas respuestas: para Feuerbach la divinidad
no sería más que la idea perfecta de hombre, elevada a nivel religioso. Marx,
que radicalizando la idea pretende negar a Dios, y reemplazarlo por el Estado,
providencial y creador de la sociedad, de las relaciones humanas, o sea del
hombre.
Para otros, basándose en ciertas hipótesis de las
ciencias experimentales (“Dios juega a los dados”, como NO diría Einstein)
atribuyen a este arché la característica del azar, la casualidad. En última
instancia, no habiendo algo o alguien divino anterior al mundo, tiene que ser
el hombre “la medida de todas las cosas”, el hacedor y ordenador del cosmos y
de la sociedad humana.
En el título hemos relacionado el ateísmo con la
desesperación; esta relación necesaria la veremos aparecer en dos autores.
En primer lugar Hegel, para quien el Espíritu
Absoluto se va construyendo como pensamiento o Idea; pero que en definitiva se
convierte en una Conciencia desgarrada, porque todo lo que Él ha construido (la
cultura) es una gran mentira. En la “Fenomenología del Espíritu” nos habla de
la vanidad de la cultura (hegeliana) i; allí encontramos un adelanto del tango que dice: “verás que todo es
mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa”, para quedar “sin
rumbo, desesperado”.
Existen dos mundo, el de la
realidad y el del espíritu (o la pura conciencia): en otras palabras, un mundo
de los entes individuales que existen concretamente, y el mundo de las ideas
universales o conceptos: “aquello mediante lo cual el individuo tiene aquí
validez y realidad es la cultura” [que en la traducción sociológica
materialista dice: “la esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada
individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales” ii].
El individuo, en la medida en que se disuelve en lo
genérico, entonces existe de verdad: “en cuanto tiene cultura tiene realidad y
potencia; […] su realidad consiste en la superación del sí mismo natural”. El
ente individual queda así como inexistente, irreal. “La particularidad de una
naturaleza que deviene fin y contenido es algo impotente e irreal; es una
especie que se esfuerza en vano y ridículamente por ponerse en obra; es la
contradicción consistente en atribuir a lo particular la realidad que es
inmediatamente lo universal […] Solamente cobra realidad lo que se enajena a sí
mismo”. Cada individuo, y en nuestro caso cada persona en particular, deberá
negar su propio ser, y su propia esencia y su existencia, para masificarse en
el consenso social: matar la persona para que se salve la comunidad. (cfr. Juan
18, 14: Caifás dijo: “es preciso que muera un hombre por el bien del pueblo”).
“El poder del individuo consiste en ponerse en
consonancia con la sustancia [que es lo real universal], es decir, enajenarse
su sí mismo y, por tanto, en ponerse como la sustancia objetiva que es. Su
cultura y su propia realidad son, por tanto, la realización de la sustancia
misma.” iii.
Este doble mundo (que es como una moneda con dos
caras, en donde una cara existe y la otra no) nos arrastra necesariamente a dos
clases de conciencias: la conciencia honrada y la conciencia desgarrada. “La
conciencia honrada toma cada momento [o individuo] como una esencialidad
permanente. […] En cambio la conciencia desgarrada es la conciencia de la
inversión, y además de la inversión absoluta; lo dominante en ella es el
concepto” iv. Es la prolongación del conflicto entre individuo y cultura.
Pues bien, esta cultura, que sería la realidad
verdadera o lo verdaderamente real, “es la inversión de todos los conceptos y
realidades, el fraude universal cometido contra sí mismo y contra los otros, y
la impudicia de expresar este fraude es precisamente y por ello mismo la más
grande verdad” v. Es la locura, como “la chifladura de aquel músico que amontonaba y
embrollaba, todas revueltas, treinta arias italianas, francesas, trágicas,
cómicas” que une sin orden ni sentido. “Como un revoltijo de sabiduría y de
locura, como una mezcla de sagacidad y bajeza, de ideas al mismo tiempo
certeras y falsas”. A pesar de esto, la conciencia desgarrada tiene una “confusión
clara ante sí misma”. El Espíritu, y por tanto la cultura, al despreciar el
mundo real (de los individuos existentes) lleva a su propia nada: “El
desgarramiento de la conciencia […] es la carcajada de burla sobre el ser allí,
así como sobre la confusión del todo y sobre sí mismo; y es, al mismo tiempo,
el eco de toda esta confusión, que todavía se escucha.
[…]
En aquel lado del retorno a sí
mismo, es la vanidad de todas las cosas su propia vanidad, o él mismo es vano.”
vi.
En segundo lugar, encontramos otra causa más
evidente de la desesperación en el ateísmo de Bertrand Russel vii. Bertrand Russell, tomando
como base el axioma de la no existencia de Dios pero sí la existencia del átomo
como la base esencial de la cual se componen todas las cosas, concluye que la
única seguridad que tenemos en este mundo (que es el único que existe) es la
desesperación; porque el mundo en el cual vivimos no tiene una causa razonable,
un Logos, sino que surge del azar, de la casualidad, y por tanto es un mundo
sin sentido: “el mundo que la ciencia presenta a nuestra creencia […] está
vacío de significado”. El hombre (y la sociedad construida por él) “es producto
de causas que no preveían el fin que estaban realizando [el átomo no piensa ni
tampoco puede amarnos]; su origen, crecimiento temores, esperanzas, amores y
creencias son el resultado de accidentales colocaciones de átomos; […] Sólo en
la armazón de estas verdades, sólo sobre las firmes bases de una inflexible
desesperanza, desde ahora en adelante podrá construirse con seguridad el
habitáculo del alma”.
La casualidad y el sin sentido pasa de la materia
(los átomos ciegos, sordos y mudos) al hombre, que cree, engañadamente
(engañándose a sí mismo) en los valores personales, familiares, religiosos y
sociales. Pero el hombre no se da cuenta de que estos valores o ideales,
construidos artificial y caprichosamente por él mismo, tienen la duración y
consistencia que tiene el mismo hombre, y aún menos: la consistencia y la duración
de la casualidad atómica: “no hay fuego, heroísmo, intensidad de pensamiento o
sentimiento que pueda prolongar una vida individual más allá de la tumba […] ,
y que todo el templo de las hazañas humanas inevitablemente debe enterrarse
bajo los despojos de un universo en ruinas”.
Aquí también la cultura es vanidad, inconsistente
como un palacio de humo. Saber que todo es vano lleva a diluir los pocos
consuelos (por otra parte ficticios) del amor, la sabiduría o la justicia.
“Breve e impotente es la vida humana. Lenta y
segura, la condenación cae inexorable sobre la especie. Ciega para el bien y
para el mal, indiferente ante la destrucción, la materia omnipotente sigue su
curso, implacable…”. Así y todo, la obra humana es algo sagrado (religioso): el
hombre debe “venerar el altar que sus propias manos han construido; inflexible
ante el imperio del azar, conservar el espíritu libre de la caprichosa ironía
que gobierna su vida exterior; […] sostener a solas, cual Atlas cansado e
inflexible, el mundo plasmado por sus propios ideales a pesar de la marcha
destructora de la fuerza inconsciente”. La vida humana en esta sociedad hecha
por nosotros es nuestro propio castigo.
Pero Dios existe, y la esperanza es posible: no
sólo lo proclama el Evangelio sino que todas las tradiciones y las
civilizaciones, quien más quien menos, reconocen y dirigen su mirada hacia el
arché, el Principio y Origen del kosmos en que vivimos; el Kosmos que existe no
hecho por nosotros sino que lo encontramos como objeto de
Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, nos habla de
una doble felicidad (¡como si con una sola no bastara!) para esta vida: la
eudaimonía y la makaría, una felicidad activa (una vida conforme a las virtudes
morales) y una felicidad contemplativa (una vida conforme a la contemplación de
las verdades divinas) (cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q. 180, a. 2).
Si el hombre vive como lo que es, como hombre,
conforme a su naturaleza racional, entonces adquiere las virtudes que lo hacen bueno
y lo hacen obrar bien: “La virtud del hombre es una disposición que puede hacer
de él un hombre honesto, capaz de realizar la función que le es propia […] La
virtud es una disposición voluntaria que consiste en el medio con relación a
nosotros, definido por la razón y conforme a la conducta del hombre sabio” viii. Y esta conducta y esta
disposición que hacen al hombre sabio y honesto causan en éste la felicidad
humana.
Además hay una felicidad divina, que se alcanza en
la contemplación de las realidades divinas en sí mismas, o en el orden del
universo, el kosmos, y en su causa, que no es otra que el mismo orden divino. ix “Si la felicidad es la
actividad conforme a la virtud, es claro que es la que está más conforme a la
virtud más perfecta, es decir la de la facultad [del alma] más elevada. Ya se
trate de la inteligencia o de otra facultad, y que esta facultad, sea divina o
lo que hay más divino en nosotros, la actividad de esta facultad, según su
virtud propia, constituye la felicidad perfecta. Y ya hemos dicho que es la
contemplativa (teórica). […] Parece que la filosofía [amor a la sabiduría]
lleva consigo placeres maravillosos tanto por su pureza como por su duración, y
es evidente que la vida es más agradable para los que saben que para los que
tratan de saber. […] Parece también que la felicidad está en el ocio… El hombre
entonces ya no vive en cuanto hombre, sino en cuanto posee un carácter divino”.
El último filósofo que veremos nos lleva a la
felicidad del más allá: Sócrates, “el más sabios de todos los atenienses”, para
quien el morir (como dice san Pablo) es una ganancia, nos devuelve la
esperanza, porque no es ya el hombre la medida de todas las cosas; y en la otra
vida estaremos en el mismo lugar que los dioses y los héroes, y nos
alimentaremos con el mismo majar con que se alimentan los dioses. Sócrates no
sólo fue un hombre religioso y piadoso, respetuoso de la divinidad, sino que un
dios (Apolo) personalmente le hablaba y lo guiaba en su obrar: “vergonzosa
habría sido mi conducta, atenienses, si yo, que permanecí en el puesto que me
asignaron mis jefes y corrí el riesgo de morir, como cualquier otro, obediente
a aquellos a quienes vosotros elegisteis para mandarme, cuando el dios me
ordenó, según creí y deduje, que viviese dedicado a la filosofía y examinándome
a mí mismo y a los demás, hubiese abandonado mi puesto por temor a la muerte o
a cualquier otra cosa” x.
Y mientras sus discípulos
lloraban su muerte tan próxima (y tan injusta), él los consolaba a ellos: Feliz
el que después de esta vida espera pasar a la felicidad que no se acaba, en la
feliz compañía de los héroes, los sabios y los dioses: “Si la muerte significa
un viaje de aquí a otro lugar, y es verdad lo que se dice, que allí están todos
los muertos, ¿qué bien puede haber mayor que éste, jueces? Si vamos a la morada
de Hades y, libres ya de estos que afirman ser jueces, encontramos a los
verdaderos jueces, […] y todos los semidioses que fueron justos en vida, ¿será
acaso mala la estadía en ese lugar? ¡Cuánto no daría cualquiera de vosotros por
estar en compañía de Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero! Yo, por mi parte, morir
quiero mil veces, si eso es verdad, pues sobre todo para mí sería maravilloso la
estadía allí. […] ¡Y cuánto no daría cualquiera, jueces, por hacer preguntas al
que condujo contra Troya aquel numeroso ejército, o a Ulises, o a Sísifo, o a
otros innumerables hombres o mujeres que podría citarse, si consideramos que
conversar allí con ellos, estar en su compañía e interrogarlos sería el colmo
de la felicidad!” xi.
Pero necesitamos dar un salto, porque la humanidad
entera ha dado un salto: Dios se hizo hombre, asumió una naturaleza humana
igual a la nuestra, y así resignificó nuestra esperanza.
Es un hecho innegable la existencia del
cristianismo y el aporte filosófico y teológico que hizo a la humanidad.
También el cristiano busca la felicidad, y sabe que es posible ser feliz, como
lo supo Aristóteles y lo supo Sócrates (nuestros hermanos mayores). Los
cristianos llamamos “felicidad” total y plena a la vida eterna con Cristo, y lo
que pueda llevarnos hasta allí es una felicidad participada: “el momento pleno
de satisfacción (retributionis), en el cual la totalidad nos abraza y nosotros
abrazamos la totalidad, sería el momento de sumergirse en el océano del amor
infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después- ya no existe. Podemos
tratar de pensar que este momento es la vida en sentido plenos, sumergirse
siempre de nuevo en la inmensidad de la existencia, a la vez que estamos
totalmente desbordados por la alegría.” xii .
Los antiguos pensaban que la perfección del alma
estaba en la contemplación del Orden del universo, y sus causas; “ésta es la
última perfección a la cual puede llegar el alma, según el Filósofo, que en
ella esté descripto todo el orden del universo, y sus causas; en lo cual
pusieron, también, el último fin del hombre, que según nosotros estará en la
visión de Dios, porque, según san Gregorio, ¿Qué no verán los que ven al que
todo lo ve?” xiii ; porque Él es la causa primera del universo y por tanto de su orden.
¿Qué clase de conocimiento es el produce la
felicidad? Es el conocimiento amoroso, que nos mueve a amar a Dios y que a la
vez nace del amor: es la sabiduría, el conocimiento por connaturalidad. Cuando
amamos, el amor une y asemeja a los que se aman; y esta semejanza, o
connaturalidad me hace conocer (como en mí mismo) al otro. “No es la ciencia la
que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso
en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su
vida, se trata de un momento de redención que da un nuevo sentido a su
existencia.
Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor
que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor
frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor
incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: “ni la muerte, ni la
vida, ni los ángeles, ni los principados, ni el presente, ni el futuro, ni
potencias, ni altura, ni profundidad, ni creatura alguna podrá apartarnos del
amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom8, 38-39). […] La
verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las
desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue
amando hasta el extremo, hasta la plena consumación (cfr. Juan 13,1 y 19,30)”
xiv .
La felicidad nos espera al final del camino: por
eso la muerte, que parece una desgracia inexorable, es en realidad un remedio y
un premio para el que ha vivido conforme a la virtud, conforme a la
contemplación: “para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia” (S. Pablo,
Filipenses 1, 22). San Juan de la Cruz llama a este camino “escala mística de
amor divino, escala secreta o escala de la sabiduría”: porque “por eta secreta
contemplación, sin saberse cómo, sube el alma a escalar conocer y poseer los
bienes y tesoros del cielo…]. La propiedad principal porque aquí se llama
escala es porque la contemplación es ciencia de amor… porque sólo el amor es el
que une y junta el alma con Dios” xv.
Esta escala de secreta contemplación tiene, lógicamente, grados o
escalones; El noveno y el décimo grado nos llevan hasta la posesión de Dios, objeto
último de nuestras esperanzas: “El nono grado hace arder al alma con suavidad.
Este grado es el de los perfectos, los cuales arden ya en Dios suavemente,
porque este ardor suave y deleitoso les causa el Espíritu Santo por razón de la
unión que tienen con Dios.[..] El décimo y último grado de esta escala secreta
de amor hace al alma asimilarse totalmente a Dios por razón de la clara visión
de Dios que luego posee inmediatamente el alma, que, habiendo llegado en esta
vida al nono grado, sale de la carne;… no entran al purgatorio” xvi . “Y así la muerte de semejantes
almas siempre es más suave y dulce, más que les fue en toda la vida; porque
mueren con ímpetus y encuentros sabrosos de amor, como el cisne que canta más
dulcemente cuando se quiere morir y se muere. Por eso dijo David que la muerte
de los justos es preciosa.” xvii.
No vivamos como los ateos que no tienen motivos
para la verdadera alegría y la esperanza; como rezaba un antiguo epitafio
latino: “venimos de la nada, cuán pronto retornamos cayendo en la nada”. Dios
nos ha puesto en este mundo para que seamos felices con las creaturas que nos
acompañan en este mundo, y con Él, que vino a este mundo para retornarnos a
Dios.
Alegrémonos
con las creaturas, alegrémonos con el Creador.
i
Hegel, “Fenomenología del Espíritu”, B. El
espíritu extrañado de sí mismo; la cultura. i: el mundo del espíritu extrañado
de sí. 2: el lenguaje, como la realidad de extrañamiento y de la cultura.
(Fondo de cultura económica, Argentina 1992).
ii Marx:
“Tesis sobre Feuerbach”, n° 6
iii Hegel;
ídem. 1: la cultura como extrañamiento del ser natural
iv
Ídem: 2, b: el lenguaje del
desgarramiento.
v
Ídem, 2, c: la vanidad de la cultura.
vi
Ídem.
vii Bertrand
Russell, El culto de un hombre libre, en: «Misticismo y Lógica y otros
ensayos», Buenos Aires, Paidós, 1975, pp. 60 ss.
viiiAristóteles, Ética a
Nicómaco, II, 6.
ix Ídem,
X 6.
x Platón:
Defensa de Sócrates.
xi Ídem.
xiiBenedicto XVI, Spe
salvi., n° 12.
xiii Santo
Tomás de Aquino, De Veritate, II, 2, cpo..
xiv Benedicto XVI, ídem, n°
26-27.
xv Noche
oscura, L. 2, Cap. 18, n° 1-5.
xvi Ídem, cap. 20, n° 4-5.
xvii Llama de amor viva, canción
1, n° 30.