La educación del gobernante y el origen de las crisis



por Luis María Caballero (*)


Resumen
En el último siglo el mundo ha sido testigo de numerosas crisis que han afectado la economía y la política de distintas sociedades, pero encuentran sus orígenes en problemas ligados a la ética y la moral y en graves errores en el modo de gobernar.
Las circunstancias actuales ameritan una reflexión y un análisis acerca de la importancia del humanismo a la hora de pensar una manera de ejercer el arte del buen gobierno para este siglo 21.
Este artículo busca mostrar la importancia que tienen la confianza y las virtudes clásicas para quienes han de gobernar, y de qué manera éstas pueden contribuir a salir de la crisis, minimizando sus consecuencias dañosas y evitando recaídas futuras. A modo de hipótesis se plantea que los ciclos económicos naturales no deben necesariamente desembocar en desplomes o crisis globales.


Desde el último cuarto del siglo XIX, en que se produce el Pánico de 1873 a raíz de las caídas de la bolsa de Viena, y del Jay Cooke and Company Bank en Filadelfia, y hasta el año 2008, el mundo ha sido testigo de numerosas crisis que han afectado la economía y la política de distintas sociedades y países en todos los continentes. Sin embargo, más que en tópicos de naturaleza puramente económica, los orígenes de estas situaciones pueden encontrarse en problemas ligados, sobre todo, a la ética y la moral, y en graves errores en el modo de ejercer el gobierno.

Esos derrumbes repercuten de manera directa en la vida cotidiana de millones de personas que ven como se pierden o precarizan sus puestos de trabajo, y que descubren que para mantener el nivel de vida que hasta entonces han tenido deben aumentar la cantidad de horas trabajadas. Estas repercusiones pueden constatarse incluso en lugares muy alejados del epicentro de la crisis.
Aunque es un lugar común mencionar que toda crisis es para quien la sufre una verdadera oportunidad de cambio y relanzamiento, las circunstancias actuales que se viven en el mundo occidental y en gran parte del oriente desarrollado, ameritan una reflexión acerca de los orígenes de las crisis y un análisis de la importancia que tiene el humanismo clásico a la hora de pensar una nueva manera de ejercer el arte del buen gobierno en este siglo XXI. Dice Rovira-Reich a este respecto: “Lo común nos afecta a todos. La gestión de lo público puede tener un efecto multiplicativo. Al incidir en cada uno de los ciudadanos, ninguno debería desentenderse de lo que le compete e implica” (2012. p. XIX).

Este trabajo busca hacer una primera aproximación a la importancia que tiene el valor de la confianza y el ejercicio de las virtudes clásicas para quienes tienen la tarea y la misión de gobernar, y de qué manera el análisis y la praxis de estas virtudes pueden contribuir a salir de la situación actual, a minimizar sus consecuencias dañosas y a evitar recaídas en el futuro. A modo de hipótesis puede plantearse que los ciclos económicos, naturales y lógicos pues es utópico imaginar un ciclo económico eternamente ascendente, no deben necesariamente desembocar en graves desplomes ni en crisis globales.
Como yo no soy economista y seguramente desde ese punto de vista mi análisis puede adolecer inconsistencias, centraré el foco de este trabajo en aspectos vinculados a lo político, lo histórico y lo ético, aunque tangencialmente mencione de manera concreta medidas de naturaleza económica.
Son muchos los diagnósticos y recetas que se han ensayado desde los distintos sectores del espectro ideológico para explicar la catástrofe iniciada en el año 2008 con la crisis de las hipotecas subprime, de la que el mundo aún no termina de reponerse en su totalidad, y que sigue sobresaltándonos con nuevos episodios periódicos, pero un análisis somero nos muestra que la mayoría de los abordajes realizados se centran en lo económico–crematístico o financiero, y soslayan de manera absoluta las causas profundas de estas debacles.

Tanto desde la política tradicional como desde grupos nacidos a la sombra de una especie de pretendida “no política”, o “anti política” se ha querido explicar de diversas maneras lo que ha ocurrido, pero, como se ha dicho, siempre desde una perspectiva economicista.
La supuesta novedad que han representado en distintos sitios del mundo grupos como Podemos, de España, la agrupación La Cámpora, de la Argentina y otros de similares características, que abordan lo político desde una supuesta “ajenidad” a la política no es otra cosa que un reciclar antiguas ideas, estilos y conceptos que periódicamente pretenden actualizar la lucha de clases marxista, en algunos casos, o algún otro tipo de utopía antisistema.
Por eso pensamos, como dice Rovira-Reich en su artículo “Un formador para gobernantes de hoy: Plutarco”: “… como dicen algunos desengañados: hoy, la única novedad ¡Son los clásicos!” (2014. p. 11).

Un diálogo entre el pensamiento de algunos autores de la filosofía política clásica con el de otros contemporáneos puede abrir un amplio panorama, pues de cada uno de ellos se pueden extraer elementos que permitirán reconstruir nuestra filosofía política.
El autor mencionado anteriormente nos explica que en los escritos de Plutarco de Queronea, por ejemplo, queda patente “su intención de instar a la responsabilidad política, de brindar formación adecuada para el ejercicio de cargos de gobierno, de hacer ver la importancia del cultivo de las virtudes para el buen gobernante, y de la orientación moral de toda actividad humana”. (Rovira-Reich. 2011. p. XVIII)
Y Jenofonte, hace casi 2500 años nos enseñaba que “gobernar hombres no es una tarea imposible ni difícil, si se realiza con conocimiento”.  (Jenofonte. 2007. p. 72)
¿Pero tiene sentido mirar hacia atrás en un estudio que busca pensar el gobierno hacia el futuro?
Entendemos que sí. Se ha dicho que un historiador es un profeta que mira hacia atrás, y un autor contemporáneo nos recuerda que “Para hacer el bien hay que entrenarse a ello. Se requiere práctica y estudios. El juicio prudente supone memoria de pasado, examen atento de las circunstancias, conocimiento de los principios y de las reglas, y visión de futuro… junto a la necesaria formación técnica, es precisa una educación historiográfica. No se puede ser prudente sin memoria de pasado” (Alvira Domínguez, R. 1989. pp. 6 y 7).
La perspectiva elegida, esto es, desde el humanismo clásico, atiende a la necesidad, cada vez más evidente de estudiar al hombre como una totalidad, como persona completa, holísticamente, y no como simple “trabajador”, “consumidor”, “ciudadano”, “contribuyente”, etc. Por ese motivo principal se justifica el abordaje multidisciplinar que aquí se intenta.
El buen gobernante puede y debe, aun dejando un amplio margen de libertad personal, contribuir de manera eficaz, con su ejemplo y su acción política, al desarrollo de la persona, de la familia y de la sociedad en su conjunto en un marco de confianza.
Desde aquí no se busca como objetivo la defensa de un sistema político o de un sistema económico particular. Se aspira, sin embargo, a pensar posibles soluciones al cíclico problema de las crisis globales, tomando como punto de partida situaciones que se han ido presentando en estos últimos años, en regímenes políticos y económicos muy diversos y que se han visto igualmente afectados.

El presupuesto básico de este trabajo, que surge de la simple observación de lo que sucede hoy en el mundo -principalmente en Occidente, pero con claras consecuencias también en el Oriente desarrollado-, es que no es posible que un país -o un bloque de países logre avanzar en la senda de un verdadero desarrollo -presentado como algo distinto al mero crecimiento económico-, ni siquiera en un marco de respeto por la libertad personal, si el valor de la confianza y la práctica de las virtudes no subyace a las relaciones intra - estatales, intra - empresarias, en las que existen entre Estado y empresa y las que vinculan a estos actores con la misma Sociedad Civil.
La realidad actual y experiencias anteriores profusamente estudiadas no permiten esperar que sea el Estado -en el marco de cualquier orientación de gobierno- el que a través de una serie de normas jurídicas coercibles o leyes “establezca la confianza”, sino que es imprescindible construir este valor mediante el sistema de “arriesgarse” paulatinamente y arribar a acuerdos duraderos sobre puntos fundamentales que permitan construir el futuro. La práctica de la virtud por parte del gobernante es una herramienta clave en este proceso.

Retrotrayéndonos unos años podemos ver que la década del noventa se vio caracterizada por una serie de acontecimientos históricos de significativa relevancia para toda la humanidad, que cambiaron para siempre el modo de relacionarse entre los países. La reunificación alemana, luego de décadas de telón de acero, y la casi inmediata caída y desmembramiento de la Unión Soviética, es una clara muestra de ello.
Asimismo, los llamados “años noventa” significaron para los países de la América Latina una verdadera oportunidad para intentar salir adelante luego de muchas décadas de estancamiento y crecimiento económico nulo o casi nulo en términos reales, y de difíciles años de guerrilla marxista y polémicos regímenes militares en casi todos ellos.
Los resultados inmediatos fueron alentadores y llenaron de optimismo a los mercados y a gran parte de los economistas, pero las crisis de los años 1994 -efecto tequila- y 1997 -crisis de los llamados tigres asiáticos-, el derrumbe económico-social de la Argentina a finales del año 2001 y posteriormente la crisis global que comenzó en 2008 en los Estados Unidos han demostrado que ninguna receta basada únicamente en herramientas económicas puede ser la salida definitiva para un mundo cada vez más complejo e interrelacionado.

No es la mera economía entonces, sino, por el contrario, la política, entendida aristotélicamente como ciencia arquitectónica y no como mera lucha de facciones por el poder, la ciencia – o el arte – que puede contribuir de manera eficaz y decisiva a la hora de buscar soluciones a las repetidas crisis que asuelan al mundo.
Es en ese esquema que el rol del gobernante adquiere su plena dimensión. El ejercicio del gobierno es una misión de entrega de suma importancia, y por eso se entiende lo que el Estagirita expresa: “Tres condiciones deben tener los que van a desempeñar los cargos de más responsabilidad: primero, amor hacia el régimen establecido; luego, la mayor competencia en los asuntos de su cargo; y, en tercer lugar, virtud y justicia…” (Aristóteles. 2004. p. 327).

Analizaré a continuación, de manera sucinta, lo acaecido desde el año 2008, en que comienza en Estados Unidos la crisis global con mayores consecuencias sociales desde el crack de 1929. Si bien a finales de la década del noventa y en los primeros años del siglo que transitamos ya habían existido señales que alertaban sobre un posible derrumbe, el origen de la llamada crisis financiera global suele fecharse a finales del año 2007 y comienzos del año 2008.

En su inicio la debacle estuvo vinculada de manera directa con la explosión de la burbuja inmobiliaria en 2005, a raíz de la proliferación de las llamadas hipotecas subprime, pero luego esparce como un cáncer sus consecuencias al resto de la economía, de la política y de la vida social.
En efecto, a raíz de la bonanza económica generalizada de la que hablábamos al comienzo de este capítulo, y a la casi nula tasa de interés que aplicaban los bancos, financieras y prestamistas habían comenzado a prestar dinero con garantía hipotecaria a personas que en circunstancias normales de ninguna manera tendrían acceso a una hipoteca para su casa.

Aunque diversos economistas habían advertido años atrás de los riesgos que implicaba tal práctica, el ritmo frenético de “la fiesta” no mostró síntomas de desaceleración hasta casi el momento del crack definitivo. La irresponsabilidad y la especulación que dio origen a la aparición de las hipotecas subprime y otro tipo de herramientas de financiamiento a personas sin trabajo, ni ingresos, ni activos llevó a una cadena de operaciones financieras que no podían terminar de buena manera. Todo indica, releyendo a los principales autores que han tratado sobre este tema, que esta crisis que, como se ha dicho, comienza en los Estados Unidos pero luego extiende sus efectos sobre Europa y el resto de Occidente, está originada en muy serias decisiones morales y graves errores políticos por parte de empresarios y gobernantes.

Se la analice desde donde se la analice, todos coinciden en mencionar la raíz ética de la situación, pero a la hora de pensar soluciones, por lo general se ha optado por plantear alternativas de “cambiar todo para que nada cambie”, utilizando sólo herramientas de “fontanería económica”: emitir moneda o no hacerlo. Abrir fronteras a la importación o cerrarlas para sustituir importaciones. Subir impuestos o aumentar las exenciones tributarias.
Siguiendo con lo acontecido, podemos decir que rápidamente las consecuencias dañosas del estallido se hicieron presentes también en el Viejo Mundo, en Inglaterra, en primer término, luego en España, y en otros países europeos.
En muchos lugares se ha llegado a estudiar “la crisis terminal del capitalismo” y algunos países de la zona euro se han planteado concretamente su posible salida de ella, con todo lo que eso implica. Hoy, aunque esa crisis puntual parece haber sido superada, subsisten síntomas profundos de que esa debacle puede volver a ocurrir si no nos planteamos seriamente una nueva manera de gobernar la empresa y el estado.

Si intentamos generar un nuevo paradigma, entonces, creemos conveniente asirnos a los principios del humanismo, que coloca a la persona en el centro y la concibe de manera integral y no parcializada. El humanismo clásico es un buen punto de apoyo como patrón de contraste para realizar esta investigación. Nos parece una garantía sólida enfocar este estudio desde una filosofía probada por el juicio de la razón y por la experiencia histórica; un sistema de pensamiento que se inició hace más de 2.500 años y que ha estado presente en casi todas las etapas históricas que atravesó nuestra Humanidad, y que sigue vigente en nuestros días.

A partir de las siguientes páginas, buscaremos en las raíces clásicas de nuestra cultura occidental, un sustrato sobre el que analizar las cualidades a las que genéricamente nos hemos referido con anterioridad.
¿Se puede exigir a un gobernante que en su vida privada ponga en práctica las cualidades que le exigimos a la hora de gobernar?
Para intentar responder a estas cuestiones tomaremos el pensamiento de algunos autores clásicos, e intentaremos contribuir a pensar de qué modo lo que ellos proponían podría encarnarse hoy; y para dar un marco teórico que sirva de referencia aclaramos que tomaremos aquí el concepto aristotélico de virtud -areté-, entendida como la acción más apropiada a la naturaleza de cada ser.
Platón, a lo largo de toda su obra deja trasuntar su inquietud por contribuir en la búsqueda de las bases de una ciudad ideal que permita a los individuos desarrollar plenamente el potencial de sus virtudes. Desilusionado con la política luego de la injusta muerte de su maestro Sócrates, a quien considera prototipo de vida ejemplar, opta por canalizar su vocación de forma indirecta, a través de la búsqueda y el amor a la sabiduría. Toda su labor apunta a establecer los cimientos de un Estado que permita y favorezca la vida virtuosa.

Tanto Sócrates, como Platón y Aristóteles han tratado de este asunto a lo largo de su obra, pero sin dudas es Jenofonte el autor de la antigüedad clásica que ha estudiado con mayor detalle y de manera más concreta el tópico que nos ocupa. Para él, presentar un modelo de gobernante, y un modo de prepararlo en su juventud para el ejercicio posterior del poder es algo central. En su obra cumbre, la Ciropedia, nos narra, a lo largo de sus ocho libros, la etapa formativa de quien habría de pasar a la historia como Ciro el Grande, y su vida como gobernante.
Su libro primero trata, específicamente del aspecto formativo para el gobierno, y los siete restantes nos muestran la vida de Ciro como una consecuencia de la educación recibida.
En su visión, la vida virtuosa de Ciro consigue lo que ni las armas ni el poder absoluto pueden conseguir, que el soberano sea obedecido, respetado y amado por su pueblo.
La Ciropedia empieza planteando una inquietud, basada en la observación de la historia, que hace preguntarse a Jenofonte por qué resulta tan difícil para los hombres obedecer a sus gobernantes. A partir de allí comienza su análisis de la educación dada a Ciro, que lo preparó para gobernar con gran éxito los enormes territorios anexados por su mano.

Luego continúa explicando que la enseñanza de cada virtud –la templanza, la obediencia, la sobriedad en el comer y en el beber, etc.- se ve reforzada por el ejemplo que cada maestro da a sus alumnos. Lo que escribe el filósofo ático no es teoría. Son ideas puestas en práctica. Su intención didáctica nos muestra que el éxito en la formación de un futuro gobernante es posible, si contamos ab initio con algunas condiciones indispensables.

Conforme el esquema sobre la paideia de la Ciropedia que elabora Ana Vegas Sansalvador al comienzo de la traducción que ella realiza a la obra, Jenofonte reconoce (2007) y enumera las cualidades del soberano ideal y menciona como virtudes a alcanzar las siguientes:
La piedad (εὐσέβεια): Es la primera de las cualidades que se mencionan como necesarias para el buen gobierno. La piedad es entendida como el respeto a los dioses y sus preceptos, pero no se trata de una piedad ritual reflejada solamente en la celebración de ceremonias y sacrificios, sino de una convicción profunda de que el imperio sólo puede sostenerse sobre esos pilares.

Para un gobernante moderno, la búsqueda de la verdad, y los principios y valores que conforman la cultura y las tradiciones de su pueblo, no pueden ser soslayadas ni olvidadas si quiere conducir la sociedad hacia el futuro. Salvo en casos extremos de disolución social, ningún gobernante debería pretender que la Historia comienza con él. Los cambios excesivamente bruscos. La pretensión de que todo lo anterior es “malo” y los proyectos gubernamentales o filosóficos que aspiran a la supresión del otro, visto como “no pueblo”, y que conciben lo político como algo esencialmente agonístico implican una visión “impía” del pasado y son claras señales de que el gobernante no ha comprendido la importancia de esta virtud de la Eusebeia.

La justicia (δικαιοσύνη): Esta virtud, reconocida también universalmente, es inseparable del respeto a la ley positiva y del principio de igualdad de derechos para todo los ciudadanos, pero los excede esencialmente, puesto que se refiere sobre todo a la ley natural, eterna e inmutable, que puede conocer cada ser humano por medio de su razón.

Todo gobernante actual debe estar sometido de manera efectiva a la ley, pero además, y de manera primordial, debe conducirse en todo con la sabiduría de quien busca el bien del conjunto social. Rendir cuentas al final de un mandato es una buena manera de mostrar la realidad de este concepto, y una excelente herramienta para desarrollar la confianza.

El respeto (αἰδώς): Esta cualidad también es entendida como base del ejercicio político, en un nivel de importancia semejante al de la justicia. Este respeto puede ser identificado también con el pudor, la modestia, o el honor. La austeridad en la vida privada, la sobriedad en el vestir y la moderación son rasgos que atraen e inspiran confianza. Sobran ejemplos en la Historia de soberanos que, haciendo gala de los defectos contrarios terminaron sus días de la peor manera, o llevando hacia el abismo a los pueblos que debieron conducir a buen destino.

Muchas veces también podemos ver en la actualidad lo lejos que se muestran de esta idea muchos gobernantes contemporáneos. El exhibicionismo, la frivolidad, cuando no la corrupción descarada, parece ser el sino de nuestros tiempos.

La generosidad (εὐεργεσίᾳ): Esta característica del buen gobernante no es para Jenofonte sólo la acción de ayudar materialmente a otros, sino la actitud fundamental de Ciro de ser protector y benefactor –soberano padre- de sus súbditos.
Quizás si miramos de manera superficial esta cualidad, la idea del gobernante padre, o del estado paternal, o del gobierno benefactor, puede resultar anacrónica desde un punto de vista puramente material, pero es cierto y absolutamente actual que el principio de subsidiariedad que debe servir de base a toda acción de gobierno implica que lo que no puede ser realizado por instancias inferiores, debe ser hecho por la instancia superior.

La mansedumbre (πρᾶος): Una condición que podría parecer menor a los ojos modernos, pero que es clave para lograr el amor del gobernado. La dulzura en el trato predispone bien al interlocutor, y contribuye de manera importante con la actitud a obedecer.
La mansedumbre, que, de alguna manera, es humildad puesta en acto, llevará al gobernante a evitar las afirmaciones rotundas e inapelables cuando no sea necesario, a procurar la cercanía en el trato con sus colaboradores y gobernados, y a huir siempre de la displicencia de quien sólo atiende a sus propias razones.

La obediencia (Πειθώ): Esta virtud formaba parte de la educación básica de los jóvenes persas. Para mandar primero hay que saber obedecer. Aquí la obediencia puede ser comparada con la disciplina, que somete el propio criterio al de un superior, o en aras de un bien mayor.
El mundo actual parece haber olvidado esta cualidad. Resulta evidente que tienen mucho más “prestigio” las condiciones de mando, que la capacidad de obedecer, pero esencialmente estas características deben ir acompañadas, para lograr el equilibrio y el bien común.

La globalización, que pretende superar antiguas diferencias y debe contribuir a la colaboración entre realidades nacionales diferentes debería significar un renacer de esta virtud, pues en ella las soberanías parecen diluirse, y aunque no debería haber sometimiento alguno de algunas naciones por otras, claramente hacen presentar situaciones en las que mando y obediencia deben conjugarse.
El dominio de sí mismo, o la continencia (ἐγκράτεια): Esta virtud, mencionada por Jenofonte, Platón, Aristóteles y por otros filósofos clásicos, capacita a los hombres para soportar las fatigas. Se vincula de manera directa con la reciedumbre que permite hacer frente a la adversidad, al cansancio, al dolor e incluso a la soledad tan frecuente del poder.

Este esquema, aunque propio de la Ciropedia, es abordado de manera similar por otros autores posteriores, como Isócrates y Plutarco, de origen griego, y otros pensadores de la antigüedad romana, como Séneca y Cicerón, cuyos trabajos merecen un análisis extenso y minucioso, imposible desde estas breves páginas.

Luego de lo dicho anteriormente cabe preguntarse, pero… ¿Alguien cree hoy que la vida virtuosa del gobernante es un valor, o un bien, en la actualidad?
Desde la antigüedad clásica, pasando por la Edad Media y hasta la Revolución Francesa, la pregunta planteada tuvo respuesta unánimemente afirmativa: Sólo quien es capaz de autogobernarse, sólo quien aspira a la perfección, sólo quien buscar mejorarse a sí mismo, puede conducir la sociedad. Claro está que siempre han existido gobernantes venales, corruptos e ineptos, pero el arquetipo de gobernante contaba con vocación, capacidad y virtud.

La modernidad, en cambio, ha traído y mostrado muchas veces como modelo a gobernantes sin estas características, y en diversos sitios la ostentación, el hacer gala de una vida licenciosa, o el aparente triunfo de quienes muestran su éxito económico ha sido visto con simpatía.
Muchos niegan que se pueda exigir al gobernante una conducta ejemplar. Para muchos resulta perfectamente posible que alguien sea un buen presidente y un mal padre, o un mal cónyuge, o un mal amigo. Mercedes Rovira, en su “Ortega desde el humanismo clásico” nos recuerda al Mirabeau de Ortega y Gasset, “que tomando como modelo la figura del político gascón que vivió entre 1749 y 1791 …, utiliza los talentos y cualidades de este conocido personaje para describir el arquetipo del político” (2002. p. 120)

La autora uruguaya desmenuza el pensamiento del filósofo madrileño, que defiende la idea de que el político no necesariamente ha de ser una persona virtuosa y buena. Por el contrario, “Ortega a ve a Mirabeau como una persona venal, mendaz, inverecunda, poco escrupulosa. Pero esto no le impide considerarlo como uno de los más grandes políticos de todos los tiempos. Percibe en él todos los atributos de esa grandeza: impulsividad y activismo. Y a ellos añade la chispa del genio: visión política certera y clara; intuición y habilidad para unir contrarios, lo cual requiere talento, tanto para impulsar como para contener. Y su perspectiva central, hacer del Estado un instrumento al servicio de la nación” (Rovira, M. 2002. p. 121).

Quizás la objeción que puede hacerse a esta concepción es que Ortega parece confundir las cualidades propias del gobernante, como la astucia, la “mano izquierda – o cintura política”, la capacidad de mostrarse atractivo y de mostrar un discurso sin estridencias; con los defectos pese a los cuales un gobernante podrá tener éxito en el corto plazo.

Es importante que el acostumbramiento a realidades adversas no nos lleve a conformarnos. Aún hoy es posible aspirar a la elección y selección de gobernantes que reúnan esta serie de cualidades positivas. A pesar de que la actualidad muestra un presente en el que el populismo, la falta de proyectos y la corrupción política surgen a la vista, para evitar la tragedia de la “resignación” habrá que comprender que el modo de llevar adelante nuestro “destino común” no es producto de una cuestión biológica, ni nace de alguna característica ontológica de los habitantes de nuestro país, sino que proviene de diversos factores que deberán analizarse y modificarse.
       
Es posible que en épocas normales el ciudadano de a pie no se pregunte demasiado sobre cómo vive el gobernante, pero ante las dificultades, ante la necesidad de contar con una mano firme en el timón, el pueblo necesita un líder que sirva de referencia, capaz de resistir la tentación, de renunciar a su propio interés y de sacrificarse por el bien común.

A la vista de los resultados de lo ocurrido en los últimos tiempos, es posible decir que a partir de la reciente crisis ha vuelto a ponerse en el centro la necesidad de que los gobernantes den el ejemplo.
Actualmente existen muchos líderes que no son reconocidos tanto por la solidez de sus argumentos, sino por su capacidad de inspirar. Quizás un ejemplo claro sea el Papa Francisco, que ni es un gran filósofo como lo fue Juan Pablo II, ni es un teólogo reconocido, como lo fue Benedicto VI, sino simplemente un pastor. Una referencia a la que acudir en los momentos difíciles u oscuros.

A nivel político, y sin remontarnos a la antigüedad, también es posible ver encarnadas estas ideas, por ejemplo, en los Padres de la Unión Europea: Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi y Jean Monnet, con cuyas ideas uno podrá acordar o disentir, pero que son casi universalmente reconocidos como gobernantes de vida ejemplar y ejercicio prudente del poder.
Los problemas que transitamos requieren hacer un planteo de fondo, sobre un nuevo modo de ejercer la autoridad y el poder gubernamental a nivel público. Quizás esta reflexión sobre las cualidades positivas y virtudes enfocada desde el humanismo clásico sirva de punto de partida.

Bibliografía
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(*) Abogado (U.N.C.) Máster en Gobierno y Cultura de las Organizaciones (U. de Navarra). Doctorando en Gobierno y Cultura de las Organizaciones (U. de Navarra). Docente de la Universidad Empresarial Siglo 21. Director de Civilitas Asociación Civil – Centro de Estudios para la formación de dirigentes.